A escala mundial se habla de secuelas económicas de la pandemia no vistas desde la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado, de un orden social y económico perturbado tanto para sociedades avanzadas como para países en desarrollo. Para Venezuela, a diferencia del resto del mundo, la pandemia no marca un antes y un después, no es una irrupción histórica, es a lo sumo una complicación de la terrible enfermedad que la afecta en todos los órdenes.
Sin hospitalización ni tratamiento, continúa el estado de postración de nuestra capacidad para producir, la atrofia de nuestro PIB, cuyo tamaño se ha reducido a menos de 20% de lo que fuera hace diez años, inferior ya al de pequeñas naciones como Ecuador. El desastre es tal, que solo tiene como antecedente a nuestra desolada república de 1825 luego de la interminable guerra de independencia, en la que perdimos 30% de la población humana y el rebaño vacuno se redujo en 90%.
Según los indicadores oficiales sobre la pandemia en Venezuela, comparados con los de otros países, quizás ya deberíamos estar gradualmente saliendo del confinamiento, pero es harto sabido que el impedimento real, más que el virus, es la desaparición de la gasolina. Antes de la pandemia, cuando aún quedaba algo de combustible, ya el país productivo estaba casi exangüe, la actividad comercial sobreviviendo con el oxígeno de importaciones semi contrabandeadas y el reciclaje de dólares de todo origen, menos los desaparecidos dólares oficiales.
La dictadura tiene cero capacidad de maniobra para solucionar ninguno de nuestros graves flagelos. Solo represión. La protesta anti miseria está sacudiendo indetenible todos los rincones del país. Subyace el clamor por un liderazgo democrático firme, combativo, unitario, inteligente, creativo, que encause el malestar y presione acertadamente hasta lograr un gobierno de emergencia nacional. La cuarentena es oportunidad para repensarnos a fondo, para aprender de los errores, y actuar.