Faustino López estaba aterrado al ver cómo empeoraba la salud de su esposa, internada a fines de abril por COVID-19 en un hospital de Lima.
Por Franklin Briceño / The Associated Press
Mientras su mujer Angélica Berrocal permanecía en el hospital, Faustino no tuvo más que quedarse en su casa, donde vivía solo. Dejó de dormir en la cama matrimonial que compartieron por 45 años, no paraba de llorar al mirar la ropa de ella y escuchaba música en quechua, la lengua materna de ambos.
Faustino, un jardinero de 68 años, y Angélica, una barrendera de 60, habían llegado a este momento de su vida sin mayores contratiempos de salud y con dos hijos y 11 nietos sanos. Pero el nuevo coronavirus aniquiló la tranquilidad de esta familia que en más de cuatro décadas jamás había conocido la desgracia. Y todavía estaba por venir otra tragedia.
En un momento, Faustino tuvo fiebre y escalofríos. También sintió la alteración del gusto y el olfato, según una ficha de investigación clínico-epidemiológica a la que The Associated Press tuvo acceso. Le hicieron la prueba y dio positivo a COVID-19.
Desesperado, tocó las puertas de un albergue estatal donde se recuperan casi 2.000 enfermos del virus. No fue aceptado porque no había sido referido desde un hospital. Retornó a su hogar y la madrugada del 5 de mayo bebió ácido muriático y se ahorcó con un cable de electricidad.
Su hijo mayor lo encontró y llamó a la policía, pero Faustino permaneció varias horas en la sala de su casa sin que nadie quisiera tocarlo. Entonces llegaron Jhoan Faneite y su hijo adoptivo Luis Zerpa, dos venezolanos que trabajan en la funeraria Piedrangel, a la que el gobierno de la ciudad contrató para extraer de las casas los cadáveres de personas infectadas con el virus para luego incinerarlos.
A pesar de ser el primer país de Latinoamérica en decretar una cuarentena total el 15 de marzo, Perú tiene más de 104.000 infectados y 3.000 muertos. El miércoles ocupó el lugar 12 en el mundo en número de diagnósticos confirmados, por encima de China continental y debajo de India.
Y el verdadero alcance del desastre es mayor. Con más de la mitad de los casos sin contar, según las estimaciones de varios expertos, las autoridades califican al coronavirus como la pandemia más devastadora que ha azotado la región desde que en 1492 los europeos trajeron a América enfermedades como la viruela y el sarampión.
Los peruanos están muriendo por cientos en sus hogares, por lo general en zonas próximas a los mercados de alimentos que se han vuelto los focos de contaminación más peligrosos, según las autoridades. Y la labor de recoger los cuerpos recae en personas como Jhoan Faneite, de 35 años, y Luis Zerpa, de 21, que abandonaron Venezuela hace dos años para huir de la crisis económica que azota ahí.
“Todos los días me encomiendo a Dios para no contaminarme”, dijo Faneite, que trabajó como electricista en su natal Venezuela antes de emigrar a Perú, donde hasta el mes pasado había unos 865.000 migrantes venezolanos.
De lunes a domingo, incluso de noche y madrugada, los junta cadáveres conducen coches fúnebres a través de los barrios ricos pegados al Pacífico, pero también se internan entre colinas apretujadas de barriadas donde el virus golpea con fuerza, ataviados todos con trajes de protección y caretas.
Y así llegaron a la casa de Faustino a recoger su cuerpo. Una semana después, su esposa Angélica murió en el hospital por el virus.
Otra mañana de inicios de mayo recogieron el cuerpo de Marcos Espinoza, un electricista de 51 años, soltero y sin hijos que vivía en una colina polvorienta cercana al complejo arqueológico Pachacámac, el oráculo más famoso del imperio Inca.
Óscar Espinoza, hermano del fallecido, relató que Marcos intentó curarse bebiendo agua de eucalipto con jengibre y limón. Le dolían los ojos como si se los hincaran con un bolígrafo y poco antes de morir pasó revista a su vida mientras orinaba en un cuenco de plástico. “¿Por qué me dio esta peste, si no hice daño a nadie?”, alcanzó a escuchar Óscar, que dormía en el cuarto contiguo.
La muerte de Marcos ocurrió la madrugada del viernes 8 de mayo a las 2:45 de la mañana. Se echó en su costado izquierdo, se acurrucó en su soledad y murió mientras dormía. Ocho horas más tarde Faneite, Zerpa y otro paisano, Luis Brito, de 26 años, trepaban el cerro vestidos con un overol blanco, botas, guantes dobles y una máscara que apenas les dejaba ver los ojos.
Cuesta abajo, cargaron el cuerpo de Marcos y por momentos, para descansar, colocaban sobre el suelo el cadáver envuelto en una bolsa de tela negra, mientras el viento soplaba, los perros ladraban y los vecinos de la barriada sin agua ni desagüe observaban en silencio el extraño suceso.
Debido al aumento de la mortalidad, las autoridades han instalado casi dos decenas de contenedores marítimos en los hospitales de Lima que mantienen los cadáveres a cero grados.
La funeraria peruana Piedrangel asumió un papel clave en Lima cuando nadie se atrevía a recoger muertos por el nuevo virus. En marzo recogieron al primer fallecido en Perú por COVID-19, un psicólogo que murió en la soledad de su departamento de un edificio frente al Pacífico.
Edgard Gonzales, uno de los cuatro hermanos propietarios de la funeraria, lo consultó con sus dos hijos y se arriesgó. “Se puede abrir una puerta (oportunidad)”, les dijo. No se equivocó.
Ahora la funeraria no sólo recoge los cadáveres contagiados, también los crema en sus dos hornos instalados en el interior de un cementerio y reparte las cenizas a los deudos.
Ricardo Noriega, vendedor de ropa de 77 años, no encontró un taxista que lo llevara al hospital cuando enfermó y ningún familiar estuvo disponible. Entonces, se sentó en el sillón principal de su sala y falleció mirando una pared donde tenía colgadas las fotografías de su familia. Ahí lo encontró el personal de la funeraria Piedrangel.
Luis Zerpa, el hijo de Faneite, su compatriota Alexander Carballo y el peruano Ángelo Aza envolvieron el cuerpo de Noriega que yacía en el piso de losetas color caramelo junto a los carritos de plástico y los patines de sus cuatro nietos pequeños.
El peso de la muerte se siente cuando Faneite y sus colegas de la funeraria Piedrangel recorren la ciudad. Los militares que controlan las vías capitalinas se alejan espantados de la carroza cuando confirman que llevan cadáveres de víctimas de COVID-19. Algunos uniformados, que en medio de la pandemia deben continuar con sus labores, se persignan en silencio.
Más de 5.000 policías han sido diagnosticados con la enfermedad, con 92 muertes, de una fuerza de aproximadamente 100.000. El ejército ha sufrido niveles más bajos de la enfermedad.
Cuando Faneite regresa a casa de madrugada encuentra a su esposa dormida junto a sus dos hijos pequeños. Entonces se cambia en silencio, se ducha y lava su ropa con desinfectante.
A veces hace gárgaras con agua salada y cuando está desesperado con agua oxigenada.
Comenta que debe mantenerse sano para su familia y eso incluye a sus padres ancianos que se quedaron esperándolo en Venezuela.
“Antes que partan, antes que llegue lo inevitable, quiero ir a verlos, quiero estar con ellos”, dijo.