La hermana Teresa cambió su hábito de monja por un delantal para alimentar a niños dependientes de comedores escolares en Caracas. El nuevo coronavirus castiga a iniciativas ya minadas por falta de recursos en Venezuela, que enfrentan la pandemia preparando comida para llevar entre servicios colapsados.
“No es que me gusta (cocinar), pero lo hago con gusto”, dice risueña Teresa Gómez, de 73 años, mientras remueve con un cucharón un espeso guiso de carne, cuyo agradable olor impregna la cocina.
El gobierno socialista de Nicolás Maduro dice atender a unos 4,2 millones de niños y adolescentes con el estatal Programa de Alimentación Escolar, en 22.000 planteles, según cifras de principios de 2019. Sin embargo, según el Parlamento de mayoría opositora, un 40% de las escuelas públicas del país quedaban excluidas en medio de la aguda crisis económica venezolana.
La guardería Inmaculada Niña de Santa Ana, en la barriada caraqueña de Casalta, no es beneficiaria del programa.
Con apoyo de fundaciones privadas, Teresa y dos compañeras religiosas, Analía y Yexci, gestionan su comedor, que beneficia a unos 130 niños de hasta 6 años matriculados y a decenas de “esporádicos”.
Para evitar aglomeraciones en tiempos de COVID-19, quincenalmente entregan a los padres de niños de la guardería bolsas con productos como harina de maíz precocida -ingrediente base de las tradicionales arepas venezolanas- arroz, aceite o bebidas lácteas.
Dos veces por semana, además, piden a la gente del barrio llevar envases para darles comida caliente.
“Con pandemia y sin pandemia, siempre hay un grupo” que llega al lugar en busca de comida, cuenta Yexci, de 49 años, estimando que pueden ser hasta 80 personas en un día.
Mientras espera por la vianda de su hijo de tres años, Gladys Valdez dice a la AFP que pasa hambre. Ella puede; su niño, no. “Los niños pequeños cuando dicen ‘tengo hambre’ es ‘tengo hambre'”, asegura esta empleada doméstica.
– “Me quedo en casa” –
Antes de la pandemia, el comedor ofrecía sopa, plato principal, fruta, postre y una bebida láctea, explica Yexci, en un esfuerzo por contrarrestar la desnutrición infantil en esa zona popular del oeste de Caracas.
Dos tercios de los niños venezolanos tienen o están en riesgo de tener algún grado de déficit nutricional, según la asociación Cáritas.
Las cocineras empleadas del comedor dejaron de ir cuando se declaró en marzo una cuarentena por la COVID-19, que según el gobierno dejaba 1.121 contagiados y 10 fallecidos en el país hasta el domingo. Las clases fueron suspendidas.
“No podíamos obligarlas”, razona Yexci.
Con una gruesa cruz plateada sobre su impecable delantal y usando gorro, barbijo y guantes, Teresa dice armarse “de coraje” ante la emergencia.
Las pequeñas sillas de la guardería y las mesas, ahora, acumulan polvo entre carteleras con dibujos infantiles acompañados por frases como “Yo me quedo en casa”.
Cocinar en escuelas para que los padres recojan la comida o dar alimentos sin procesar son modalidades que adoptaron comedores escolares para no “paralizarse”, explica a la AFP Mercedes Núñez, de la Asociación Venezolana de Educación Católica.
Sin embargo, Núñez alerta de cierres temporales por falta de implementos de seguridad como mascarillas.
El menú no siempre alcanza en un país del que emigraron casi cinco millones de personas desde finales de 2015 para huir de la crisis, según la ONU.
“Se me va el alma” cuando “llegan más” envases de los que se pueden llenar, lamenta Teresa, con un acento paraguayo casi borrado tras décadas en Venezuela.
– Haciendo “milagros” –
Analía Carvallo, argentina de 55 años, “hace milagros” con la ayuda recibida.
Sobre el mediodía, entre ollas de peltre, Analía comienza a limpiar la pequeña cocina con jabón y un antibacterial casero a base de vinagre y cítricos que aprendió a hacer por Youtube. “Uno se pone creativo”, dice.
Las religiosas estiran sus presupuestos cada vez que van al mercado, presas de una galopante inflación.
Y faltan agua y gas para cocinar, con precario suministro en la zona, a lo que se sumó una creciente escasez de gasolina.
Aun así, bromea Yexci, usan la “magia de las monjas”, con la que “todo rinde”. AFP