A cualquier lugar donde mirara solo podía ver agua. Mi vida pendía de un hilo. Llevaba tres días flotando en algún lugar del océano Pacífico sin ver el barco ni una roca de la isla.
Por eltiempo.com
Había organizado ese viaje unos seis meses atrás. Nunca había estado en Malpelo y soñaba con sumergirme debajo de esa roca, santuario de cientos de especies.
Volé el 26 de agosto del 2016 de Medellín hacia Cali y luego me fui a Buenaventura, donde abordé el barco María Patricia.
En el barco conocí a mis compañeros de travesía, todos buzos experimentados como yo. El antioqueño Hernán Darío Rodríguez, los caleños Erika Vanessa Díaz y Carlos Enrique Jiménez, quien era el instructor, el estadounidense Peter Morse y Darío, otro buzo de quien no recuerdo su apellido.
Esa era la primera vez que viajaba a este lugar. Tenía una lista con las especies que podría ver en Malpelo, como langostas gigantes, tiburones ballena, entre otros cientos de peces.
El amor por el agua lo heredé de mi padre, con quien de niño iba a pescar cerca de Medellín, hasta que una noche, a mis 13 años, me tocó trasladarlo en un taxi luego de que unos sicarios lo balearan al momento cuando estaba entrando a nuestra casa. Su muerte cambió por completo mi vida.
Llegamos a Malpelo
La primera parada fue la isla de Gorgona. Allí hicimos una inmersión sin dificultad y zarpamos a Malpelo.
Llegamos el domingo 28 de agosto. Desde el María Patricia vimos esa inmensa roca tras navegar algo más de 500 kilómetros.
La isla de Malpelo está ubicada en el Pacífico. Se llega tras navegar unos 500 kilómetros desde Buenaventura.
No había que esperar más. Era hora para vestir nuestros trajes y cargar los equipos. Las instrucciones de cada inmersión eran consensuadas y se nos decía al pie de la letra el recorrido que haríamos.
Al sumergirnos, el agua era extremadamente fría, el mar se movía bastante y se sentía picado. Siempre arrancábamos las seis personas.
Primero Erika, Hernán y Darío salían. Luego lo hacíamos Peter, Carlos y yo. Al día hacíamos tres inmersiones, cada una podría durar alrededor de 45 minutos.
Sumergirse en esas aguas cristalinas y clavar la mirada en los peces era sublime. Los días se pasaban entre la alimentación, la inmersión, el descanso y hablar de lo que veíamos y qué hacíamos en nuestras vidas.
Les conté que tenía 44 años, que por dos décadas había viajado a distintos lugares a bucear, que era una pasión que me ayudaba a conseguir tranquilidad y liberarme del estrés de mi profesión como administrador de empresas en Medellín.
Conversábamos durante las extensas horas de viaje en el barco y nos fuimos conociendo. Erika, por ejemplo, era una caleña que recién acababa de ser madre. Peter, Hernán y Carlos dedicaban parte de sus vidas a bucear. Todos teníamos en común el amor por el mar.
Pese a que las inmersiones eran complejas por el mar picado, la única dificultad había ocurrido con Darío, quien se lesionó para el tercer día en aguas de Malpelo.
Ese martes 30 de agosto, las corrientes fuertes le hicieron pasar un momento doloroso, cuando se estaba por montar al zodiac, un movimiento brusco del agua le hizo doblar su pie, por lo que no pudo realizar la inmersión del día siguiente, la cual ya sería la última.
La última inmersión
A decir verdad, para este último trayecto ya estaba cansado y contemplé no realizarlo. Mi mente, para ese momento, quería estar de nuevo en casa, saludando a mis dos hijos en Medellín.
Hernán fue quien me convenció de realizar la inmersión. Quizá sería la última vez que bucearíamos en Malpelo y no se sabría cuándo habría posibilidad de retornar, teniendo en cuenta que llegar hasta aquí era lejos y difícil.
A las 3 de la tarde de ese miércoles 31 de agosto a la última inmersión saltamos del zodiac cinco buzos. El lanchero nos dejó un poco alejados del destino ante las dificultades que suponía el mar picado.
El lugar elegido para despedirnos de la isla era una zona llamada la Catedral, donde se atraviesa por debajo del agua parte de la roca del Malpelo.
El buceo planeado con Carlos, nuestro instructor, era lento, pues el cansancio en nuestros cuerpos por tantas jornadas ya se notaba.
Así las cosas, nos dividimos en dos grupos de apoyo para realizar la inmersión. Hernán, Carlos y Erika eran un equipo; Peter y yo, el otro.
Había mucha marea, se sentía una corriente muy fuerte. Al llegar a la Catedral vi langostas gigantes, eran especies inmensas y lindas. Me puse en primer lugar del grupo y mis compañeros pasaron delante de mí.
La isla es una de las más ricas en fauna y flora de todo el país
Empecé a ver burbujas, Peter estaba nadando mar adentro. No entendía su acción debido a que el plan era de buceo tranquilo, pensé que quería ver tiburones.
Uno tras otro siguieron a Peter. Me impulsé para alcanzarlos y no quedarme solo. Una corriente fuertísima nos arrastraba, nos revolcó y nos llevó a 110 pies de profundidad.
Empezamos a subir. Nos encontramos en la superficie tras 19 minutos de inmersión para comentar sobre la corriente que nos puso en aprietos.
Rodeados por tiburones
Erika, pocos minutos después de que volviera la calma al grupo, sumergió su cabeza en el mar. Estábamos rodeados por tiburones, nos daban vueltas alrededor de nuestros cuerpos.
Sentí a Erika un poco angustiada. Luego, con Peter, el más avezado, decidimos nadar con los tiburones, pude contar más de 50 de ellos. Había de varias especies, entre ellos tiburón ballena, martillo y arrecife. Duramos jugando con ellos unos 10 minutos.
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