Pero aquella arenga, frenética, pudiera ir bastante más allá del significado coyuntural que le atribuyen esas opiniones. Mirando el bosque y no los árboles, la proclama afirma, con tono de sello lacrado, que la fuerza armada venezolana, ungida además con el adjetivo de “bolivariana”, es la única que determina a quien corresponde el poder en la patria del Libertador. Así, dicho sin remilgos, del mismo modo que emperifollan con uniforme militar la conmemoración del evento más cívico de nuestra independencia, protagonizado por los patricios caraqueños el 5/7 de hace 209 años, hoy, también visten al poder de la república con botas, gorras y charreteras.
No hay motivo para sobresalto. Vivimos el infortunio anunciado de una farsa revolucionaria. Un proceso comunistoide disparatado y mediocre, eso sí, prolijo a la medida del interés económico de Cuba, que no cumplió ninguna de las promesas de bienestar que hizo su profeta; es más, que ni siquiera honró sus propios postulados marxista-leninistas, cómo el de implantar la dictadura del proletariado, porque en lugar de proletarios cultivó mendigos. Una revolución que se deslizó en la miseria moral, las argucias económicas y una corrupción generalizada, y que hoy hunde a 96% de venezolanos en la pobreza, mengua nuestra expectativa de vida en 3.7 años y ha reducido la riqueza de la nación a 20% de lo que era hace una década.
¿En qué otra cosa podía degenerar esta revolución de pacotilla, más que en una dictadura militar como la proclamada airosamente el pasado cinco de julio?