EE.UU. y China: la nueva guerra fría Por Pedro Carmona Estanga

EE.UU. y China: la nueva guerra fría Por Pedro Carmona Estanga

 

Estados Unidos y China protagonizan una nueva guerra fría, que es comercial, tecnológica y de influencias, y que repercute sobre la economía y la geopolítica mundial, por ser hoy las dos primeras potencias del mundo. El otro polo ya no es la URSS del pasado, ni la Rusia del presente, pues si bien este país representa una indudable potencia militar, posee una economía del tercer mundo, dependiente de los hidrocarburos y de otros commodities, con un PIB de solo € 1,5 billones en 2019, comparado con € 12,8 billones China, y €19,1 billones EE.UU. China es el primer país exportador del mundo, en tanto que EE.UU. es el mayor importador global.





El acercamiento entre EE.UU. y China se inició en 1972 con la visita de Richard Nixon a Beijing, pero las relaciones diplomáticas solo se establecieron en 1979, bajo la presidencia de Jimmy Carter. Al asumir el poder Trump en 2017, se produjo la primera reunión con Xi Jing Pin, presidente de China, en Palm Beach, la cual generó expectativas de que ambos países continuarían siendo buenos socios en una importante relación múltiple, como lo evidencia el hecho de que China es a la vez el principal socio comercial de EE.UU. y el mayor acreedor, pues China es tenedor de US$ 1,2 billones en Bonos del Tesoro de ese país, siendo Japón el segundo acreedor, con US$ 1,1 billones.

En relación con la creciente conflictividad entre ambos países, si bien es cierto que EE.UU. registra un elevado déficit comercial con China, argumento principal de Trump para exigir más equidad, es necesario desbrozar las cifras, pues las estadísticas registran el valor bruto de las exportaciones y no el valor agregado, razón por la cual la Organización Internacional del Comercio (OMC) ha propuesto una metodología más realista. El hecho es que, como producto de la globalización, se han generado millones de cadenas globales de valor, y de productos que ya no pueden denominarse “Made in China, o Made in USA”, sino que son “Made in the World”, pues responden a la relocalización de producciones en diferentes países, en búsqueda de eficiencia y menores costos. Así, por ejemplo, un IPhone de Apple “Hecho en China” contiene bajo valor agregado asociado al proceso de manufactura, pero los eslabones más rentables de la cadena: el diseño, el conocimiento y el marketing, siguen en manos de la multinacional norteamericana Apple. Igual ocurre con los productos deportivos Nike, con los electrónicos, o el sector de la confección, entre muchos otros.

De otra parte, las multinacionales estadounidenses venden cuantiosos montos en el mercado doméstico chino, haciendo utilidades que ingresan como créditos en la balanza de pagos de EE.UU. Así, es comprensible que el país del norte luche por el respeto a la propiedad intelectual y busque un intercambio comercial más equitativo, pero la guerra comercial es dañina en el mediano plazo para todos, especialmente para los países en desarrollo, como proveedores de que son de insumos básicos requeridos por ambos. Es evidente de otra parte, que la nueva guerra fría no solo involucra la imposición de barreras arancelarias por parte de EE.UU., con retaliaciones por parte de China, sino que en ella subyace una guerra tecnológica, ya que, en la carrera por el dominio de la inteligencia artificial, y la conquista de las redes de telecomunicaciones de quinta generación (5.0), es decir, el dominio del ciberespacio, China estaría tomando la delantera. Ello explica la lucha de EE.UU. contra la empresa Huawei, y los esfuerzos emprendidos ante países aliados como el Reino Unido o Canadá, para que no negocien con dicha empresa ese tipo de tecnologías.

La tregua en la guerra comercial acordada entre ambos países en enero último fue recibida con un respiro por el mundo, aunque quedó pendiente una compleja segunda etapa, en que se abordarían temas de tecnología, propiedad intelectual y restricciones a inversiones chinas en empresas tecnológicas de EE.UU. Duró poco el ambiente de distensión, a raíz del inicio de la pandemia del COVID-19, y de las responsabilidades que se le achacan a China en su origen en la ciudad de Wuhan. Además, la decisión de China de reprimir las protestas en Hong Kong en 2019, y de aprobar recientemente un estatuto de seguridad que lesiona la autonomía de la zona, motivó una nueva reacción de EE.UU., pues Trump suspendió el tratamiento especial del cual gozaba Hong Kong, equiparándolo al régimen aplicable al territorio de China Popular, amén de amenazar con sanciones a empresas que negocien con funcionarios chinos involucrados en esa nueva ley. Al deterioro de las relaciones se añadió la decisión de Trump de cerrar el consulado chino en Houston, acusándolo de actividades de espionaje en secretos relacionados con la producción de la vacuna contra el Coronavirus, ante lo cual China reaccionó cerrando el Consulado de EE.UU. en la ciudad de Chengdu, en el suroeste del país. Otro elemento en el peor momento histórico en las relaciones sino-estadounidenses, se relaciona con la lucha de influencias, pues China, a través de iniciativas como la Nueva Ruta de la Seda ofrece créditos al tercer mundo, realiza en ellos cuantiosas inversiones, y coopera en la crisis de la pandemia, ganando así en gravitación geopolítica, mientras Trump enfrasca a su país en una visión de introversión, el “America First”, desligándose de sus responsabilidades planetarias como el Acuerdo de París sobre Cambio Climático, la OMS, los TLC, el bloqueo a la OMC, el Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF) con Rusia, y el Tratado sobre control nuclear de Irán, dejando así espacios que son hábilmente aprovechados por China. Por último, se añaden las tensiones derivadas de la expansión de China en el Mar del Sur o Mar Meridional (Islas Paracel y Spratley), y la construcción de islas artificiales transformadas en bases con fines militares, la cual afecta equilibrios geopolíticos, e intereses de países vecinos del sudeste asiático.

Luce obvio que, aparte de las preocupaciones analizadas, Trump ha colocado el tema de las relaciones con China como un tema central en la campaña para las elecciones presidenciales de noviembre. Ello le genera algún apoyo doméstico, pues se le aprecia firme y sin vacilaciones ante la “amenaza amarilla”. Pero a su vez, las tensiones entre los dos gigantes agravan los efectos de la recesión provocada por la pandemia, cuyas devastadoras consecuencias económicas y sociales, se asimilan a las de una tercera guerra mundial. Ninguna guerra comercial es buena, y no como lo afirmó Trump en alguna oportunidad. Todos somos perdedores, más aún los países pobres, pero también inversionistas y actores del comercio internacional, dificultando la recuperación económica global. Ojalá y en la etapa postelectoral en EE.UU. surja un propósito serio de reestablecer bases sólidas y respetuosas entre ambos, para beneficio de sus pueblos y del mundo. La polarización mundial entre dos potencias tampoco es buena, como se demostró en las décadas de la postguerra. Entre tanto, resulta paradójico que China sea la que enarbola la bandera del libre comercio y del multilateralismo, y que los países emblemáticos del liberalismo económico: EE.UU. y el Reino Unido, vayan en dirección contraria. Las palabras de Xi Jing Pin, en defensa del libre comercio llaman poderosamente la atención: “El aislamiento conduce al retraso. La apertura es como una mariposa saliendo de su capullo. Va acompañada de dolor, pero crea una vida nueva”. Sorpresas que da la vida. Ojalá que, en esta coyuntura, la carrera por el desarrollo de la vacuna contra el COVID-19 resulte en beneficio de la humanidad, y no en otro elemento de tensiones geopolíticas. Y que por su parte China, con la visión de largo plazo que le caracteriza, deje de comprometerse como lo ha hecho con la tiranía venezolana, lo cual agrega elementos de tensión en el ámbito hemisférico.