Está todo dado para que la de este domingo sea la elección más difícil en los 26 años que lleva Alexander Lukashenko como presidente de Bielorrusia. Pero no está claro lo que eso puede significar en términos puramente electorales.
Por Darío Mizrahi || INFOBAE
Sin contar los de 1994, que fueron los primeros desde la disolución de la Unión Soviética y la independencia bielorrusa, los comicios más duros hasta ahora fueron los de 2001, los segundos de los cinco que disputó en el período. Obtuvo apenas el 77,4% de los votos contra 16% de U?adzimir Han?aryk, el principal candidato opositor. Esa diferencia de 61 puntos fue la más estrecha.
En todas las demás votaciones sacó más del 80 por ciento. La mayor amplitud la consiguió en las de 2015, las últimas, cuando se impuso por 84% a 4% a Tatsiana Karatkevich. Así que el cambio en la norma invisible que guía el desarrollo de las elecciones en el país tendría que ser verdaderamente radical para que el presidente eterno pase de ganar por 80 puntos a perder. No hay ningún indicio de que eso vaya a ocurrir.
El proceso electoral comienza mucho antes de la votación. Tanto o más importante es la etapa previa, cuando se definen las candidaturas y se desarrolla la campaña. Lukashenko se encargó de reforzar en esa fase todas las prácticas que le permitieron aplastar a sus rivales en el pasado. La más importante, la proscripción de cualquier candidato opositor con algún atisbo de popularidad y liderazgo.
El caso más emblemático fue el de Sergei Tikhanovsky, un YouTuber que durante meses recorrió el país entrevistando a ciudadanos comunes descontentos con el gobierno, hasta que fue arrestado en mayo y la Comisión Electoral le prohibió presentarse como candidato a presidente. Lo que no sospechaba Lukashenko es que Svetlana Tikhanovskaya, esposa de Tikhanovsky, iba a tomar su lugar y se iba a convertir en la figura más popular del país.
Mucho menos, que iba a recibir el apoyo de otras dos mujeres que estaban en la misma situación. Victor Babariko, considerado hasta hace poco el principal líder opositor del país, fue arrestado en junio y su candidatura fue vetada el mes pasado. Maria Kolesnikova, su jefa de campaña, lo reemplazó y luego se unió a Svetlana. Lo mismo hizo Veronika Tsepkalo, esposa de Valery Tsepkalo, al que tampoco le permitieron presentarse y que se fue del país ante la sospecha de que lo iban a detener.
“La gente está buscando una alternativa y Svetlana, de alguna manera, atrae al público más que los otros candidatos. El número de postulantes descalificados es tal que parece que el régimen quiso deshacerse de los más populares, y lo logró. Ella es carismática, genuina, nueva, viene de otro ámbito y parece confiable. Podría representar fácilmente la opción ‘todo menos Lukashenko’. Ha habido otros candidatos cualificados en el pasado, pero la oposición se dispersó entre varios. Mientras cierto número de actores se concentren detrás suyo, ella podría tener una oportunidad”, dijo a Infobae Abel Polese, investigador del Instituto para la Solución de Conflictos Internacionales y la Reconstrucción (IICRR).
Con la promesa de liberar a los presos políticos y de convocar a elecciones libres en seis meses, Svetlana y sus dos aliadas despertaron el entusiasmo de una parte importante de la población, y organizaron movilizaciones masivas, que hacía mucho tiempo no se veían en Bilorrusia. Por primera vez, Lukashenko enfrenta una amenaza seria a su hegemonía. Probablemente no sea suficiente para revertir el resultado de las elecciones, que parece estar escrito desde hace tiempo. La incógnita, impensable años atrás, es si la ciudadanía lo va a aceptar.
Un régimen oxidado
Lukashenko cumple este mes 66 años, lo que significa que fue presidente casi el 40% de su vida. Su llegada a la cúspide del poder político bielorruso fue rápida y algo inesperada. Nació y creció en Kopys, un pueblo ubicado en la región de Vitebsk, en lo que era la República Socialista Soviética de Bielorrusia (RSSB), uno de los miembros fundadores de la Unión Soviética.
Tras servir unos años en la Guardia de Frontera, tuvo un breve paso por el Ejército Soviético entre 1980 y 1982. Antes de enlistarse, se afilió al Partido Comunista, condición necesaria para que lo pusieran a cargo de una granja colectiva cuando dejó el uniforme. En 1990, cuando la URSS empezaba a desmoronarse, fue nombrado diputado del Soviet Supremo de la RSSB, el órgano legislativo. Al año siguiente, fue el único que votó en contra de la disolución de la Unión Soviética.
El país se independizó el 25 de agosto de 1991 y se rebautizó como República de Belarús, llamada comúnmente Bielorrusia por su nombre en ruso. Desde ese momento, Lukashenko fue ganando relevancia en el Consejo Supremo de Belarús —heredero del Soviet—, que había pasado a ser la principal autoridad política nacional. Pero pocos creían que podía ganar las elecciones presidenciales de 1994, en las que competía contra Vyacheslav Kebich, primer ministro, y Stanislav Shushkevich, presidente del Consejo Supremo.
Fueron los únicos comicios competitivos de la historia bielorrusa, y Lukashenko se impuso en la primera vuelta con el 45% de los votos, frente a 17% de Kebich. El ballotage fue la primera de sus victorias arrasadoras: superó por 80% a 14% a su rival. Una de las claves de su triunfo fue su retórica populista, que denunciaba las reformas liberales y la occidentalización que estaba en marcha en las ex repúblicas soviéticas, y que reivindicaba el pasado estado-céntrico.
En 1995, Lukashenko impulsó un referéndum en el que sentó las bases del orden que continúa vigente hasta hoy. Por un lado, restituyó los principales símbolos patrios de la era soviética, que habían sido abandonados tras la independencia. El único cambio es que la hoz y el martillo desaparecieron de la bandera y del escudo nacional. Por otro lado, recortó drásticamente el poder del Consejo Supremo —al año siguiente sería disuelto—, la única fuente de resistencia a su dominio. Así pasó de inquilino a dueño del estado.
Ningún observador internacional considera hoy a la Bielorrusia de Lukashenko una verdadera democracia. El índice Polity IV, uno de los más respetados del mundo, le asigna a su sistema político un puntaje de -7. El mínimo es -10. Freedom House la puntúa con 19 sobre 100 en su índice de Libertad Global, la cifra más baja para un país europeo. Por eso se habla de Lukashenko como el último dictador de Europa.
Mientras mantuvo cierta estabilidad política y económica, el modelo autoritario pudo sobrevivir sin enfrentar grandes amenazas. Pero le está costando cada vez más ofrecer a la población esas módicas prestaciones. El estancamiento de la economía es alarmante. En el último lustro, el PIB promedió 0,1% de crecimiento anual.
“Debido al tiempo que lleva en el cargo, hay fatiga en los votantes. Lukashenko es un dinosaurio del pasado soviético, sin nada nuevo que decir y sin políticas claras, que demostró incompetencia en el manejo del coronavirus. Dijo que el vodka, la sauna y el trabajo duro curarían la enfermedad. Además, hay ejemplos de progreso en los países vecinos, a lo que se suma la influencia de la Unión Europea, donde los jóvenes viajan para ir de vacaciones y trabajar. Hay nuevas generaciones que ahora son votantes, como quienes nacieron en Belarús —tras la disolución de la URSS—, y hay una creciente clase media”, explicó Taras Kuzio, profesor del Departamento de Ciencia política de la Universidad Nacional de Kiev, consultado por Infobae.
La pandemia exacerbó todos los males preexistentes. No solo porque se anticipa una contracción económica del 6% como mínimo este año. Sino porque un “hombre fuerte” que cercena cualquier forma de oposición en nombre de la protección de los intereses del pueblo y de la nación, se mostró absolutamente incapaz de proteger.
Lukashenko prefirió no imponer restricciones severas, pero no en el marco de una estrategia racional como hizo Suecia. Tras varios meses en los que minimizó al virus, cuestionó la “psicosis” de otros países y siguió jugando al hockey sobre hielo —su pasatiempo favorito—, esta semana contó que contrajo el virus y se jactó de elimiarlo “permaneciendo de pie”, casi como si se tratara de algo heroico. Las cifras oficiales indican que murieron 585 personas y se infectaron 68.700.
En este clima de descontento creciente, muchos bielorrusos vieron en Svetlana Tikhanovskaya una esperanza de transformación. Esta mujer de 37 años, maestra de inglés sin ninguna experiencia política, que dice que preferiría hacer cualquier otra cosa antes que ser candidata a presidente, pero que lo sintió como una misión tras el arresto de su marido, encarna la contracara perfecta de Lukashenko.
“Creo que Svetlana Tikhanovskaya y sus dos socias se han convertido en los símbolos del cambio. Ella es carismática y ha mostrado un estilo inusual al tratar con grandes multitudes. Pero no tiene planes claramente enunciados, porque no es una política y nunca esperó presentarse. Representa la ira popular contra el presidente por mostrar desprecio a la población de Belarús, burlándose de una pandemia mientras tantos sufren. Esa, creo, es la principal razón por la que ahora es impopular. Hay razones secundarias como el fracaso de la economía, su longevidad en el poder y su falta de visión. Pero sobre todo ha perdido la fe de los ciudadanos y nada de lo que haga ahora cambiará eso. Ellos quieren algo diferente”, dijo a Infobae David R. Marples, profesor de historia de Europa del Este en la Universidad de Alberta, Canadá.
En lugar de presentar una gran plataforma política sobre los cambios que necesita el país, Svetlana se limitó a prometer la liberación de los presos políticos y la convocatoria a elecciones libres. El compromiso sería darle a Bielorrusia la posibilidad de repensar cómo quiere ser gobernada.
“Tiene un estilo abierto, fresco, franco, honesto y eficiente, de una ama de casa ‘del pueblo’, que declara cosas como estas: ‘No soy política, no quiero el poder, ni siquiera soy demasiado competente para ello. Mi único deseo es tener elecciones transparentes y honestas. Hay candidatos dignos y capacitados que fueron descalificados que pueden ser elegidos después y cambiar el país’. Este discurso cercano a la realidad es más convincente que el oficial. Esta elección es la más difícil para un anciano que ha perdido completamente el sentido de la realidad”, sostuvo Anna Zadora, doctora en ciencia política e investigadora de la Universidad de Estrasburgo, en diálogo con Infobae.
El día después de las elecciones
Más allá de la expectativa que despiertan los comicios de este domingo por el inédito vigor que alcanzó la campaña opositora en las últimas semanas, no hay muchas razones para pensar que el resultado va ser muy diferente al de los anteriores. Como ocurre con casi todos los regímenes autoritarios contemporáneos, el secreto de la perpetuidad de los líderes está en la manipulación del sistema electoral de modo tal que se habilite cierta participación opositora, pero que esta no tenga forma de sumar un número significativo de votos.
Para eso es crucial el filtrado de partidos y candidatos que pueden presentarse, para dejar afuera a cualquiera que pueda ser peligroso por sus ideas o por su capacidad de liderazgo. Pero también es muy importante tener el control absoluto de todos los órganos de control y frustrar los intentos de supervisión independientes, de modo que no haya forma de probar de manera fehaciente las irregularidades que se cometen en los centros de votación, como el relleno de urnas con boletas del presidente.
“La curva de aprendizaje de los dictadores es similar en todas las regiones geográficas y especialmente cuando se trata de la misma persona —dijo Polese—. No hay razón para que la tecnología política, incluyendo el amaño de elecciones, cambie sin una motivación o razón real para hacerlo. Los comicios siempre han sido manipulados y considerados injustos según las misiones internacionales de observación. Lo que a veces cambia es el nivel de manipulación, ya que los autócratas están en un proceso de aprendizaje constante y pueden encontrar nuevas técnicas. Esto puede ir desde la intimidación hasta el control de los comités electorales o el hackeo de los sitios de votación. Pero una vez que piensas que esta es la norma, porque lo has hecho durante años y tu realidad está distorsionada, no hay razón para que te detengas”.
Observadores de la Oficina de Instituciones Democráticas y Derechos Humanos de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa denunciaron en 2015 que, además de negarles el acceso a todas las instancias de control, las autoridades electorales ni siquiera informaron la cantidad total de boletas distribuidas, lo que abría la puerta a cometer todo tipo de abusos. En una muestra de cómo evolucionan las estrategias de manipulación, el Gobierno anunció el viernes que votó de manera anticipada el 22,5% del padrón, mucho más que en cualquiera de los comicios anteriores. Al margen de que no hay ninguna autoridad mínimamente confiable que pueda dar cuenta de la integridad de esos sufragios, es una buena manera de desalentar la participación de los ciudadanos que tienen cierta ilusión de cambiar al gobierno.
“No creo que haya la más mínima esperanza de una elección libre y justa —dijo Marples—. Ya llevó a los trabajadores de las fábricas a los colegios electorales para que voten de forma anticipada, bajo amenaza de despido si no lo hacen. Son votos en cabinas abiertas, sin controladores. Todos votan como se les ordena. El resultado está predeterminado: Lukashenko ganará con algún porcentaje entre el 70 y el 85 por ciento. Pero habrá mucha gente en las calles de Minsk el domingo y el lunes, y será interesante ver qué pasa. El punto de reunión no es el centro de la capital, sino el Museo de la Guerra en la Calle de los Vencedores, un lugar muy difícil de controlar por la policía”.
Un nuevo triunfo de Lukashenko no garantiza su continuidad en el poder. Su gobierno está ante un dilema difícil de resolver. Si el resultado es muy ajustado —hipótesis poco probable—, la oposición se fortalecería aún más y podría afirmar de manera creíble que, de no haber existido tantos mecanismos fraudulentos, habría ganado. Sería un escenario muy desestabilizador.
Pero otra victoria con 70 u 80 puntos de diferencia también sería problemática. Sería considerado una burla demasiado grande por una ciudadanía que está mucho más movilizada que en el pasado. Envalentonaría a quienes creen que la salida está en la calle, no en las urnas.
Esa es la mayor preocupación de Lukashenko. “Los que quieren otro presidente no deben ir a la plaza pública, sino al centro de votación”, dijo esta semana. Es que desde la independencia no se veían manifestaciones tan multitudinarias como las que convocó el trío liderado por Svetlana. Por eso, la pregunta es por la reacción ciudadana el domingo a la noche y los días siguientes.
El Gobierno apela a la represión como disuasivo. La organización de derechos humanos Viasna informó que más de 1.000 manifestantes pacíficos fueron arrestados en los últimos dos meses, y que cerca de 200 pasaron hasta 15 detenidos. No parece suficiente por ahora.
“Después de 1994, Bielorrusia nunca tuvo elecciones transparentes. Esta no será la excepción. La Comisión Central anunciará la victoria de Lukashenko, pero lo más difícil será el después. No hay más recursos, ni económicos, ni comunicativos, ni políticos, ni geopolíticos, para pagar la lealtad de los altos funcionarios, del Ejército, de la política, sin hablar de los simples ciudadanos. La relación con Rusia es realmente complicada, sobre todo después de la detención infundada de ciudadanos rusos miembros de la compañía militar privada Wagner. Y la gente vio una luz de esperanza para los cambios y para una vida mejor, representada por el equipo unido, eficiente y creíble de Tikhanovskaya, Babariko y Tsepkalo, así que puede manifestarse en contra de la reelección. No es seguro que todos los policías ejecuten las órdenes contra los manifestantes”, afirmó Zadora.
En un intento desesperado por recuperar algo de respaldo, Lukashenko está agitando el fantasma de una presunta intervención rusa. Bielorrusia y Rusia son íntimos aliados desde hace muchos años, al punto de formar una unión que permite a los ciudadanos de cada país entrar y salir del otro con total libertad. Lukashenko y Vladimir Putin tenían hasta hace poco una estrecha relación personal.
Pero en 2018 comenzó un distanciamiento, impulsado por la búsqueda de mayor autonomía por parte de Lukashenko, que chocó con los anhelos de integración creciente por parte del Kremlin. El presidente bielorrusio tuvo algunos acercamientos con Occidente, como comprarle petróleo a Estados Unidos, y hasta se atrevió a meterse con algunos intereses rusos en el país, como un banco subsidiario del Gazprombank.
En este contexto, la Policía arrestó el 29 de julio en Minsk a 33 mercenarios rusos del Grupo Wagner y los acusó de planear un ataque terrorista para desestabilizar al país antes de las elecciones, sin dar ningún detalle. Luego acusó a sus rivales de estar coaligados con Moscú para impulsar una “revolución de colores”, como se conoce a los movimientos que derrocaron a gobiernos autoritarios en Europa del Este en las últimas décadas.
Lo curioso es que casi todos ellos, como el Euromaidán en Ucrania en 2014, tuvieron una clara impronta antirrusa y prooccidental. Es difícil creer que Putin estaría interesado en eso. No sería descabellado pensar que los mercenarios estuvieran allí precisamente para evitar otro Euromaidán.
“El concepto de elecciones libres y justas nunca existirá bajo el mando de Lukashenko —dijo Kuzio—. Nunca permitirá una segunda vuelta, porque entonces todos los que lo odian votarían por el otro candidato. No va a permitir una derrota y va a apelar al fraude electoral. Por otro lado, en Bielorrusia hay un gran número de personas que votarán por la estabilidad, por salarios pagados a tiempo, porque no haya corrupción ni oligarcas, como en Ucrania y Rusia. Esos son sus partidarios, que viven en pequeñas ciudades y en pueblos, sucumben al populismo, tienen bajos ingresos y nivel educativo, y muchos son ancianos, nostálgicos de la URSS. Lukashenko es un nacionalista bielorruso que utiliza el pasado soviético para legitimar la república. A Rusia le gustaría cambiarlo por alguien que no sea tan molesto, pero que siga siendo prorruso. Putin envió a los mercenarios de Wagner para que estuvieran en Bielorrusia en caso de amenaza de una revolución de colores”.