El peruano Juan Minaya Bonilla, de 65 años, enfermó de COVID-19 y fue ingresado en una clínica de Lima. Tras fallecer en junio, su hija, Jacqueline, recibió una factura de cerca de 50.000 soles (unos 14.200 dólares), adicionales a los 97.000 soles (cerca de 28.000 dólares), que ya había desembolsado.
“Me tuve que endeudar, prestar dinero”, relata Jacqueline a Efe, quien explica que no fueron a una clínica porque quisieran “una atención privilegiada”, sino que lo hicieron después de “recorrer todos los hospitales del Seguro Social (EsSalud)” y no encontrar cama, cuando a su padre ya le faltaba oxígeno.
La historia de Jacqueline y su padre ilustra una faceta más de la pandemia y pone de relieve las duras consecuencias que muchos sufren en países con sistemas sanitarios más liberalizados, donde al sufrimiento por el coronavirus se suman las penurias financieras.
LA INFRAFINANCIACIÓN DEL SISTEMA PERUANO
Perú, el sexto país del mundo con mayor número de contagios confirmados de COVID-19, afrontó el inicio de la pandemia con un agónico sistema de salud público que aseguraba apenas 100 camas de UCI con ventiladores mecánicos, para sus cerca de 33 millones de habitantes.
El Gobierno estableció el 16 de marzo el confinamiento nacional, en medio de la carrera contra el virus para dotarse de más ventiladores.
Pese a la estricta cuarentena, las cifras de contagios siguieron en aumento: Las escenas de dolor por falta de atención en las Emergencias ocupaban la parrilla de los telediarios. Además de ventiladores, empezaban a faltar camas hospitalarias, sillas en las salas de Emergencia y oxígeno.
Fue en esas condiciones que Jacqueline no encontró cama para su padre, quien finalmente fue ingresado durante 22 días en la clínica limeña Jesús del Norte, hasta que el 30 de junio murió, tras lo que se reveló que solo los gastos de farmacia estaban sobrevalorados en 38.442 soles (cerca de 11.000 dólares), y que su caso no era el único.
Además de la sobreestimación de precios, las clínicas privadas también han sido denunciadas por falta de atención o negligencia, como denuncia Atenas Yactayo sobre lo que ocurrió con su padre, Walter Yactayo, un taxista de 65 años que murió tras 14 días internado.
Según Yactayo, su padre ingresó el viernes 13 de junio a la clínica Jesús del Norte con una saturación que bordeaba 95 % de oxígeno, y que se mantuvo así la primera semana, hasta que empezó a sentirse mal por la desatención.
“Le autorizaron a tener su silla de ruedas, pero nadie se la pasaba. No tenía atención, su cama estaba mojada. Nos decía tengo frío; hasta se cayó de la cama”, señala a Efe la joven universitaria, cuya familia abonó 63.000 soles (unos 17.577 dólares) para la atención de su padre, y tras la muerte, la clínica le notificó que debía 9.000 soles más (unos 2.511 dólares).
Cuando la clínica se enteró de que Yactayo había presentado una denuncia por negligencia a la Superintendencia de Salud, ente supervisor, esta le ofreció “cerrar el caso” por un abono de 20.000 soles (unos 5.580 dólares). Yactayo no ha aceptado la propuesta porque quiere que se investigue la situación de estrés que vivió su padre, que podría haber agravado su estado de salud.
A la luz de estas denuncias, el 24 de junio pasado, el Gobierno de Perú puso un ultimátum a las clínicas privadas para que acordaran una tarifa social que sería pagada por el Estado. La cifra se fijó en 50.000 soles (unos 14.000 dólares) para aquellos pacientes de COVID-19 que fueran referidos por falta de camas en hospitales a las clínicas privadas.
FACTURAS DE HASTA 22.600 DÓLARES EN CHILE
Más de 3.000 kilómetros al sur, en Santiago de Chile, Fabián Rodríguez, de 40 años, pasó más de tres semanas internado en la UCI de un hospital y ahora, ya recuperado, calcula que le puede llegar una factura de 80 millones de pesos chilenos (unos 101.730 dólares).
Rodríguez detalla a Efe que está adscrito al Fondo Nacional de Salud (Fonasa), que es el sistema sanitario público de Chile, pero cuando fue a tratarse no fue considerado como prioritario para ser atendido de inmediato y, al encontrarse mal, decidió acudir a una clínica del sistema privado, conformado por 12 Instituciones de Salud Previsional (Isapres).
En Chile, las facturas por estar hospitalizado en un centro público a causa de la COVID-19 pueden variar entre los 1,2 y los 18 millones de pesos (entre 1.500 dólares y 22.600 dólares, aproximadamente), según el tratamiento que requiera el paciente.
Las personas adscritas a Fonasa pueden estar exentas de pagar estas facturas, dependiendo de la edad y la renta (unos 10 millones de personas en el país, de acuerdo a fuentes de esa institución), mientras que el resto de afiliados a la salud pública tienen un copago que puede ser del 10 % o del 20 % de esas cantidades, aunque hay opciones de condonación acreditando una determinada situación socioeconómica.
Para otro tipo de afecciones, si una persona adscrita a Fonasa acude a un centro privado, el valor de la atención dependerá del convenio que ese centro tenga con la sanidad pública. En ese caso, los problemas de salud que supongan un alto coste tienen una cobertura de entre el 7 % y el 15 % por parte de Fonasa, mientras que el paciente abona el resto.
Sin embargo, esto cambió en mayo para los casos de COVID-19, y si un afiliado a Fonasa no puede ser atendido en su hospital público de referencia y va a un centro privado, el coste será el mismo que si hubiera sido tratado en la red pública.
Finalmente, los valores de la hospitalización por COVID-19 en centros privados para los afiliados a las Isapres varían según el plan que cada persona tenga contratado, dándose casos de facturas de más de 90 millones de pesos (unos 113.300 dólares), otras de 60 millones de pesos (unos 75.500 dólares) y también de 30 millones de pesos (unos 37.700 dólares) y hacia abajo.
“Yo fui al hospital público, pero no me quisieron recibir”, dice Rodríguez, quien, no obstante, considera que fue “una buena decisión” acudir entonces a una clínica privada, pese a la elevada factura que le puede llegar, ya que se encontraba muy enfermo.
“Estuve mal. De hecho, le avisaron a mi señora que se preparara para lo peor porque yo ya no reaccionaba”, recuerda Rodríguez, cuyo cuerpo no respondía a los tratamientos de ventilación mecánica, intubación y traqueotomía y estuvo al borde de la muerte en dos ocasiones, mientras se encontraba en coma por una neumonía por coronavirus.
La salud de Rodríguez comenzó a mejorar solo después de que se le aplicaran 2 dosis de Tocilizumab, un medicamento cuya dosis cuesta unos 1.800.000 de pesos chilenos (casi 2.300 dólares).
En el momento de ser internado en la clínica privada, Rodríguez no fue amparado bajo la Ley de Urgencia, que presupone que una persona en riesgo grave acude al centro que tiene más cerca, sea privado o público, donde tienen el deber de atenderle.
Al contrario, la clínica lo clasificó como un ingreso normal porque Rodríguez “llegó caminando”, lamenta.
Sin embargo, en el informe final de su hospitalización sí aparece registrado como acogido por la Ley de Urgencia, por lo que Rodríguez tiene la esperanza de que la factura final no sea tan elevada ya que en ese caso Fonasa asumiría gran parte del costo.
EE.UU. SE PASA A LA SANIDAD PÚBLICA
En el otro extremo del continente, Estados Unidos, que a menudo es puesto como ejemplo de las limitaciones y malos resultados de un sistema sanitario en que el sector privado ocupa un lugar prevalente, ha hecho una excepción con la COVID-19 y se ha convertido momentáneamente en un sistema público de facto.
Eso se ha logrado a través de dos grandes medidas: por una parte, un paquete de 100.000 millones de dólares aprobado por el Congreso y firmado por el presidente Donald Trump en abril que compensa a los hospitales por cualquier gasto relacionado con pruebas y tratamientos de COVID-19 en el que incurran.
La medida, por tanto, permite a las personas sin seguro médico que se infecten o teman haberse contagiado de coronavirus acceder a hospitales y servicios médicos privados sin tener que desembolsar un solo dólar, puesto que el Gobierno corre a cargo de la factura.
Por otro lado, para aquellos que sí tienen seguro médico pero que normalmente incurren también en gastos por copagos y otros costes fijados en los términos de cada póliza, las principales aseguradoras del país decidieron, al inicio de la crisis, eximir todos estos pagos adicionales por tratamientos relacionados con la COVID-19.
“Las facturas empezaron a llegar, una tras otra tras otra, con grandes cantidades como 14.000 dólares por aquí y 5.000 dólares por allá. Una de ellas por más de 100.000 dólares. Pero la responsabilidad financiera del paciente siempre era 0. Fue una gran sorpresa para mí”, explica a Efe David Lat, quien en marzo contrajo la enfermedad y pasó 17 días ingresado en el hospital.
La aseguradora de Lat, residente en Nueva York, asumió todos los costes de un tratamiento, que ascendió a 320.000 dólares, incluidos los aproximadamente 7.250 dólares que en condiciones normales le hubiera tocado pagar de su bolsillo por las condiciones de la póliza.
“No tuve que hacer nada, lo que es increíble puesto que normalmente en los procesos que afectan a las empresas aseguradoras, hay mucha burocracia, pero esto fue automático”, afirma Lat, que, eso sí, tuvo que asegurarse de que todas las facturas constaban explícitamente como tratamiento por la COVID-19, ya que en caso contrario, las políticas no lo incluyen.
Para EE.UU., que se encuentra en pleno debate sobre el modelo sanitario con destacados políticos como el senador y exaspirante presidencial Bernie Sanders que apuestan por un sistema completamente público, la experiencia con la COVID-19 está resultando una muestra de cómo podría evolucionar el sistema en los próximos años.
EFE