Entre dos y cuatro años. Ese es el tiempo que se suele necesitar para preparar una nueva vacuna como la del virus SARS-CoV-2, responsable de la pandemia de COVID-19. Durante ese tiempo se realizan múltiples ensayos clínicos con un alto número de voluntarios sanos. Y la vacuna solo se considera apta si se alcanzan buenos resultados en tres fases consecutivas en las que se examina su seguridad, eficacia y efectividad para brindar inmunidad duradera, esto es, proteger del agente infeccioso durante mucho tiempo (o toda la vida).
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La pregunta que a todos nos ronda es, ¿se puede acortar el proceso? Sí, solapando parcialmente las tres fases en el tiempo. Pero nunca por debajo de los 18 meses. Lo que en el caso de la COVID-19 implica esperar a la primavera (boreal) de 2021.
Las tres fases de los ensayos
La primera fase del ensayo clínico de una vacuna examina si induce toxicidades mortales o patologías graves en veinte o cien voluntarios sanos reclutados. Esta fase suele llevar como mínimo tres meses.
Le sigue una segunda fase en la que se evalúa la respuesta inmunológica frente al agente infeccioso, las dosis de la vacuna y el esquema de vacunación. Para ello se reclutan entre 200 y 500 voluntarios. Normalmente, en esta fase segunda se trabaja con voluntarios adultos entre 18 y 55 años, sanos, que no hayan pasado la infección. Y en el caso de pandemia actual de COVID-19, al ser los ancianos los más vulnerables, se incluye un grupo de individuos mayores de 65 años sanos.
En ambos grupos de voluntarios se prueba la vacuna completa. Pero a la mitad de ellos, elegidos al azar, en vez de la vacuna completa se les inyecta “placebo”, es decir, la formulación de la vacuna sin el antígeno del patógeno responsable de la respuesta inmunológica. Es deseable que los voluntarios convivan con el agente infeccioso para examinar si la vacuna puede proteger de la infección. En el caso de la situación actual del virus SARS-CoV-2, hay países en la primera ola de la infección y otros en la segunda ola. Esta segunda fase de ensayos suele durar al menos seis meses.
La fase tres tiene como objetivo comprobar la respuesta inmunológica a largo plazo. En esta fase se reclutan millares de voluntarios, normalmente entre treinta y cincuenta mil personas, con idénticas características y grupos que en la fase anterior. Es decir, estar sanos y no haber pasado la infección.
Al incluir un número muy alto de voluntarios, esta fase tiene un gran valor estadístico, tanto para poder detectar toxicidades secundarias, que hubieran pasado inadvertidas en la fase anterior y que nunca son toxicidades graves sino leves, como para establecer la eficacia de la vacuna. Normalmente se requiere que sea superior al 60%, aunque en el caso de COVID-19 la OMS propone exigir solo un mínimo del 30%, y considerar idóneo un 50%. Esta fase suele tener una duración mínima de seis meses, aunque lo más habitual son nueve o más.
Teniendo en cuenta todas estas fases, el tiempo mínimo de ensayos es de 15 a 18 meses.
¿Son realistas los anuncios de una vacuna para noviembre?
¿Sería posible tener entonces la primera vacuna de COVID-19 para octubre o noviembre, como se escucha ya en distintos medios? Si nos atenemos a las fases necesarias para su aprobación, no. Pero tampoco es recomendable. Entre otras cosas porque no solo hay que cumplir estas fases, sino que también hay que tener en cuenta la evaluación final de los resultados de la última fase por las agencias reguladoras y el seguimiento de los individuos vacunados.
Para colmo, una vez aprobada, hace falta cierto tiempo para producir la vacuna, pasarla por los controles de calidad y detectar posibles efectos secundarios. En el caso de la posible vacuna para SARS-CoV-2, para que tenga una cobertura global con un número muy alto de dosis haría falta añadir como mínimo unos tres meses más. Aunque ya hay compañías que la están empezando a fabricar antes de que pase por todos los ensayos con éxito, lo que si todo va bien podría acelerar también el proceso.
Por lo tanto, si todo sale bien con las vacunas en fase III actuales para la pandemia COVID-19, las fechas más probables serían a partir de enero o febrero del próximo año.
Los inconvenientes de ir con prisas
¿Pueden unos ensayos apresurados afectar a su eficacia? Si no se siguen estos plazos razonables de las tres fases completas de ensayos clínicos para la preparación de una vacuna, es muy posible que se vea afectada la eficacia, que discrimina los resultados entre individuos vacunados y no vacunados.
Llegados a este punto, conviene aclarar las diferencias entre eficiencia y eficacia de una vacuna:
Eficacia de una vacuna es el porcentaje de reducción de la incidencia de una enfermedad infecciosa en los individuos vacunados frente al grupo de individuos que no se vacuna (grupo placebo). Se mide en la fase tercera del diseño de una vacuna.
Efectividad de una vacuna es la capacidad de una vacuna de proteger frente a una infección cuando se aplica en condiciones reales, algo que se evalúa una vez completados los ensayos clínicos, con todas sus fases. Es decir, es la evaluación que se hace una vez está comercializada. Que también es importante.
Además, las prisas podrían impedir que se evalúe por qué en algunos sujetos no se consigue protección suficiente, si existe una razón genética para ello o si se puede modular la formulación de la vacuna para conseguir una protección adecuada universal.
Acelerando el proceso tampoco pueden evaluarse bien las toxicidades secundarias, ni las razones científicas de estas toxicidades. Esto último sería especialmente importante para individuos con ciertas patologías (diabetes, enfermedades cardiovasculares crónicas o respiratorias graves o cáncer), que en el caso del virus de SARS-CoV-2 son de alto riesgo y candidatos a vacunarse en las primeras etapas.
En resumen, se pueden acortar los tiempos para preparar una vacuna frente a un agente infeccioso que supone un gran desafío mundial. Pero siempre dentro de unos límites que no condicionen ni la eficacia, ni la efectividad, ni la seguridad de todos los posibles candidatos a vacunarse.
Carmen Álvarez Domínguez es bioquímica y bióloga molecular, profesora de Procesos Sanitarios en la Facultad de Educación e investigadora en Inmunoterapia, UNIR – Universidad Internacional de La Rioja, España.
The Conversation
Publicado originalmente por The Conversation