A nadie le convenía que cerrara el negocio: ni al dueño ni a los trabajadores, casi todos inmigrantes indocumentados inelegibles para el cheque de 1.200 dólares y otras ayudas federales.
Cuando una cocinera de esta pastelería en Miami, Florida, comenzó a sufrir una fiebre muy alta y dio positivo al COVID-19 a principios de julio, todos los trabajadores del local lo comentaron nerviosamente en secreto, pero llegaron al pacto tácito de ignorarlo y no dejaron de ir a trabajar.
El dueño también enterró el tema, a pesar de que la cocinera infectada había estado, como de costumbre, en contacto estrecho con el resto de los casi 10 empleados del angosto local.
“Nadie comunicó de manera formal que había un positivo entre el grupo, ni que debíamos hacernos la prueba para descartar que la enfermedad se siguiera regando. Todos actuamos como si el virus no existiera”, cuenta Saúl, un indocumentado cubano de 29 años que despacha en la pastelería y cuyo nombre fue cambiado por privacidad.
El miedo a perder el empleo y no poder conseguir otro, dice, fue más fuerte que el miedo a la pandemia misma.
Aunque no sabía exactamente qué hacer con los resultados, esa misma semana Saúl hizo una visita mañanera al abarrotado Centro de Salud Comunitario de Miami Beach, donde se sometió al examen del hisopado de manera gratuita. Cinco días después, el Centro le envió un mensaje de texto notificándole que era positivo al COVID-19.
Entonces tuvo que tomar una especie de decisión de Sofía, con la que no había manera de salir ganando: seguir trabajando para ganar un cheque imprescindible, a expensas de contagiar a sus compañeros y a los clientes de la pastelería, o dejar de trabajar hasta recuperarse y correr el riesgo de perder su renta y su trabajo de manera definitiva.
“Fue un conflicto interno muy grande. Una lucha conmigo mismo”, recuerda el joven, quien solo le comentó de su diagnóstico a una compañera de trabajo, “estaba ante una decisión práctica o una decisión moral. Lo pensé mucho, pero me dije: ‘tengo que seguir trabajando”.
Por esos días Florida —y en específico el condado sureño de Miami-Dade— había desplazado a Nueva York para convertirse en el punto más caliente de la crisis sanitaria por el coronavirus en Estados Unidos, y los casos diarios se contabilizaban en las cinco cifras.
Una plétora de negocios, pequeños y grandes, habían quebrado o estaban a punto. Casi 20 millones de estadounidenses estaban solicitado beneficios por desempleo, una cifra que luego se incrementaría en más de un 50%.
Ese alivio financiero, sin embargo, no aplicaba a Saúl ni a muchos de sus compañeros de trabajo en la pastelería.
El paquete de ayuda económica aprobado por el Congreso en marzo excluyó a los indocumentados como él, incluso a los que pagan impuestos. Sus cónyuges tampoco fueron elegibles para el cheque de 1,200 dólares, exceptuando unos pocos estados como California o Nueva York donde recibieron algún apoyo para renta y poco más.
La propia cocinera de la pastelería, dice Saúl, hizo un esfuerzo sobrehumano para continuar yendo al trabajo incluso con síntomas fuertes, pues necesitaba el dinero.
No está claro si, además de ellos dos, otros trabajadores o clientes se infectaron por las interacciones en el pequeño local, donde los empleados —con mascarillas y guantes— van y vienen por el estrecho pasillo detrás del mostrador, durante las ocho horas o más en las que coinciden casi a diario.
Para continuar leyendo, haga clic en el siguiente link.