Los hermanos Larrazábal constituyen toda una curiosidad histórica: a ambos, muy marciales y de reconocida trayectoria profesional, el destino les deparó una sorprendente ruta ferroviaria: Carlos, más cerebral, culminó su trayectoria en las altas jerarquías castrenses, condicionado por el rol político del hermano, aunque Carlos Julio Peñaloza lo dijo más atrevido en sus relaciones con los comunistas antes del derrumbe de Pérez Jiménez y Batista. Y, Wolfgang, más afectivo, hizo de su antigüedad el mejor pasaporte para saltar de la dirección del Círculo Militar a la presidencia de la Junta de Gobierno.
Cosas del azar, a Wolfgang, el más espontáneo y cordial, le correspondió andar por un riel antes impensable, contentándose Carlos con el suyo: aquél quedó muy probado a la hora de decidir, cuando maniobró felizmente ante el alzamiento de su ministro de la Defensa, Jesús María Castro León, yéndose del Palacio de los Deportes a La Guzmania con una firme voluntad.. Extremadamente popular, como pudo serlo otro que encabezara la transición, no tenía vocación para la diaria, dura y exigente lidia política y quizá, por ello, aceptó la embajada de Chile después de las elecciones de 1958 que también pudo ganar; cada vez que venía a Venezuela, generaba grandes movilizaciones y aclamaciones hasta plenar la vía de Maiquetía a Caracas; ligó su suerte a la del avispado Jorge Dáger y, ambos, alcanzaron sendas curules parlamentarias; y, ya para 1973, incluido en las planchas de AD, no pudo alcanzar la senaduría. No obstante, siempre gozó del reconocimiento institucional por ese vital y decisivo tránsito que tuvo por el poder y por lo afable que nunca dejó de ser.
Tentados por la política-ficción, o historia contrafactual, no imaginamoscon optimismo lo que hubiese ocurrido de haber ganado los comicios y la locomotora hubiese tenido que trepar la cuesta, después de 1959. Las conspiraciones de derecha y de izquierda, en un oleaje de violencia que tuvo por epicentro La Habana, requerían de un conductor experimentado, claro en las ideas, persistente en sus propósitos, aglutinador de voluntades y, con todo el respeto que merece Wolfgang Larrazábal, difícilmente hubiese podido superar no una, sino centenares de pruebas y, a la vez, gobernar para el avance de un país que maquilló la dictadura de concreto armado; se nos ocurre que tampoco Arturo Uslar Pietri lo hubiese hecho, ni Jóvito Villalba algo más atolondrado que receló de las capacidades de Alirio Ugarte Pelayo, como tampoco Martín Vega que sonó tantas veces como líder emergente de los independientes, dedicado Eugenio Mendoza a lo suyo.
Tres circunstancias permitieron empujar el pesado ferrocarril, sobrecargado de expectativas y oportunidades que las vicisitudes de la Guerra Fría buscaron descarrilar. La una, que hubo líderes experimentados que el país conocía, por sus posturas y procederes, desde añales atrás, aunque hicieron el grado definitivamente con la llamada década militar; la otra, que organizaron sus eficaces partidos de cuadros, muy bien calibrados, recogiendo la experiencia antidictatorial, capaces de hacerse partidos de masas cuando les llegó el momento; y, luego, pudiendo pactar con los numerosos partidos que la coyuntura paría, añadidos los sagaces independientes, tuvieron el tino y la determinación de hacer de Puntofijo un trípode eficaz para el instante inicial, aunque no hizo suficiente mella el extravío de un URD infiltrado.
Érase el conductor conocido y medido por el momento histórico que, además, hacía escuela, lo que nos fuerza a una mirada hacia el presente: ¿quiénes lideran intransigentes con sus principios, esta lucha ya de veinte años en un XXI que no ha comenzado, desde la oposición? ¿Cuáles actores reales trascenderán a los actores meramente circunstanciales a lo Larrazábal? ¿De quiénes se sabe lo que dijeron e hicieron por todos estos años, capaces de empujar la pesada locomotora cuando se vayan los que ahora ejercen el poder, por nada resignados?