El ejercicio del profesional del derecho, formado en una universidad de amplio reconocimiento, se hizo cada vez más difícil, duro, arduo, complejo. Más de las veces, comprensivo con los honorarios a cobrar a sus clientes. Por una parte, unas vulgares copias certificadas del expediente, la daban por una astronómica cifra. Por otra, lo martillaban por cualquier pretexto para realizar una diligencia procesal. Y, para rematar, como dijo una vez alguien, tenía que demostrar que no sabía de derecho, porque el juez se las sabía todas. Frecuentemente, el magistrado nada sabía, no era parte de la carrera judicial e improvisaba sus decisiones, por más que todavía le quedaba un personal, el secretario o los escribientes que pudieran orientarlo. Poco a poco, bajo el socialismo, fueron bajando las causas civiles, mercantiles, laborales, agrarias, de tránsito. Cuando prosperaban las demandas, era imposible solventar un problema de invasión del inmueble, hacer efectiva una acreencia, obtener las cifras de inflación del Banco Central de Venezuela para la indexación de los salarios caídos, demarcar un fundo, o cobrar un choque automovilístico. El litigio fue un oficio de nostalgia. Y, como cada vez más la gente vendía sus bienes para sobrevivir, o los circuitos de la corrupción se apoderaban de ellos, el auge fue de lo registros y notarías con exigencias cada vez más sobrevenidas para hacerle la vida de cuadritos al usuario, mientras que seguían andando – a duras penas, los tribunales penales y los de la LOPNA. Cualquier cosa que se requiera en materia de justicia o que se acercara a ella, lo diligenciaban los gestores, simples gestores, ateniéndose a los formularios preelaborados, impresos o digitales. Más que la profesión, el ejercicio del derecho, como ciencia y como técnica, se hizo prescindible crecientemente, porque bastaba la arbitrariedad de los decisores de ocasión que ni siquiera, a nivel ejecutivo, llenaban los más elementales requisitos del acto administrativo.
Dejé de ejercer el derecho, desde el mismo instante que aspiré y fui electo diputado por vez primera, en 2010. Amo mi carrera inmensamente, pero aún más el compromiso que tengo de contribuir a salvar a Venezuela de las garras del socialismo. Pero veo que está desapareciendo lenta, pero segura, la noble profesión del abogado en Venezuela. Taquilleros, gestores, meros tramitadores de documentos, por ejemplo, hay muchos, pero están acabando con la especialidad. La propia enseñanza del derecho, ya no tiene la prestancia, el estatus y prestigio de tiempos pasados y los viejos maestros no encentran suficiente reemplazo en las cátedras por el salario miserable de las universidades públicas y autónomas, siendo excepcionales las privadas que logran retener a los profesores de peso, conocimiento y experiencia.