Hic sunt dracones, «aquí hay dragones», es una cita de origen medieval que solía aparecer en los mapas junto a reptiles coriáceos y otras criaturas mitológicas para señalar los límites de lo conocido y, por ende, de lo peligroso. Los satélites y la cartografía ya casi han acabado con los rincones ignotos del globo terráqueo, pero el misterio acecha en el firmamento, más allá de los mapas, en el corazón de unos monstruos más reales que mitológicos: los agujeros negros.
Por abc.es
«Como los unicornios y las gárgolas, los agujeros negros parecen estar más en los territorios de la ciencia ficción y la mitología antigua que en el universo real», como ha escrito Kip Thorne, experto en agujeros negros del Caltech y Nobel de Física en 2017 por la primera detección de ondas gravitacionales. Según J. Craig Wheeler, astrofísico de la Universidad de Texas: «Casi cualquiera comprende el simbolismo de los agujeros negros como fauces abiertas que todo lo tragan y nada dejan salir».
El comecocos cósmico
Se puede decir que los agujeros negros son un auténtico «comecocos» de la materia, de la energía y hasta del espacio. En su superficie hay un punto de no retorno, el conocido como horizonte de sucesos, a partir del cual nada puede escapar a la gravedad, nada, ni siquiera la luz, por lo que no es posible verlos directamente. Además, cualquiera que se acercase demasiado a ellos podría acabar «espaguetizado», o lo que es lo mismo, desgarrado por su inmensa gravedad hasta las partículas fundamentales. Por si esto fuera poco inquietante, un observador externo vería a la víctima congelada en el tiempo, en la superficie del agujero, mientres éste ya habría desaparecido: «En el espacio nadie puede oírte gritar; en un agujero negro, nadie puede verte desaparecer», dijo el astrofísico Stephen Hawking.
En el interior del agujero negro, la curvatura del espacio-tiempo se hace infinita en un punto, la singularidad, de densidad también infinita. «Una singularidad es un lugar, o un momento, donde las ecuaciones de Einstein que gobiernan el espacio-tiempo se rompen, y la relatividad pierde su poder predictivo», ha explicado Frans Pretorius, catedrático de Física de la universidad de Princeton especializado en la relatividad. «Por eso, para entender las singularidades haría falta una nueva teoría, quizás una teoría cuántica de la gravedad como la teoría de cuerdas». De momento no la hay y los científicos están completamente a ciegas en cuanto a lo que puede estar ocurriendo en el «estómago» de estos monstruos.
A pesar de todo, los investigadores no se han amilanado ante estas «criaturas» voraces y misteriosas. Tras siglos de vicisitudes, teorías y demostraciones, los experimentos han permitido acercarse, más que nunca, a la guarida de los dragones, en busca de un hermoso tesoro de conocimiento. Precisamente, esta misma semana, Roger Penrose, Andrea Ghez y Reinhard Genzel recibían el premio Nobel de Física por sus investigaciones sobre agujeros negros. Sus trabajos han requerido enfrentarse a los misterios de las singularidades o medir la posición de una estrella con una gran precisión: comparable a la de distinguir una piedra de un centímetro en un estadio de fútbol construido en la Luna.
La singularidad que Penrose hizo más natural
Se puede decir que el Nobel de Física ha reconocido aspectos muy diferentes en el premio compartido por Penrose y la pareja Ghez y Genzel. En primer lugar, la Academia Sueca de Ciencias ha galardonado a Roger Penrose por «el descubrimiento de que la formación de agujeros negros es una predicción robusta de la teoría general de la relatividad». Es decir, ha reconocido una investigación basada en demostraciones matemáticas, que fue revolucionaria en unos años en los que los agujeros negros pasaron de verse como un concepto curioso a una realidad posible: era la edad dorada de los agujeros negros. ( Aquí puedes leer una breve historia).
«Durante décadas, los físicos, incluyendo a Albert Einstein, trataron de demostrar por todos los medios que los agujeros negros no podían existir», ha explicado Marcia Bartusiak, profesora de Escritura científica en el Instituto de Tecnología de Massachusetts y autora de «Agujeros negros» (Ariel). «Pero en 1965, Roger Penrose escribió la prueba definitiva de que un agujero negro es inevitable cuando una estrella lo suficientemente masiva, muere, y colapsa por acción de la presión gravitacional hasta un punto singular».
José Luis Fernández Barbón profesor de física teórica de la Universidad Autónoma de Madrid y experto en estos objetos precisa qué aportó el científico británico: «Antes de Penrose, los agujeros negros se describían usando soluciones muy particulares de las ecuaciones de Einstein. Pero demostró que los agujeros negros eran muy naturales, en el sentido de que se forman en situaciones de colapso gravitacional bastante general».
Además de eso, Frans Pretorius ha añadido: «Penrose hizo muchas importantes contribuciones a la relatividad, y algunas de ellas estarían entre los más importantes artículos desde Einstein». En relación con los agujeros negros, estas contribuciones «incluyen los llamados teoremas de la singularidad, que muestran que cualquier agujero contiene una singularidad de algún tipo», ha proseguido.
Además de esas demostraciones, rigurosamente demostradas con cálculos matemáticos, la otra aportación de Penrose es «la conjetura de la censura cósmica, que afirma que las singularidades que se pueden formar en el universo están siempre escondidas, “vestidas”, por el horizonte de sucesos de un agujero negro», es decir, más allá del alcance de un observador externo. Quizás lo más interesante de esta conjetura es que apuntala muchos de los cálculos que se hacen hoy, como los que vinculan ondas gravitacionales y agujeros negros.
El misterio de los agujeros negros supermasivos
Junto a este esplendor de teorías de agujeros negros de los años sesenta y setenta hubo un esplendor de observaciones que cambiaron la forma de entender el universo. «En cuestión de unos pocos años, los astrónomos empezaron a encontrar evidencias observacionales de que los agujeros negros poblaban el universo», ha explicado Marcia Bartusiak. «Y no solo los pequeños. Las inmensas energías partiendo de los cuásares, los brillantes núcleos de galaxias lejanas, solo podían ser explicados por agujeros negros supermasivos de millones o miles de millones de masas solares». En seguida, se descubrió que en las galaxias había gigantescas plantas de energía, cuyo giro y campo magnético expulsan enormes cantidades de energía en chorros espectaculares.
Junto a estas brillantes emisiones, en forma de rayos X, se detectaba también ondas de radio provenientes del centro de la Vía Láctea, que hacían pensar en la presencia de otro gigantesco agujero negro. Pero: «Todas las evidencias de que estos sistemas albergan agujeros negros era circunstancial», ha explicado Frans Pretorius. «Sin embargo, el lento y constante trabajo de Andrea Ghez y Reinhard Genzel, durante décadas, apuntado a Sagitario A*, dio límites mucho más claros de lo que debe ser un agujero negro».
No obstante, ni así hay una certidumbre absoluta de que en el corazón de la Vía Láctea hay un agujero negro: «Para estas observaciones astronómicas, nunca se puede afirmar algo al 100%, y por eso el Nobel habla de “objeto compacto”, pero si lo que hay no es un agujero negro como el predicho por la relatividad, debe de ser algo tan compacto como uno, lo cual es un descubrimiento remarcable en sí mismo». Efectivamente, la Academia Sueca de Ciencias le ha concedido a Ghez y a Genzel el Nobel de Física por por «el descubrimiento de un objeto compacto supermasivo en el centro de nuestra galaxia».
¿Qué se esconde en el centro de la Vía Láctea?
«El premio Nobel fundamentalmente ha reconocido una medida MUY robusta de la masa —de dicho objeto compacto en el centro de la Vía Láctea—, que es de 4.3 millones de masas solares», ha explicado Stefan Gillessen, astrofísico del Instituto Max Planck para Física Extraterrestre, la institución dirigida por el Nobel Reinhard Genzel, también implicado en las observaciones galardonadas.
No existen las básculas cósmicas, pero sí que se puede inferir la masa de un gran objeto por la velocidad y la órbita de los cuerpos que orbitan a su alrededor (como si se quisiera medir la masa del Sol analizando los movimientos y tamaño de la Tierra).
Para medir la masa en el centro de la Vía Láctea, los astrofísicos se fijaron en una estrella muy brillante y extremadamente rápida llamada S2 que está en la zona central. Mientras que el Sol tarda unos 225 millones de años en dar una vuelta alrededor de la galaxia, ésta completa una vuelta en 16 años: su velocidad máxima es de cerca de 8.000 km/s, mientras que la Tierra se mueve como mucho a 30 km/s alrededor del Sol.
Gracias a medidas muy precisas de la velocidad y órbita de S2, junto a las leyes de Newton, pudieron definir la masa del centro de la Vía Láctea. «A partir de ahí, pasamos a la siguiente fase», ha recordado Gillessen. «Nos preguntamos: ¿Con cuánta precisión podemos medir la órbita? ¿Podemos ver las desviaciones de la órbita impuestas por la relatividad?».
Gracias a los últimos avances en interferometría, que permiten combinar muchas antenas para mejorar la resolución de las observaciones, y usando longitudes de onda que atraviesan el polvo y el gas que se arremolina en el corazón de la Vía Láctea, pudieron situar con gran precisión la posición de S2. Tras 30 años de trabajo, en el que participaron decenas de científicos, confirmaron que experimenta dos fenómenos predichos por la relatividad: el desplazamiento al rojo de la luz, a causa del tirón gravitacional de grandes masas, y la precesión de Schwarzschild, un fenómeno que también se había observado en Mercurio y por el cual las órbitas de los objetos en torno a grandes masas no están siempre en el mismo punto, sino que se adelantan ligeramente, formando una especie de roseta como la que hay bajo estas líneas.
Por tanto, estas observaciones apuntalaron la idea de que existe un agujero negro supermasivo en el centro de la Vía Láctea y en las otras galaxias; confirmaron las predicciones de la relatividad y mostraron, una vez más, lo importante que es para la ciencia ese juego entre las mejoras tecnológicas de los instrumentos, la teoría y las observaciones.
«Tanto Ghez como Genzel pasaron muchos años recogiendo abrumadoras evidencias de que nuestra Vía Láctea alberga un agujero negro supermasivo, que en el pasado fue un cuásar y que se encenderá de nuevo cuando nuestra galaxia colisione con Andrómeda, dentro de 4.000 millones de años», ha comentado Marcia Bartusiak.
Además, cree que ambos «dieron apoyo a la idea de que hay un agujero negro supermasivo en cada gran galaxia de nuestro universo. Y podría ser que cada generación de una galaxia y, por tanto, nosotros, dependa de la presencia de un agujero negro supermasivo. Por eso, es interesante pensar que nuestra propia existencia podría no haber surgido sino hubiera sido por los agujeros negros».
Una nueva edad dorada
Con el paso de las décadas se ha ido constatando que los agujeros negros no solo están en el centro de las galaxias, con masas equivalentes a millones o miles de millones de soles, sino que además vagan por el espacio, con varias o unas decenas de masas solares, tras la muerte de algunas estrellas. Desde hace dos décadas, incluso se baraja que estos objetos puedan explicar el enigma de la materia oscura, si al comienzo del universo se hubieran formado los conocidos como agujeros negros primordiales. Y ahora, como ya ocurrió hace décadas, los nuevos instrumentos prometen revolucionar lo que conocemos.
«Quizás mi opinión está un poco sesgada —ha dicho Frans Pretorius— pero realmente creo que vamos a entrar en una segunda era dorada de los agujeros negros, y que va a ser gracias a las observaciones».
En 2015 los científicos hicieron la primera detección directa de las ondas gravitacionales, unas distorsiones del espacio-tiempo emitidas por la fusión de agujeros negros de decenas de masas solares, con los observatorios LIGO y Virgo (reconocido con el Nobel de Física en 2017). Además, el año pasado se publicó la primera imagen del horizonte de sucesos de un agujero negro, el agujero negro supermasivo M87*, gracias al Telescopio del Horizonte de Sucesos (EHT).
«Las observaciones tuvieron un papel crucial cuando los científicos se tomaron en serio el concepto de agujeros negros durante la primera edad dorada, en los años sesenta», ha proseguido Pretorius. «Ahora, con los datos de LIGO, Virgo, el EHT y las futuras misiones (…) creo, y espero, que haremos descubrimientos muy profundos que no puedo anticipar».
«Los agujeros negros se están revelando como objetos centrales en la física del nuevo siglo», ha explicado José Luis Fernández Barbón. «Hace mucho que hablamos de ellos, pero es justo ahora cuando estamos en condiciones de estudiarlos en detalle con diferentes instrumentos. En las próximas décadas, este flujo de datos no hará más que crecer. Podríamos aprender muchas cosas inesperadas…».
En cuestión de una década se pondrán en marcha observatorios revolucionarios, como el Telescopio Einstein o el observatorio espacial LISA, que tendrán capacidad de detectar las ondas gravitacionales procedentes de la fusión de agujeros negros supermasivos o de detectar agujeros negros muy primitivos. Según algunos científicos, será como inaugurar un campo de la astronomía de ondas gravitacionales de alta energía, de igual forma a cuando, hace décadas, se inauguró la astronomía de rayos gamma o de rayos X.
«Los radioastrónomos podrán aumentar el tamaño de sus radiotelescopios (…) y ganar todavía más resolución para tomar imágenes de agujeros negros», ha explicado Marcia Bartusiak. «Estamos al comienzo de una nueva maravillosa visión del Universo».
Además de eso, se avanzará en lo que viene a conocerse como astronomía de múltiples mensajeros, una especie de acumulación de varios «sentidos» para percibir o estudiar el cosmos. «Mientras que la radiación electromagnética (óptica, radio, rayos X o gamma) proporciona evidencias indirectas para los agujeros negros —ha continuado Bartusiak— las ondas gravitacionales son generadas por los propios agujeros negros y son una fuente directa de conocimiento sobre sus propiedades».
Los límites de lo conocido: la gravedad
Los agujeros negros están sin duda en el centro de todos los focos: «No me sorprendería que los hallazgos del Telescopio del Horizonte de Sucesos—que publicaron la primera imagen de un agujero negro en 2019— recibieran el Nobel», ha comentado Marcia Bartusiak. Gracias a ellos, es posible ir mucho más allá, y acercarse a los hasta ahora impenetrables secretos de la gravedad.
Esta fuerza domina en el universo y está perfectamente descrita en nuestro entorno por la ley de la gravedad de Newton (con ésto bastó para que los astronautas se posaran en la Luna). De hecho, los efectos de la relatividad no empiezan a manifestarse hasta que no se está en el entorno de un potente campo gravitacional: «Por eso es que los agujeros negros son tan importantes para nuestra comprensión de la gravedad; son la prueba definitiva para las ecuaciones de Einstein», ha comentado Marcia Bartusiak.
De momento, se ha podido demostrar que la relatividad funciona en todas las condiciones, pero hay un problema: mientras que se ha observado que las otra interacciones de la naturaleza siguen las reglas de la mecánica cuántica, la gravedad no lo hace: «Por eso, no entenderemos los agujeros negros hasta que no hallemos la teoría de la “gravedad cuántica”, una teoría que muestre cómo la gravedad actúa a la escala submicroscópica», según la escritora.
En 1974, Stephen Hawking, para varios investigadores, merecedor también del Nobel de Física de 2020, emprendió los primeros pasos, al describir la radiación de Hawking y al mostar que los agujeros negros pueden estar evaporándose lentamente (tanto, que llevaría mucho más tiempo que la edad del universo para que lo hicieran por completo). Por tanto, lo que según las reglas de la relatividad es un horizonte de sucesos liso y fantasmal, para Hawking era un extraño lugar donde hay partículas en movimiento y transformación.
«El agujero negro es ahora un laboratorio de pruebas», ha concluido Marcia Bartusiak. «Las respuestas llegarán cuando los físicos puedan por fin fusionar la gravedad con la mecánica cuántica». Hasta entonces, estos misteriosos objetos son la frontera de lo conocido.