“¡Llévense a esta cosa lejos de mí!”. Eso fue lo primero que dijo Betty McCrickett cuando los médicos intentaron ponerle, luego del parto, a su diminuta beba en brazos.
Por infobae.com
Quedó claro, desde el mismo momento en que nació, el 26 de mayo de 1957, en Newcastle upon Tyne, Gran Bretaña, que Mary Flora Bell no estaba destinada a una vida fácil.
Betty tenía solamente 16 años, se drogaba, tomaba alcohol en exceso y vivía del sexo sadomasoquista con extraños. Ejercer la prostitución con una beba sería un verdadero incordio, le complicaba la vida. Fue por eso que al poco tiempo, cada vez que debía viajar a Glasgow, empezó a dejarla con cualquiera o, incluso, sola. La maternidad era un total fastidio para ella.
Mary nunca supo quién fue su padre. Cuando la bella e intensa Betty se casó con Billy Bell, un tiempo después, y él le otorgó el apellido, la pequeña quiso creer que este hombre era “ese” padre que no había conocido. Pero lo único que se comprobó, con el correr del tiempo, fue que Billy Bell era un delincuente peligroso y borracho que terminó preso por robos a mano armada.
Adopción, pastillas y caídas
Durante toda su infancia Mary se hizo pis encima. La enuresis de su hija ponía furiosa a Betty. Con rabia frotaba en su cara las sábanas mojadas. O ponía el colchón al sol para que se secara a la vista de todos y así humillarla en público. Disciplinar con látigos tampoco era algo raro para Betty, ella utilizaba esos elementos en sus juegos sexuales pagos. Y, aunque tuvo dos hijos más, el mayor problema lo tenía siempre con Mary.
Tenía solo dos años cuando Mary intentó, en la guardería, ahorcar a otro niño. Una maestra jardinera desbarató su intento diciéndole que no debía hacer eso. La pequeña le respondió con frialdad: “¿Por qué? ¿Podría matarlo?”.
Betty, molesta con el trabajo que su hija le daba, intentó sacarse a Mary de encima de mil maneras. La primera idea que tuvo fue darla en adopción. Era el año 1960 cuando la entregó, fuera de una clínica de abortos, a una mujer perturbada que estaba por irse a Australia. la hermana de Betty, la había seguido sospechando sus intenciones. Llegó justo a tiempo para rescatar a su sobrina de las manos de esa mujer.
Pero Betty siguió ensayando formas para deshacerse de su hija. Un tiempo después, le dio muchas píldoras para dormir diciéndole que eran “caramelos”. Las pastillas azules estaban mezcladas con caramelos reales que llevaba de regalo la tía Cath. Mary terminó en una guardia. Los médicos pensaron en una travesura infantil, no en una madre potencialmente asesina. Cath y su marido, sin embargo, no estaban convencidos del accidente y se ofrecieron a adoptar a Mary. Betty se negó de manera tajante.
Más adelante, ocurrió otra intoxicación. Mary engulló un puñado de pastillas de hierro de su madre y perdió la conciencia. Debieron lavarle el estómago.
Hubo, además, varias caídas, que parecieron fortuitas. Un día Mary cayó de un alto ventanal. En los estudios que le practicaron, se observó daño cerebral. Los especialistas lo atribuyeron al porrazo bestial. Años después, se concluyó que ese daño en la corteza prefrontal se debía más bien a los violentos abusos de su madre. La corteza prefrontal es el área del cerebro que coordina las emociones, lo cognitivo, la toma de decisiones y es la responsable de un comportamiento social adecuado. También es dónde se dirimen nuestros juicios acerca de lo que está bien y lo que está mal. Esa herida en el cerebro podría provocar conductas socialmente inaceptables… Y eso, efectivamente, es lo que ocurriría con Mary Flora Bell unos años después.
Cumplidos los 4 años, según contó la misma Mary a una escritora que escribió sus memorias, Betty la empezó a obligar no solo a ver sino también a participar de actos sexuales con hombres. A los 5, presenció la muerte de un amiguito cuando un ómnibus le pasó por encima.
La violencia extrema y los abusos estaban perfilando exitosamente a la niña psicópata. Mary era muy inteligente. Se volvió extremadamente manipuladora y una experta en caminar por el filoso borde de la crueldad. Su cara angelical, sus inescrutables ojos azules, su flequillo denso, su cuerpo menudo, su perfecta nariz, sus modos suaves y calmos… nada delataba al demonio que crecía en ella.
Ensayos para el horror
Semanas antes de su primer crimen Mary ya estaba actuando de manera extraña. El 11 de mayo de 1968, mientras jugaba con un primo de 3 años, el pequeño cayó desde la cornisa de un techo, aterrizó en el cemento y quedó gravemente herido. Los padres del niño pensaron que había sido un accidente (mucho tiempo después Mary admitiría haberlo empujado).
Al día siguiente, tres madres fueron a la policía a relatar que Mary Bell había intentado ahorcar a sus hijas. Las autoridades concluyeron que Mary era solo una pequeña de 10 años, de conducta difícil por la vida que llevaba. Todo quedó en la nada y no se presentaron cargos.
Ese mismo día, Mary y su amiga Norma Bell, de 13 años -de casualidad, esta chica llevaba su mismo apellido y vivía en la casa de al lado, sobre Whitehouse Road-. intentaron ahogar a una niña en el arenero. Pauline, así se llamaba, fue arrojada al piso y, mientras una la sostenía, la otra le metía puñados de arena en la boca. Después de un rato aterrador, Norma la dejó escapar. Pauline se fue corriendo.
Lo ocurrido en esos días habían sido ensayos generales para los planes que tenía Mary. Disfrutaba causando daño a otros y ya lograría su cometido.
Lo consiguió, finalmente, cuando el sábado 25 de mayo de 1968, justo el día antes de cumplir 11 años, asesinó a su primera víctima. Eran casi las 15.15 horas cuando llevó a Martin Brown, de 4 años, a una casa abandonada, cerca de las vías del tren. Lo ahorcó presionando con sus propias manos.
Al no encontrar al niño, la familia de Martin se movilizó rápido. El cuerpo fue hallado por otros chicos que entraron a jugar al lugar. Estaba boca arriba, cerca de una ventana, en el primer piso de esa casa en desuso. La policía no encontró muchas pruebas en el cadáver. No presentaba señales de gran violencia física. Solo vieron un poco de sangre en su saliva y un frasco de analgésicos, vacío, a su lado. Asumieron que Martin las había consumido por error y que su muerte había sido un triste accidente.
Mary estaba excitada. Cuanto más pequeñas y vulnerables sus víctimas, mayor placer obtenía. Después de matarlo, volvió al lugar con su alma gemela Norma Bell. Quería alardear ante ella y mostrarle lo que había hecho. Pero donde había abandonado a Martin encontraron que ya se había congregado mucha gente. Las echaron del sitio. Mary, entonces, quiso ir a avisarle a la familia de Martín. Necesitaba disfrutar de lo que podían provocar sus acciones en los demás. Encontraron a la tía a quien Mary le anunció que había habido un accidente, que seguro que el bebé hallado era Martin y que el lugar “estaba lleno de sangre”.
La familia de Martin aceptó, al principio, la idea de la ingesta accidental de medicamentos, pero cuando empezaron a ver el comportamiento de la pequeña Mary Bell cambiaron de parecer. Algo no estaba bien.
Al día siguiente, 26 de mayo, Mary pasaba su undécimo cumpleaños en la casa de Norma. En medio de la jornada quiso estrangular a la hermana de su amiga de 11 años. Los gritos alertaron al dueño de casa quien sorprendió a Mary con las manos sobre el cuello de su hija. Le dio un sonoro cachetazo y la echó.
Un día más tarde Mary Bell se apareció extrañamente en la puerta de los Brown y pidió ver a Martin. Su inconsolable madre le explicó muy gentilmente que Martin estaba muerto, que no podría verlo, era imposible. Mary la sorprendió con su fría respuesta: “Ya sé que está muerto. Quiero ver su cuerpo en el ataúd”.
La madre de la víctima, June Richardson, le pegó un portazo en la cara.
Anuncios verdaderos
Las chicas Bell estaban sedientas por experimentar más adrenalina. Así que se colaron en una enfermería en Scotswood y la vandalizaron. En ese lugar, dejaron cuatro notas escritas por ellas en la que Mary se responsabilizaba del asesinato de Martin Brown. Y, además, prometía volver a matar.
La policía consideró las notas de las estrafalarias menores, una mala broma.
Mientras tanto, Mary Bell se jactaba con sus amigos de haber matado a Martin, pero estaba frustrada porque no le creían. Se le reían en la cara y la llamaban mentirosa. Hasta que, unas semanas después, apareció otro niño muerto. Entonces, todos empezaron a dudar.
El miércoles 31 de julio de 1968, Mary y Norma Bell, observaron a Brian Howe de 3 años. Estaba entre un grupo de chicos mirando la demolición de unas casas en el pasaje Rat Alley. Mary no lo dudó. Lo convenció con sus artimañas para que fuera a jugar, con ella y con Norma, a un terreno baldío. Allí, entre bloques de concreto y arbustos salvajes, le tapó con sus dedos durante un largo tiempo la nariz y lo estranguló. Cuando vieron que Brian ya no respiraba y estaba azulado, abandonaron el cadáver. Pero Mary no resistió el impulso y retornó a la escena del crimen con una hoja de afeitar y un par de tijeras. Escribió sobre el cuerpo del pequeño sus iniciales. No quería que esta vez hubiera dudas sobre quién había sido. Dibujó una “M” en la piel de su panza con la hoja de afeitar. Después, cortó con la tijera varios mechones del pelo rubio del bebé, le rayó los muslos y mutiló su pene.
Cuando la hermana de Brian, Pat, empezó preocupada a buscarlo, las hipócritas chicas Bell se ofrecieron a ayudarla. Mary, incluso, le señaló la zona de bloques de concreto en el baldío donde estaba el cuerpo. La hermana desestimó su ayuda diciéndoles que Brian no hubiera ido nunca a jugar a ese lugar. Mary insistió porque quería ver en directo el shock de Pat Howe al encontrar a su hermanito. Pero Pat se negó y siguió su camino.
El cuerpo de Brian fue hallado más tarde esa misma noche entre la maleza. El barrio entró en pánico.
El análisis forense detectó las letras grabadas en el cuerpo del menor y los daños en sus genitales. La M parecía haber sido primero una N a la que le habían agregado un palito. Los expertos sugirieron que el autor, debido a la ausencia de fuerza física en la perpetración del hecho, podía ser otro niño. Estaban en lo cierto.
Mary y Norma mostraron tanto interés en los dos casos que terminaron por despertar la atención de los investigadores. Norma se veía excitada; Mary, en cambio, se mostraba evasiva, sobre todo cuando le dijeron que ella había sido vista con Brian el día del crimen.
El detalle que la señaló
Cuando se celebró el entierro del menor, Mary fue observada merodeando su casa. Hubo testigos que la vieron mirar el ataúd y frotarse las manos con una cínica sonrisa, como en las malas películas de terror.
El espanto ya caminaba por el barrio y los padres entraron en pánico.
Mary incluso se burlaba de los otros niños que decían extrañar a las víctimas. Era demasiado alevosa su actitud, pero una chica de solo 11 años no encajaba con un asesino en serie.
El policía James Dobson, convocó a Mary para un segundo interrogatorio. Ella les hizo un cuento chino: dijo que había visto a un chico de 8 años pegarle a Brian aquel día. Además, aseguró que ese chico malo llevaba un par de tijeras rotas: “Eran como plateadas, con algo que no estaba bien, como si una de las hojas estuviera rota o doblada”, explicó muy detallista.
Ese fue su gran error y el que la terminó implicando. La mutilación de los genitales de Brian no había sido revelada todavía ni a la prensa, ni al público.
Lo de las tijeras solo podía saberlo el asesino real. La tenían. Esa pequeña que no perdía el control y de tétrica sonrisa, era la principal sospechosa.
Las entrevistas con las chicas Bell continuaron y ellas terminaron por quebrarse e intentaron inculparse mutuamente.
Norma decidió cooperar e implicó a Mary. Incluso dijo haber intentado que su amiga no estrangulara a Brian. Aseguró que Mary le había dicho, a modo de explicación: “Le aprietas el cuello y presionas sus pulmones, así es como lo matas”.
Mary admitió haber estado allí, pero acusó a Norma de todo. Norma relató algo más sobre la muerte de Brian: “Sus labios estaban violetas. Mary recorrió sus labios con sus dedos. Ella decía que le gustaba hacerlo…”.
Mary enojada le dijo al policía que la interrogaba: “No estoy haciendo ninguna declaración. He hecho un montón de declaraciones. ¡Siempre vienes por mi! Norma es una mentirosa, siempre intenta meterme en problemas”. En otro momento, aseveró hipócrita: “Yo no podría matar a un pájaro por el cuello o la garganta… eso es horrible”.
Finalmente, en agosto, las dos fueron detenidas y acusadas de dos cargos de asesinato en segundo grado.
Condena a la niñez
El fiscal le dijo al jurado que la única razón de Mary Bell para asesinar era experimentar “el placer y la excitación de matar”.
El 17 de diciembre de 1968, Mary Bell fue absuelta del cargo de asesinato, pero condenada por “asesinato en segundo grado debido a su falta de responsabilidad”. El jurado lo decidió así luego de escuchar los resultados de las pericias psiquiátricas que se le habían realizado. Según los profesionales, manifestaba claros indicios de psicopatía. El psiquiatra David Westbury, sostuvo que la acusada tenía un claro desorden psicopático y cuando el juez le consultó si conocía algún lugar a dónde se la pudiera derivar dijo que no y, agregó, que consideraba que el tratamiento para tan severa dolencia podía tomar años.
El doctor Orton vio en ella “una falta total de empatía”. Además, durante el juicio se supo que había maltratado animales y que no mostraba ningún tipo de remordimiento por los homicidios. “Solo le preocupa su propia detención”, declaró Orton.
Los peritos calígrafos certificaron que las notas halladas, en la enfermería intrusada, habían sido escritas por ambas chicas.
Una frase de las tantas declaraciones de Mary golpeó por su crudeza a los presentes en las audiencias: “Me gusta lastimar a la gente”.
El juez Cusack, sostuvo en su alegato final que Mary representaba un gran peligro para otros chicos: “Es mi deber proteger ante todo a otra gente. Ella representa un grave riesgo para otros niños si no es observada continuamente de cerca y hay que tomar todos los recaudos posibles para ver que no cometa, de nuevo, hechos como estos, por los que ha sido juzgada y hallada culpable…”.
El jurado demoró tres horas y cuarenta minutos para llegar al veredicto. Fue sentenciada a prisión indefinida. Norma, en cambio, fue absuelta de ambos cargos.
Por primera vez, Mary Flora Bell lloró desconsolada.
Su madre y su abuela, estaban sentadas en un banco de la sala. Betty, con su larga peluca rubia y una actitud teatral enmarcada en un coro de lamentos, encarnaba a una vistosa madre muy mal interpretada.
Mary fue enviada al reformatorio Red Bank, en Lancashire. En ese mismo lugar sería encerrado, décadas después, otro niño asesino de 10 años: Jon Venables, uno de los dos que ultimaron con crueldad a James Bulger de 2.
Desde el momento en que fue presa, Mary fue centro de atención de la prensa británica y de la exitosa revista alemana Stern. Betty la visitaba y supo aprovechar su fama para vender, en varias oportunidades, historias acerca de ella. Su propio beneficio económico estaba, otra vez, ante todo.
En 1977, Mary Bell ocupó de nuevo los titulares de los medios cuando escapó de la prisión semiabierta de Moor Court, con su compañera Annette Priest. Dos días después, fue hallada en compañía de dos hombres de 29 y 32 años y devuelta a la cárcel. Tenía ya 20 años.
Mudanzas, cambios de nombre y garantías
Poco antes de salir en libertad, Mary, fue derivada a una residencia donde conoció a un hombre casado. Ella misma contó que él le había dicho que “me iba a demostrar que yo no era lesbiana (…) Era difícil para mí no pensar en el sexo como algo sucio”.
De esa experiencia quedó embarazada. Mary enfrentó, entonces, una “crisis moral”. No quería tener a ese hijo, pero dudaba porque pensaba en la ironía que “lo primero que haría, luego de doce años en prisión por matar a dos bebés, era matar al mío propio”.
Sintió que no tenía elección, y ese bebé no nació.
El 13 de mayo de 1980, Mary Flora Bell, fue liberada de la prisión abierta Askham Grange, en la que vivía. Tenía 23 años. Desde entonces viviría escapándole a sus muertos.
Su primer trabajo, ¡increíblemente!, fue en una guardería local. Por suerte, los agentes de su libertad condicional coincidieron que era un empleo inapropiado para ella. Volvió a vivir con su madre; luego conoció a un hombre y quedó nuevamente embarazada.
El mes de mayo marcó siempre la vida de Mary Bell. En mayo, nació. En mayo, asesinó por primera vez. En mayo, tuvo a su única hija, en el mismo exacto día en que se cumplía el decimosexto aniversario de su primer crimen: el 25 de mayo de 1984. Una coincidencia macabra.
A su hija Mary no le contó nada de su oscuro pasado y luchó contra el sistema para obtener su custodia definitiva. Tiempo después, se enamoró de otro hombre y se fueron a vivir los tres a un pequeño pueblo. Vivía con el miedo constante a ser descubierta. Algo que ocurrió en numerosas ocasiones. Cuando eso pasaba, debía escapar cubierta por mantas y bajo el diluvio de gritos de los vecinos que la llamaban “asesina”.
De hecho, una de las tantas veces que se descubrió su identidad, los mismos padres del colegio al que asistía su hija, exigieron que la retirara de la institución.
En 1993, cuando ocurrió el crimen de James Bulger de dos años en manos de dos niños de 10, su caso volvió a ocupar los titulares de los amarillos tabloides británicos. Nadie la había olvidado. Y debió cambiar de domicilio.
Cobrar por contar lo incontable
En el año 1998 Mary colaboró con la escritora Gitta Sereny para un libro sobre su vida. Para ello le hizo un racconto pormenorizado de los abusos que había sufrido en manos de los clientes de su madre que ejercía el sexo dominatrix (prácticas de sadomasoquismo, dominación o sumisión).
Sereny ya había escrito, en 1972, El caso de Mary Bell. Pero ahora, para su nuevo libro El grito no escuchado: la historia de Mary Bell, necesitaba escuchar el testimonio de la protagonista de primera mano. Por su colaboración para este libro, Mary Bell recibió 150.000 dólares a moneda de hoy.
La prensa no demoró en enterarse del pago y se desató una feroz polémica. ¿Cómo era posible que una asesina convicta lucrara con su historia? Hasta el mismo premier británico, Tony Blair, intentó impedir el lanzamiento del libro: un criminal no debería recibir dinero por sus crímenes, dijeron. Pero no hubo caso, se publicó de todas maneras.
Los periodistas encontraron a Mary y a su hija y acamparon en los alrededores de su casa. Las autoridades tuvieron que mudarlas, una vez más, tapándolas con sábanas debido a la curiosidad y el odio que despertaba Mary.
Mary exigió que se otorgara el derecho al anonimato a ambas. El 21 de mayo de 2003, The Guardian informó que, a Mary y a su hija, se les había concedido el anonimato de por vida.
Su historia también formó parte del libro Chicos que matan, de Carol Ann Davis, publicado en 2004. Sus crímenes inspiraron películas, episodios de programas de televisión, series documentales y canciones de bandas heavy metal.
En enero de 2009, Mary Bell se convirtió en abuela a los 51 años. A su nieto también se le garantizó el anonimato. Esto volvió a generar gran conmoción social. Los presos empezaron a solicitar los mismos derechos que se le habían dado a Mary Bell.
A esa norma se la pasó a conocer como el “Decreto Mary Bell”.
La madre de Martin Brown, June Richardson, quien murió en 2013 debido a un cáncer de pulmón, dijo enojada a los medios: “Espero que cuando mire a su nieto recuerde a los dos pequeños que asesinó. Nunca la perdonaré”. Sin embargo, aseguró que apoyaba el pedido de anonimato para su hija y nieto, que contra ellos no tenía rencor.
Los familiares de las víctimas repudiaron las garantías que le dieron a la asesina diciendo que a ellos no se les había garantizado nada. La madre de Brian Howe, Eileen Corrigan, opinó espantada: “Todo el mundo habla sobre ella y ella debe ser protegida… Como víctimas no tuvimos los mismos derechos que los asesinos”.
Hoy Mary Bell tiene 62 años. Vive con su pareja desde hace décadas, con su hija de 36 y su nieto de 11, en algún lugar de Gran Bretaña, gracias a sus identidades protegidas.
Si bien ya nadie cree que ella represente algún peligro para otros, no es menos cierto que tampoco la quieren de vecina o cerca de sus niños.
Las manos de Mary Bell ya no aprietan y matan. Parecen haber aprendido, contra todos los pronósticos, a acariciar.