El único poder que le faltaba reconquistar al chavismo (¿o al madurismo?) era el Legislativo. Y lo acaba de asaltar, de la forma que ha acostumbrado al país en los últimos de los más de 20 años de revolución: haciendo pasar lo ilegal como legal, lo ilegítimo como constitucional, a través de unas elecciones sin casi rival opositor, con el árbitro a favor y sin ningún tipo de garantías democráticas.
Queda así despejado el camino totalitarista de Nicolás Maduro, por si alguien aún tenía dudas de que lo que venía era el régimen de partido único y de una neodictadura, en un país que amanece más que polarizado, absolutamente fracturado, en lo social, lo político y lo económico.
Pero esta victoria, si se puede llamar así, le ha costado sangre al chavismo, si se analiza que estos comicios para la Asamblea Nacional eran de alguna forma una especie de plebiscito sobre el régimen en sí mismo. Se dejaron contar. Y a juzgar por la escasa participación, de apenas 31 por ciento del electorado, la calificación es más que deficitaria.
Como diría uno de los brutales “poetas” de la revolución –Diosdado Cabello–: en Venezuela “el que no vota no come”. A la luz de la pírrica victoria y de sus dichos, 69 % de los venezolanos no tendrán cómo llevar pan a la mesa, como si esto fuera una novedad en la era chavista para este sufrido pueblo, con o sin elecciones.
¿En qué queda el gobierno interino de Juan Guaidó? La pregunta del millón. Su legitimidad se basaba en su cargo como presidente del Parlamento, pero el 5 de enero dejará de serlo, al menos en lo que corresponde a los términos estrictamente constitucionales. Impulsa una consulta popular incierta para apoyar su tesis de la continuidad constitucional, y sigue teniendo a su favor el apoyo de más de 60 países y, por lo visto, el del entrante Joe Biden, en EE. UU., que previsiblemente buscará dar un golpe de mesa apenas se posesione. ¿Será suficiente? Con los chavistas nunca lo ha sido.