Elita García Salas jamás imaginó tener que vivir en una residencia donde el piso es de cemento, la humedad la enferma y no siente tranquilidad. Su vida en Venezuela era casi perfecta. Trabajaba como oficial jefe de la policía y abogada, con su propia casa de tres plantas, “con todos los servicios, todos los lujos”.
Por Karen Sánchez / voanoticias.com
Pero la vida le dio un giro inesperado. Ahora, está desempleada -pues su embarazo ya cursa el séptimo mes- y, desde que llegó a Colombia, ha mantenido a su familia, junto a su esposo, a punta de arreglarles las uñas a sus clientes.
Al entrar al edificio donde reside, hay poca luz. Las paredes parecen golpeadas por los años, se ve una sombría escalera que conduce a los otros niveles, vidrios y puertas rotas. Su humilde hogar huele a humedad, a incertidumbre.
“Me vine a Colombia por… la crisis que estamos pasando y, aunado a eso, los contantes problemas que uno enfrenta al no estar de acuerdo con las políticas de nuestro país”, le contó la mujer, madre de dos hombres de 8 y 21 años, a la Voz de América.
Mientras habla sentada en un sofá desajustado, su hijo menor la abraza, luego juega con una gata que camina sobre el piso de cemento. El comedor, la nevera, una bicicleta y una improvisada repisa con elementos de aseo conforman la sala principal. El baño está viejo, las paredes peladas y tres baldes hacen la labor de recoger el agua de una ducha eléctrica con los cables por fuera.
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Para Elita, vivir en un lugar así le quita el aliento: “El motivo de vivir en un pagadiario es por la razón de que muchas personas colombianas no nos quieren arrendar apartamento y, si los arriendan, nos piden una garantía y nadie nos va a servir de fiadores… porque muchos venezolanos han cometido delitos acá, han quedado mal y eso nos ha llevado a pagar más de lo que se debe acá en arriendo”, cuenta.
Por ejemplo, paga 25.000 pesos diarios (casi 7 dólares) es decir, 750.000 pesos (un poco más de 200 dólares) mensuales que, según ella, “no los vale, porque sí tú ves el establecimiento, no tiene piso, en unas malas condiciones y hay que cancelarlo porque no vamos a dormir en la calle con los niños”.
Después de subir las escaleras rotas y peladas, sin pintura de este edificio, está la casa de Yoleida Romero, quien arregla los juguetes de los niños, para que la sala no se vea desordenada. Alza un poco lo que hay sobre la mesa del comedor y lo lleva a la cocina su cocina, enchapada con badosines viejos y rotos, con un mesón en cemento, donde yacen desbaratas y oxidadas ollas.
Esta mujer llegó hace dos años a Bogotá, desde Maracay, con sus hijas (de 29, 27 y 21 años) y sus nietos (de 3, 4, 5 y 7 años). En su país, tenía un restaurante, el cual cerró porque “no tenía cómo mantenerlo”. “Había mucho desempleo, muy difícil para comprar la comida… no nos alcanzaba a veces”, agrega.
En Colombia, ha pasado por varios oficios: trabajó como cocinera y aseadora en restaurante, limpiando hoteles, o cuidando niños. Junto a su hija, nieta y su yerno pagan una residencia de una habitación, una sala, cocina y un baño. Tienen dos camas donde duermen los cuatro.
“Ahorita, estamos reuniendo porque ya estamos un poquito mas cómodos aquí, estamos reuniendo porque trabajamos los tres”, cuenta esta mujer que además afirma que es muy difícil alquilar un lugar por un año, no solo por la falta de recursos sino porque a veces son, según ella, son discriminados: “Uno que otro que no quieren mucho a los venezolanos, que vemos unos que somos más honrados que otros”.
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A pocas cuadras de allí, hay una casa que apenas están arreglando, pues las paredes, pisos y techos se encuentran desajustados. Al subir, se ve un pasaje con aproximadamente ocho puertas cerradas. Cada una corresponde a una habitación donde, en su mayoría, viven inmigrantes venezolanos.
Allí reside Yulimar Acuña. Afortunadamente, para ella y sus cinco hijas, su habitación está recién remodelada. Huela a pintura.
Hace cuatro años vive en Bogotá. En Venezuela, esta administradora de empresas trabajó en la empresa estatal PDVSA, pero dice que antes de migrar, su sueldo alcanzaba para un huevo y sus hijas estaban desnutridas. “Siendo profesional, mi salario no me rendía para cubrirle los gastos a las niñas (de 18, 15, 9, 7 y 5 años). Era una situación demasiado crónica… y eso lamentablemente me obligó a migrar de mi país”, contó Yulimar a la VOA.
Esa pequeña habitación sirve de tocador, dormitorio, sala y comedor. Comparte el baño y la cocina.
Aunque se dedica al empleo informal, no ha podido conseguir algo estable. Pero se siente tranquila porque sus pequeñas pueden estudiar en Colombia.
Por ahora, no piensa regresar a Venezuela, pero extraña su casa propia, que según ella, cuenta los servicios y todas las comodidades: “Lamentablemente, ahorita, nos tocó diario. Hubo un tiempo que sí logramos una mensualidad, pero no siempre es igual, no siempre tenemos para pagar la mensualidad”, dice.
Problemas de convivencia
Para Elita, este tipo de residencias albergan muchas personas con diferentes caracteres. El día a día en un pagadiario “es fuerte porque uno tiene que vivir al gusto de los demás, nadie respeta tu tranquilidad, la bulla, la música a alto volumen”, afirma.
Por su parte, Yulimar sabe que vivir en un pagadiario no es fácil, pero afirma que mientras se mantenga aislada “evitando tener inconvenientes” va a estar bien.
En el caso de Yoleida, dice que lo mejor es “saber sobrellevar a las personas. Unas son más tranquilas que otras”. “Uno tiene que tener mucha paciencia en el sentido que tienes que hacerte de la ‘vista gorda’ apara no tener problemas con nadie. Y estar al día con tu pago porque, si no estás al día con tu pago y reúnes muchos días, los dueños no están pendientes que si tienes niños o no, igualito sales”, cuenta la abuela.
Por toda la ciudad
En Bogotá, es común ver venezolanos que residen en estos lugares donde entran y salen familias todo el tiempo, para ir a comprar comida o trabajar. Generalmente, se ubican en sectores vulnerables de la ciudad, a los que la VOA tuvo acceso, a pesar de las negativas de muchos administradores de querer mostrar el lugar o al negar que albergaban inmigrantes.
Para uno de los administradores consultados por VOA y quien no quiso revelar su identidad, la casa que administra cuenta con todas las condiciones para que los inmigrantes vivan en buenos términos. Allí, dice, el 60 por ciento de sus inquilinos son venezolanos. Por ahora, tiene capacidad para 15 personas, pero al terminar de remodelar el lugar, cabrán hasta 35.
“Hay unas piezas, habitaciones, muy pequeñas que están entre entre 10, 15 y 17, 19.000 mil pesos (un poco más de 5 dólares) y ahí va incluido el agua, la luz, el internet, el gas natural, todos los servicios”, afirma.
Debido a la situación económica de algunos inquilinos y su inestabilidad para quedarse en algún lugar, las pérdidas llegan a un 40 por ciento: “A veces duran un mes, dos meses. Pagan bien unos días, otros días se van debiendo”, cuenta.
Aunque dice que es consciente de que algunos no pueden pagar las residencias, debe sacarlos, pues su casa es subarrendada y debe cumplir con la mensualidad: “Uno trata de tenerles paciencia, porque hay otros que en realidad sí les va mal. Vienen al otro día, le pagan a uno completo y allí están”, señala.
Además, señala que en su casa no viven muchos niños porque le preocupa la seguridad de los mismos: “Uno no sabe que otra persona esté por ahí, que empiece por allá a mirarlos, entonces más bien me evito que vivan con muchos niños … y que cuando se van a trabajar, se los lleven”, dice el administrador.