La agencia Edelman Intelligence publicó recientemente un estudio acerca de los niveles de confianza de las personas en las instituciones y empresas públicas y privadas en general. El informe dejó al descubierto que la confianza en las instituciones democráticas está en su nivel más bajo desde 2006. La desinformación es una de las causas de esta preocupante tendencia. Lamentablemente, en esta era de la post-verdad, algo irrefutable como la más simple de las operaciones aritméticas puede estar en entredicho. Como dice Edelman, estamos ante una bancarrota informativa. Una bancarrota que afecta, no solo la reputación de empresas, sino la estabilidad de las elecciones y de las instituciones claves para el orden democrático.
La demanda de Smartmatic, así como la de Dominion Voting Systems (otra empresa que fue vilipendiada tras la reciente elección en Estados Unidos), pueden abrir un nuevo camino en la lucha por la verdad. Al demandar por cantidades tan exorbitantes, crean un incentivo para que los medios y políticos inescrupulosos se abstengan de propagar mentiras. Quizá las demandas por difamación, en países con un sistema judicial que funciona, sean una vía más eficiente para combatir la narrativa del fraude.
Como director de Desarrollo Institucional de Transparencia Electoral, ONG que ha participado en la observación electoral de más de 30 elecciones alrededor del mundo, he sido testigo de primera fila de los perjuicios de la narrativa del fraude. Desde el referendo revocatorio de 2004 en Venezuela las teorías conspirativas alrededor de Smartmatic y de las tecnologías de votación no han cesado. Poco importó que expertos electorales y renombrados organismos multilaterales como el Centro Carter, la OEA, y la Unión Europea reconocieran los resultados electorales. Los políticos tenían su agenda. Prefirireron cantar fraude antes que aceptar la derrota.
Por distinta que se antojen las realidades de Venezuela y Estados Unidos, las teorías de los políticos para auto justificarse y alegar fraude son muy similares. Supuestos patrones estadísticos; hackeos rusos, cubanos y chinos; interrupciones del conteo; transmisión de votos a otros países. Pare usted de contar. No importa lo que digan los expertos ni lo que reflejen las auditorías.
En Estados Unidos poco importó que una coalición bipartita de autoridades electorales federales y estatales de su Departamento de Seguridad Nacional concluyera que las recientes elecciones de 2020 fueron “las más seguras de la historia de EE. UU.”. Sectores disconformes con los resultados se negaron a aceptar que Biden fue el vencedor de la carrera presidencial.
Tal como señalaron Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en “Cómo mueren las democracias”, la democracia norteamericana se ha sostenido en gran medida en reglas no escritas, que se pueden generalizar en dos principios: la tolerancia mutua y la contención institucional. Ambas se inscriben en el espíritu competitivo y la certeza de que en la política no hay victorias o derrotas definitivas, sino parciales. Lamentablemente, en las elecciones de 2016, 2018 y especialmente en 2020 estas reglas fueron violentadas, y el ex presidente Trump, así como algunos de sus funcionarios, llevaron sus prerrogativas institucionales hasta puntos nunca antes alcanzados con el objetivo de revertir los resultados.
Las elecciones no son hechos triviales. Los veredictos de las demandas de las empresas de votación repercutirán alrededor del mundo. Además de permitirle a estas empresas limpiar su reputación, se demostraría una vez más la exactitud de los resultados, y muy importante, estas demandas podrían sentar un precedente histórico en la región: las mentiras sí tienen consecuencias.
El autor es Director de Desarrollo Institucional de Transparencia Electoral. Licenciado en estudios internacionales por la UCV (Venezuela) y candidato a Magíster en estudios electorales por la UNSAM (Argentina). jesus.delgado@transparenciaelectoral.org / twitter: @JesusDValery