Bill Cosby se niega a asistir a los grupos de rehabilitación para agresores sexuales que ofrece el Correccional de Máxima Seguridad de Phoenix donde cumple sentencia a diez años desde 2018 por drogar y violar a la ex basquetbolista Andrea Constand.
Por infobae.com
“No tengo que tomar ningún curso, porque soy inocente. Hacerlo sería una admisión de culpabilidad”, le dijo a su vocero, Andrew Wyatt, el único visitante al que el comediante recibe en la cárcel.
Es otra determinación en la que, quien en los años 80 logró que la historia de una familia negra de clase media se convirtiera en el show más visto de la televisión durante cinco temporadas consecutivas, no parece dispuesto a claudicar: no quiere que la suya –su mujer por 57 años, Camille, y sus hijas, Erika, de 55, Erinn, de 54, y Evin, de 44– lo vea degradarse dentro de su uniforme de presidiario.
Amado durante décadas por millones que llegaron a conocerlo como el “padre de América”, a los 83 años, el actor tampoco renuncia al ejercicio de ese supuesto rol paternal. No solo no asiste a las clases contra la violencia sexual que son requisito para que pueda aspirar a la libertad condicional desde septiembre de este año, cuando cumpla tres de prisión efectiva: es él quien imparte charlas. Cosby, que siempre se presentó a sí mismo como un modelo de progreso para los afroamericanos, encontró en la cárcel un público ideal y cautivo para su mensaje.
Son centenares los que ya lo han escuchado en los encuentros motivacionales del programa Mann Up para empoderar hombres negros, donde es un asiduo orador. La mayoría se convenció de que es un preso político, pero también de que su supuesto martirio sirvió para que pudiera cumplir una misión superior: hablarles de la importancia de la familia y la educación, de cómo ser buenos ejemplos para sus hijos, y prepararlos para enfrentar los avatares de la vida después del encierro: de consejos para buscar trabajo, a cómo mantenerse alejados de las drogas.
“Nunca quise que me pusieran en un pedestal, pero es un privilegio”, dijo hace un año en una entrevista telefónica con BlackPressUSA que duró exactamente quince minutos: el tiempo que tienen los internos para hacer llamadas. En esa misma nota aseguró que estaba preparado para cumplir toda su sentencia porque, “cuando sea el momento de la audiencia por mi libertad condicional, no van a escucharme decir que estoy arrepentido. Yo estuve ahí. No me importa que venga un grupo de personas y hable de esto cuando no estuvo ahí. Ellos no saben.”
Pero aunque, por los tiempos de prescripción, Cosby solo pudo ser juzgado por atacar sexualmente a Constand después de drogarla en su casa de Philadelphia en 2004, la cantidad de mujeres que en efecto denunciaron “haber estado ahí” supera hoy la escalofriante suma de 60. En todas partes de los Estados Unidos y desde 1965, cuando ganó su primer Grammy como comediante, había abusado de sus víctimas con el mismo método.
Si alguna vez Bill Cosby fue un ícono de la cultura pop que representaba valores tan positivos como el ascenso social y la integración racial, la tapa de la revista New York en la que, en 2015, 35 mujeres lo acusaron públicamente y se animaron a contar sus historias de abuso, lo reveló como emblema de otra cara de esa cultura: la que las había silenciado y les había dado la espalda durante cinco décadas. Esa portada se convertiría a su vez en un símbolo del cambio de época, un signo de la unión de las mujeres que alzaban su voz en todo el mundo. Las víctimas, decía el título de la nota de Noreen Malone, habían dejado de tener miedo.
Un año antes, un pasaje del show del standupero Hannibal Buress en el que hablaba de Cosby se había vuelto viral: “Va a la tele y nos dice a las personas negras: ‘Súbanse los pantalones… Les puedo hablar desde arriba porque tuve una sitcom exitosa.’ See, bueno, pero violás mujeres, Bill Cosby, así que bajá la locura un par de decibeles… Supongo que solo quiero que les resulte raro ver las reposiciones de The Cosby Show. ¡La imagen de ese tipo es de teflón! Es una mierda, pero cada vez que digo esto, el público cree que lo estoy inventando…”.
Buress no estaba diciendo algo nuevo, solo lo estaba diciendo en otro momento: hacía ya una década que 14 mujeres habían acusado al comediante de violación. Constand –que conoció a Cosby cuando trabajaba en el departamento de atletismo de la Universidad de Temple, de la que él era consejero– lo denunció por primera vez ante las autoridades por drogarla y penetrarla con los dedos en 2005. Cuando su testimonio se hizo público, una abogada californiana se presentó en el programa Today y dijo que Cosby le había hecho lo mismo treinta años antes. Siguieron las revelaciones de otras doce mujeres que contaron historias similares. Pero la opinión pública las recibió con escepticismo. Se llegó incluso a decir que nada de lo que decían podía ser cierto, simplemente porque eran “inviolables”.
Durante el juicio por el caso Constand, el comediante admitiría que drogaba mujeres –en muchos casos, jóvenes modelos con problemas financieros– con Quaalude, un potente ansiolítico con efectos hipnóticos e inmovilizantes. No lo consideraba peor que invitarlas con unas copas, ni pensaba que eso pudiera tratarse siquiera de un abuso: si habían aceptado encontrarse con él, sugería su declaración, tenía derecho sobre ellas.
Las acusaciones contra Cosby también tardaron años en salir a la luz porque a veces hasta el propio entorno de las víctimas coincidía con la mirada del agresor: si habían ido a su casa, eran responsables. Como él mismo le repetía a cada una: “¿Quién te va a creer?”
Para 2014, la impunidad en la que Cosby había confiado siempre parecía un hecho irreversible: pese a las acusaciones públicas, tenía un especial de stand-up y hasta planes de una nueva comedia familiar por la cadena NBC. Pero algo se quebró cuando el país entero –junto a millones de fans que crecieron con el personaje de Dr. Heathcliff Huxtable en todo el mundo– comenzó a procesar en las redes sociales que uno de sus grandes ídolos nacionales había violado mujeres durante décadas, prácticamente a la vista de todos, sin consecuencias, y mientras se daba el lujo de dar lecciones de moral.
Hasta el entonces presidente, Barack Obama, se refirió al caso en 2015: “Si le das a una mujer –o a un hombre, da igual– una droga sin que lo sepa, y después tenés sexo con esa persona sin su consentimiento, eso es una violación.”
No era cómodo aceptar que la encarnación misma del sueño americano, un modelo de superación que había sufrido en carne propia la tragedia racial –en 1997, cuando su único hijo varón fue asesinado a los 27 años a la vera de una ruta mientras cambiaba una rueda de su auto–, había sido capaz de sostener semejantes atrocidades toda su carrera sin repercusiones. Que el “padre de América” fuera un depredador sexual también encerraba un profundo mensaje que el feminismo había intentado demostrar desde los años sesenta, la misma época en que Cosby comenzó su raid criminal: que la mayoría de las violaciones no ocurrían en la calle ni eran eventos fortuitos de inseguridad. El agresor podía ser una figura querida y familiar, incluso sentarse en el living de tu casa todas las noches y ser el preferido del prime-time.
Había sido el primer afroamericano en protagonizar un drama televisivo, con su papel en la serie I Spy, de la NBC, en 1965. Y fue el primero en hacer de una comedia sobre una familia negra el programa más visto de los Estados Unidos, entre 1984 y 1992. El 25 de septiembre de 2018, se convirtió también en la primera estrella de Hollywood condenada por abuso en la era del #MeToo.
“Llegó el día del juicio final”, dijo al escuchar la sentencia la abogada feminista Gloria Allred, que representó a las mujeres que testificaron contra el actor. Con cuarenta años de experiencia en causas contra Donald Trump, Tiger Woods y OJ Simpson, entre otros, veía difícil lograr una condena judicial en el caso de Cosby, debido a los tiempos de prescripción. “Lo más importante en un caso contra un famoso, es conseguir que le crean a las mujeres –explicó en una entrevista con El País de España–. Me parecía que si solo testificaba Andrea Constand, una mujer que no es famosa, podían no creerle frente a un hombre tan famoso y querido durante décadas, que se declara no culpable. Siempre pensé que la clave era que otras mujeres pudieran testificar”.
Es que el movimiento #MeToo cambió la mirada de las fiscalías y los juzgados en los Estados Unidos. En el primer juicio contra Cosby, Allred presentó 33 testimonios de mujeres que lo acusaban, pero el juez solo escuchó a una. El caso terminó en juicio nulo, pese a que había decenas de testimonios coherentes sobre el mismo patrón de comportamiento, porque el jurado no fue capaz de decidir si creía la acusación o no. En el segundo juicio, Allred presentó 19 testigos. El juez permitió 5, pero esta vez, esos testimonios fueron escuchados. “La base de esta condena es que por fin le creyeron a las mujeres –dijo entonces Allred–. Ahora las víctimas le están diciendo las verdades al poder. Y el poder las tiene que escuchar”.
La imagen de Cosby con las esposas puestas es un momento cumbre en la historia reciente del movimiento de mujeres.
Hay otra más reciente en la que se lo ve sonriente y con el barbijo bajo, para mostrarle a “su familia y sus seguidores” que se encuentra bien, pese a la pandemia. Ciego a causa del glaucoma, y sin el apoyo de las pocas celebridades que en un principio lo consideraron una víctima del racismo, como la actriz Whoopi Goldberg y el director Spike Lee, cuenta al menos con el respeto de los internos. Muchos de ellos sí le creen cuando, en sus charlas semanales, les repite que fue su lucha por la igualdad la que lo puso tras las rejas. “Soy como los grandes presos políticos –les dice–, como Martin Luther King Jr. y Nelson Mandela”.