No se puede decir que fuera un flechazo. Yo era becaria en La Voz de Galicia y él estaba en la guerra de Irak, país al que había llegado escondido en el falso fondo de un camión. Cuando se ponían nerviosos en la sección con el cierre, me decían: “Llámale y dile que o manda ya la crónica o metemos una plancha [publicidad]”. Yo le llamaba con una versión edulcorada del ultimátum —”David, ¿cómo vas?”— y a continuación oía un montón de gritos sobre la abundancia de enchufes en la guerra, lo buenos que eran los restaurantes en Faluya y lo limpios que estaban él y el sitio donde estaba escribiendo. Al colgar, cuando me preguntaban qué había dicho, yo siempre respondía: “Que manda enseguida”. Ni un solo día dejó de enviar su texto a tiempo. Cuando volvió de la guerra preguntó quién era la chica a la que había estado gritando las últimas semanas. Lo recuerdo perfectamente porque fue justo antes de convertirse en mi mejor amigo.
Por Natalia Junquera | elpais.com
Después vinieron más guerras, más conflictos, más reportajes. David me llamaba para leerme sus crónicas, que siempre eran perfectas: con todos los datos y la emoción que hace falta para que a miles de kilómetros un lector comprenda exactamente lo que significan. Barajábamos titulares, le dábamos el OK al texto y nos poníamos a hablar durante horas de otras cosas. Daba igual que estuviera en Afganistán, en Irak o a punto de meterse en un campamento de las FARC: resuelto el periodismo, empezaba el consultorio sentimental. David tenía muchísimas cosas buenas, pero la mejor, sin ninguna duda, era un buen par de orejas. Como los buenos periodistas —nunca he conocido uno mejor— él quería entender y para eso hay que saber escuchar.
De la prensa escrita pasó a los documentales con su productora, 93 Metros. La fundó después de la muerte de su abuela y se llama así en su honor. 93 metros era la distancia que separaba la puerta de la casa del banco de la iglesia donde ella rezaba. Juanita nunca salió de allí y no lo necesitó para vivir, para querer y que la quisieran. David decidió poner ese nombre a la productora con la que iba a recorrer el mundo para no olvidarse nunca de que a veces las mejores historias están en los lugares más pequeños.
No era un temerario. Se sentó delante de narcos, de sicarios, de víctimas de una guerra olvidada. Pero contó también la historia de los percebeiros (documental nominado al premio Goya), la de quienes arriesgan todo por defender el bosque de los incendios forestales (La vida en llamas) y la de Juan Balderas, en el corredor de la muerte, que le valió otra nominación a un Emmy en la categoría de mejor investigación periodística en español.
Muchos de esos documentales los grabó acompañado de Roberto Fraile, herido en Siria en 2012, cámara excepcional. Ambos fueron asesinados mientras realizaban un reportaje sobre la caza furtiva en Burkina Faso. David tenía 43 años. Roberto, 47. Murieron en acto de servicio. Al servicio de usted. Su forma de estar en el mundo era contarlo y en una profesión de egos y de firmas, entendieron siempre que su oficio consiste en compartir. A David le llenaron las vitrinas de premios, la espalda de palmaditas. Y al principio, durante y al final, la historia que más le gustaba contar y la que a mí más me gustaba escuchar era la de cómo conoció a su mujer, Rosaura. Recuerdo perfectamente el día que su nombre apareció por primera vez en el consultorio sentimental y pensé: “Te cazaron”. Él era el periodista al que todos los periodistas se quieren parecer. Y juntos eran la mejor charla, el mejor consejo, el mejor domingo, la mejor forma de empezar el año. Hoy le lloramos en varios continentes los que tuvimos la suerte de tropezarnos con él. Para los que no, queda su inmenso trabajo. Échenle un vistazo. Lo hizo para ustedes.
Vídeo | El periodista David Beriain, asesinado en Burkina Faso, en cuatro documentales https://t.co/Zhorsuhv2H pic.twitter.com/QpjtiXpZW7
— EL PAÍS (@el_pais) April 27, 2021