Desde el mural de Andy Warhol que reinaba en uno de los cuartos con vista al enorme living gris de la mansión de Halston en el Upper East Side de Manhattan, nueve Jackies con sus nueve tocados pillbox observaban a los invitados elegidos para seguir la fiesta cuando las noches de Studio 54 no alcanzaban. El genio del pop art le había regalado a su amigo uno de los cuadros de la serie en la que retrató a la viuda de Kennedy durante el atentado de Dallas. En la imagen aún se la veía sonriente y con el sombrero rosa que luego se perdería entre el hospital donde murió su marido y la Casa Blanca. El diseño era de Chanel, pero daba igual, Roy Halston Frowick sabía que cada vez que la primera dama lucía aquel ícono del sueño americano, la referencia obligada era él.
Por infobae.com
El mismo era una encarnación del sueño que aquella tarde fatídica pareció perderse junto con el tocado de Jackie en Dallas. Nacido en Des Moines, Iowa, y criado en Indiana por una madre que adoraba hasta la desesperación y un padre abusivo del que escapó en cuanto pudo, Halston comenzó como sombrerero en la Chicago de los cincuenta, a donde llegó para estudiar a los 20 años. Duró poco en la Universidad, pero le sirvió para saber que tenía un talento especial para el dibujo. Ya despuntaba en los círculos locales y había logrado abrir su propia boutique en la Magnificent Mile –la Quinta Avenida de la ciudad de los vientos–, cuando se mudó a Nueva York, en 1958.
Manhattan amó inmediatamente a aquel Rock Hudson de la moda: alto, espléndido, de dicción esforzada y vocabulario impecable, siempre con un cigarrillo en la mano y detrás de anteojos de sol que eran casi la fachada de un pasado que prefería enterrar junto con su primer nombre y su apellido. Desde entonces sería “Simplemente Halston”, como el slogan que popularizaría con el tiempo en sus anuncios.
En menos de un año, pasó de vidrierista a diseñador en jefe de la sección de sombreros de los grandes almacenes Bergdorf Goodman, el oasis del consumo snob de la época. En Chicago había crecido de la mano de un famoso peluquero que le enseñó una de las claves de su éxito: hacer sombreros, como cortar el pelo, implicaba estar en la cabeza de las mujeres, hablar con ellas y entenderlas, saber lo que les pasaba. Las damas de la alta sociedad neoyorquina y las estrellas como Deborah Kerr, Kim Novak y Lauren Bacall, lo adoptaron en cuanto lo conocieron.
Entre ellas, Jacqueline Kennedy, que a fines de 1960, le hizo el pedido que cambiaría su destino: la futura primera dama quería uno de sus tocados para la ceremonia inaugural de la presidencia. Consciente de su oportunidad histórica, Halston supo que ese día todos estarían pendientes de lo que dijera el presidente, pero también de lo que vistiera Jackie. Su diseño no podía taparle la cara, ni permitir que el viento en el pelo fuera una distracción. La pieza que creó estaba ideada para no quitarle protagonismo, pero a la vez era de una simpleza y una sofisticación que era imposible no admirar: el sombrerito pillbox lanzó su carrera y se convirtió en un accesorio emblemático.
El nombre del modelo, que en castellano significa “pastillero”, también sería un símbolo del hedonismo que terminó por ser su perdición, y que en la recién estrenada serie biográfica de Ryan Murphy –basada en el libro Simply Halston: The untold story (1991), de Steven Gaines– se glamouriza al infinito.
Eran también pillbox los que su asistente Sassy Johnson rellenaba con cocaína cada semana en su atelier vidriado de la Olympic Tower, como parte de las atenciones con las que recibía a clientas, artistas y celebridades en medio de una fantasía blanca en donde jamás faltaban las orquídeas.
“¡Son parte de mi proceso creativo!”, vocifera Ewan McGregor, que interpreta al primer gran diseñador americano en la miniserie de Netflix sobre su ascenso y caída. En la escena, ya en medio de la decadencia y conminado a ponerle punto final a su despilfarro, alguien osa sugerirle que prescinda del costoso hábito de vivir rodeado de esas flores tropicales. Pero era tan cierto que eran parte de su esencia, que hasta Vogue definió al legado de Halston como “suntuosamente minimalista, igual que sus amadas orquídeas”.
Halston redefinió la elegancia estadounidense con un espíritu sexy que hasta entonces parecía estar reservado a la moda europea. Como Jackie, era una prueba de que la clásica practicidad del american way también podía ser refinada. Sin adornos innecesarios y en una paleta de colores neutros dominada por el negro, el rojo y el marfil, la atención estaba puesta en la nobleza de las texturas que destacaban la morfología de las prendas, y sobre todo, de las mujeres que las llevaban. El batik en vestidos de manga murciélago cortados al bies, el cuello halter del que se apropió hasta convertirlo en su sinónimo, las referencias disco, los tops con pantalones fluidos y los tacos con trajes de inspiración masculina –como una versión gángster de Yves Saint-Laurent, a quien lo unía una amistosa rivalidad–, marcaron el estilo cómodo y atemporal con el que cumplió su ambición de vestir a todas las americanas.
La leyenda dice que pasó dos años buscando la caída exacta para un suéter de cashmere. Esa obsesión por los detalles mínimos que le dio su oficio de sombrerero, lo convirtió en un pionero en el uso del Ultrasuede, un género similar a la gamuza pero resistente al agua y lavable, con el que creó los vestidos camiseros que fueron su sello y de los que ninguna mujer que quisiera estar a la moda en los años setenta podía prescindir.
Halston también sería pionero en la democratización del lujo. La serie de acuerdos y licencias que lo llevaron a los grandes almacenes y su fijación por hacer ropa usable hizo de un modo de vida que se suponía para pocos un aspiracional al que muchas muchas mujeres podían acceder. Bastaba con unas gotas de su perfume –y llevar siempre a mano el inconfundible frasco creado por la joyera Elsa Peretti, una de sus grandes musas–, un buen par de anteojos negros y un vestidito Ultrasuede.
“Me hice muy famoso muy rápidamente”, dice en una entrevista que recoge el documental Halston (2019), de Frédéric Tcheng.
Su amistad con Andy Warhol, que consideraba a sus desfiles “la forma de arte de los setenta”, no fue una casualidad. El mismo era un cuidado producto del marketing de moda que puso el acento en el nombre de las etiquetas. Enfundado en un uniforme diario de poleras negras y pantalones marineros, que cambiaba de noche por impecables smokings con bufandas de seda blancas, plasmaba en aquellos vestidos tan sensuales como fáciles de llevar la libertad sexual de una época ajena al sida que acabaría con su vida en 1990.
Las diosas de esa revolución se rindieron a sus pies: Elizabeth Taylor, Margaux Hemingway, las top Pat Cleveland –a quien descubrió a los 19 años en el metro neoyorquino–, Alva Chinn y Karen Bjorsen, Anjelica Huston, Bianca Jagger, Iman, Marisa Berenson y su entrañable amiga Liza Minnelli (que en la serie dirigida por Daniel Minahan tiene un rol coprotagónico, de la mano de Krysta Rodriguez), se declaraban fans de aquel look radiante y simple, y seguían a su creador por Manhattan en sus giras de fiestas y excesos que casi siempre arrancaban en el mítico nightclub de Broadway y terminaban en su casa.
Su reino era el de la extravagancia y la psicodelia, donde la ex de Mick Jagger podía aparecer en la pista semidesnuda y montada en un caballo blanco, y Minelli bailaba con Baryshnikov en leggings metálicos y vestidito de seda –todo by Halston–, para imponer el dress code de la era disco. Con Halston y sus “halstonettes”, todo parecía posible: el glamour desbordado de Hollywood y la sofisticación elitista de Nueva York.
La dupla inseparable y rutilante que formaron con Minelli, quien lo quiso como a su “protector, confidente y hermano mayor”, fue una síntesis de esa fórmula y también de la extraordinaria capacidad de Halston para comprender a las mujeres y “hacerlas sentir glamorosas”.
Según le cuenta a Tcheng en Halston: “Recuerdo que cuando lo conocí hablamos y nos escuchamos. Me dijo: ‘Lo tengo’. Y me puso un vestido que era como si bailara conmigo. ¡Su ropa bailaba con una!”.
En el documental Ultrasuede: In Search of Halston (2010), dice también que su amigo no solo la vistió para todo –los shows, las películas, la gala en la que ganó el Oscar como Mejor Actriz por Cabaret (1973), para la que rediseñó todo el vestuario sin llevarse ningún crédito porque a ella no le gustaba el original–, sino que hasta decoró por completo su departamento de Manhattan: “Yo estaba desbordada y me dijo que me fuera y me olvidara de todo. Cuando volví a casa era el lugar más lindo que había visto en mi vida, había velas en cada mesa, las luces eran perfectas. Había hecho todo eso y después se había ido, para que mi marido y yo pudiéramos descubrirlo solos”. Liza, a su vez, correspondía esa lealtad sin faltar jamás a sus desfiles o hasta cantando y bailando en la pasarela, como muestra la serie de Murphy.
Cuando, en 1978, Halston inauguró su showroom de la Olympic Tower, la artista –que tuvo una reunión privada con McGregor antes de que empezara la filmación para asegurarse de que la memoria de su mejor amigo estuviera en buenas manos– cerró las pasadas con una versión de New York, New York que terminó entregándole una rosa a Liz Taylor, que aplaudía en primera fila. En la cima de su carrera y de la espectacular torre de Onassis, el diseñador tenía por musas y amigas a las mujeres más brillantes de la década y las había hecho parte de sus coreográficas apariciones en Studio 54 y galas benéficas como la del Met. Cada salida era en sí misma una acción promocional: había entendido antes que nadie que la moda también era entretenimiento y espectáculo.
Con Warhol y Victor Hugo, un amante que el diseñador y artista compartieron y que, para muchos, fue quien llevó a Halston a la destrucción, armaron las vidrieras más escandalosas de la época en su tienda de la avenida Madison: maniquíes embarazadas o vestidas de novia y rodeadas de dólares, amas de casa con carteras de Hermès haciendo tareas del hogar, elementos de Warhol como bidones de detergente Brillo o sus célebres papeles pintados de flores, juguetes sexuales y sadomasoquistas, y hasta dudosas manchas que terminaron denunciadas y censuradas por el puritanismo americano del momento.
El padre del pop vio en Halston a un artista capaz de desdoblarse para construir un imperio de moda que uniformaba con una nueva elegancia a América, y trabajar a la vez –casi sin cobrar por eso– con figuras como la coreógrafa Martha Graham, a la que idolatraba. La identificación entre ellos fue instantánea. Tennessee Williams, Truman Capote, y el ilustrador Joe Eula –eterna mano derecha del diseñador–, completaron un entourage que sintetizaba el inédito talento de una era de efervescencia y creatividad.
Halston y Warhol adoraron con igual pasión al taxi boy venezolano Víctor Hugo, no solo por su porte latino y su fama de bien dotado, sino porque, al decir de quienes lo conocieron: “Podía hacer con uno lo que le diera la gana”. ¿Cómo no iban a fascinarse con él dos hombres como ellos, acostumbrados a ser reverenciados y dar órdenes? Víctor Hugo protagonizó muchos de los desnudos de Warhol, y su orina –que según él “elevaba su obra”– contribuyó a muchas de sus pinturas de oxidación. El diseñador conoció al caraqueño en 1972, en el clímax de su éxito, y estuvo con él durante más de una década: la de la caída épica que lo llevó a ser despedido por su propia marca.
Eran los tiempos en que Halston solía pedir delivery de bife y papas a su restaurante favorito mientras llamaba a jóvenes escorts. Eula había bautizado a esa práctica “dial-a-steak, dial-a-dick” (cuya traducción más elegante y actual podría ser “0800-bife, 0800-chongo”). Victor llegó una noche junto con el bife, y con 24 años le cambió la vida.
¿El amor entre ellos fue real? Su biógrafo, Gaines –que tuvo que pagarle al caraqueño US$10.000 dólares para entrevistarlo, convencido de que su fuente se los iba a gastar en cocaína– cree que sí, o al menos que fue “una forma de amor”. “No fue un amor romántico, dulce, ni cuidadoso. Victor le robaba los cuadros de Warhol y los candelabros de Peretti de la casa cuando se estaba muriendo. Hubo que cambiar la cerradura. Pero a Halston le gustaba tener cerca a alguien tan vulgar, de alguna manera mostraba su lado oculto. Y los dos eran muy sexuales”, escribe.
“¿Por qué Halston lo toleraba?”, le pregunta Tcheng a Eula en su documental. “Porque estaba enamorado de él”, dice el ilustrador. “¿Cuándo empezó a ser tóxico?”, insiste Tcheng. “El día en que se conocieron”.
Bajo la tremenda presión de una marca que se expandía cada vez más, con perfumes, valijas, carteras, lencería, ropa de hombre, muebles, autos, uniformes para líneas aéreas, el del equipo olímpico del 76, y hasta un maquillaje color arena que se llamó “bronceado Halston”, el diseñador acomodó sus horas de oficina para seguir el tren de las largas noches de orgías post Studio 54 en su casa, donde el fotógrafo era siempre Warhol y Victor estaba a cargo del menú, a base de caviar, champagne, taxi boys y cocaína.
En el duplex de 700 m2 en la calle 63 del Upper East Side, obra del arquitecto brutalista Paul Rudolph y un espacio de lujoso minimalismo gris donde el color lo ponían los invitados, los sillones estaban tapizados en Ultrasuede que el mayordomo se empeñaba en limpiar al día siguiente de cada fiesta. El hombre dejaría una frase para la posteridad: “Me ordenaban cocinar todo el día y después nadie tocaba la comida, porque no salían del baño”.
La escena fue real, aunque está lejos del “cocaine chic” que muestra la serie: ya enfermo, Halston llamó a un servicio para que le arreglara el teléfono porque no escuchaba bien y, cuando desenroscaron el auricular, descubrieron que el problema era que estaba tapado de cocaína. Cada vez más megalómano en su obsesión por vestir a América, en 1973 había vendido su marca a Norton Simon, aunque conservó el puesto de director creativo.
Una década más tarde, con la empresa a punto de ser adquirida por el grupo Esmark, firmó un contrato leonino por una línea accesible para los almacenes JC Penney: lo obligaba a producir ocho cápsulas al año. Fue un acuerdo multimillonario, pero letal para su imagen de exclusividad; los retailers de lujo, como Bergdorf, que había sido su primera casa, consideraron que se había vuelto ordinario.
Adicto y fuera de control, sintió como una afrenta que sus nuevos jefes contrataran a otros diseñadores para cumplir con las colecciones. Con su palacio personal de Studio 54 clausurado desde 1980, acusaba los desbordes de toda una vida. Necesitaba volver a la inspiración de lo artesanal, a los tiempos en que tiraba una tela al piso y le hacía apenas un corte para revelar ante sus musas el mejor de los vestidos; y entrar al mercado masivo era lo contrario. En ese sentido, también fue vanguardista: vendió su nombre por US$12 millones a una corporación antes de que eso se convirtiera en una meta para muchos de sus sucesores. Pero, en su caso, ni siquiera fue un buen negocio.
Su perfume que, además del frasco signée Peretti, tenía la ambición de oler “como su estilo, limpio y sensual”, generó US$100 millones solo en el primer año. De haberlo lanzado por su cuenta, tal vez la historia sería otra. Calvin Klein y Perry Ellis ya se disputaban un lugar como las nuevas marcas estadounidenses, cuando Bergdorf rescindió su contrato y J.C. Penney terminó por echarlo de su propia oficina.
Su nombre se había convertido en una leyenda, pero ya no le pertenecía.
Su final fue mucho menos estético del que le dio Ryan Murphy. Después de ser diagnosticado con HIV en 1988, Halston quiso desaparecer de la escena pública. Se mudó a San Francisco para escapar de Victor y poder estar más cerca de su familia, de la que se había distanciado por décadas. Murió dos años más tarde, a los 57, por las complicaciones del HIV y un cáncer de pulmón.
Le faltó poco para ver su propio revival: apenas un lustro después, Tom Ford revalorizaría a Gucci con una colección que, en esencia, volvía a decir “Simplemente, Halston”. El diseñador texano reprodujo la receta de sofisticación versátil que sabía de memoria: de adolescente se colaba en Studio 54 para espiar a su ídolo. Ford también compró hace unos años la casa que fue escenario de sus mejores fiestas, por US$18 millones. Más de lo que le pagaron a Halston por su nombre.
En enero de este año, la marca –hoy en manos de Hilco Consumer Capital–, designó a Robert Rodriguez como su nuevo director creativo y anunció una colección homenaje para acompañar el lanzamiento de Netflix, en colaboración con la vestuarista de la serie, Javeriana San Juan.
La cápsula Halston x Netflix, que estará disponible en junio en Saks Fifth Avenue y Neiman Marcus, será la primera incursión de la plataforma de streaming en la industria del fashion. Es un reconocimiento a medida para el genio creativo que, en palabras de Minelli, “puso a la moda americana en el mapa”, y también un recordatorio de hasta qué punto se volvió masivo.