Nunca se sabrá bien la manera en qué sucedió. El tiempo en este caso sólo agrega sombras, sospechas, teorías conspirativas. Una muerte joven, de alguien muy famosa y deseada. Si bien fue impactante, no se trató de una sorpresa. Las últimas horas de Marilyn Monroe ya fueron contadas muchas veces. Pero ese día, en especial esa noche, será siempre terreno de la leyenda, de la duda, de lo incierto.
Por infobae.com
Marilyn hacía tiempo que tenía problemas. Depresión, abuso de medicación, alcohol, conductas erráticas, incumplimientos laborales varios. La tarde del 4 de agosto de 1962 fue visitada por su psiquiatra, recibió unos masajes y la mujer que trabajaba en su casa, a pedido del médico, se quedó a dormir con ella, para cuidarla. Al llegar la noche ella se encerró en su cuarto. Recibió algunas llamadas e hizo otras.
Una de esas conversaciones fue con Peter Lawford, actor que integraba dos de los clanes más importantes de ese tiempo. Era miembro de la familia presidencial, cuñado de JFK (estaba casado con Pat Kennedy) e integraba el Rat Pack, el grupo de artistas nucleado alrededor de Frank Sinatra. Esa noche Lawford daba una fiesta y quería contar con la presencia de Marilyn. Hablaron poco. Marilyn tenía la voz pastosa, estaba inconexa, se despidió de él con solemnidad saludándolo y mandando saludos para su esposa y para “el Señor Presidente” (esta formalidad puede que sea un agregado posterior de Lawford para cuidar a su cuñado, para tapar una de sus aventuras extramatrimoniales). El actor llamó preocupado a varios de sus contactos para que se ocuparan de Marilyn. La cadena de llamados llegó hasta el abogado de Monroe que por fin pudo dar con el psiquiatra. La mujer que la cuidaba fue avisada y dijo que veía luz por debajo de la puerta. Le pidieron que tratara de ingresar al dormitorio. La puerta estaba cerrada con llave. Salió, rodeó la casa y miró por la ventana. La vio tirada en la cama, según dijo boca abajo, con una mano en el teléfono. No se movía.
Llegó el psiquiatra y entró por esa ventana. Cuando la tocó se dio cuenta que no había nada que hacer. Estaba helada. Hacía varias horas que Marilyn Monroe estaba muerta. Tenía 36. Y era la mayor estrella de Hollywood.
Su última aparición pública fue la noche en la que le cantó el Feliz Cumpleaños al presidente Kennedy desde el escenario del Madison Square Garden. Era una gala para recaudar fondos para la campaña demócrata. La gran atracción era la presencia de JFK. Pero en la marquesina del lugar para atraer al público con entradas que iban de los 5 a los 1000 dólares (esta incluía cena previa exclusiva con JFK), sólo uno de los nombres de los artistas aparecía. El cartel decía “Marilyn Monroe y muchas otras estrellas”. Entre esas otras estrellas estaban figuras del calibre de Maria Callas, Ella Fitzgerald, Henry Fonda o Harry Belafonte. Pero ella era la presencia que se destacaba y la que iba a cerrar el show con la sensual canción y con ese vestido nude que impactó a generaciones.
Otra escena de la fascinación marilyniana: en 1959 Karen Blixen (Isak Dinesen) autora de Lejos de África hizo una gira por Estados Unidos. Fue recibida como una gran celebridad. Sus libros encabezaban los ránkings de ventas. Carson McCullers la invitó a almorzar a su casa que quedaba a unos treinta kilómetros de Nueva York, junto a Arthur Miller, uno de los mayores dramaturgos vivos a quien la baronesa había pedido conocer. El dramaturgo pasó a buscarla por su hotel con el auto. Cuando Karen vio que Arthur Miller iba acompañado por su esposa se emocionó. Declinó el asiento delantero que le ofrecieron y se sentó en el asiento trasero con la señora Miller: Marilyn Monroe.
Arthur Miller ofició de chofer de los dos mujeres que se la pasaron hablando todo el viaje. Karen quería saber todo sobre Hollywood. Hay unas fotos hermosas de ese almuerzo. En la cabecera está Karen Blixen: rígida, cubierta con un chal, con la mirada recta, frágil pero etérea. A su derecha, la anfitriona, de negro, Carson McCullers, al lado de ella, radiante, Marilyn; a la izquierda de la danesa, está Arthur Miller de traje claro, su figura de Modigliani y anteojos estrechos. El fotógrafo dejó varias veces fuera de cuadro a Arthur Miller. Se centró en esas tres mujeres heridas, endebles y geniales. En una de las imágenes, Carson besa con ímpetu y cariño a Marilyn: hasta parece escucharse el chasquido húmedo de los labios contra la mejilla de la actriz. Karen siguió su dieta habitual: champagne, ostras y hablar sobre sí misma. La leyenda dice que las tres mujeres terminaron bailando sobre la mesa de mármol. Aunque todos sepamos que es difícil que eso haya ocurrido por la edad avanzada de Blixen y su endeblez física (pesaba 40 kilos) y porque Carson tenía a esa altura medio cuerpo inmovilizado. A Marilyn pese a sus fracturas internas y sus tormentas mentales todos la imaginamos bailando sobre de la mesa.
La cámara siempre la quiso. Su presencia en pantalla era hipnótica, marcaba diferencia. La explicación no se encuentra sólo en su belleza fulgurante o en el desparpajo. Más allá de lo inefable, de aquello que no se puede describir, siempre hubo en Marilyn una transparencia, una fragilidad traslúcida que hace que el espectador quiera abrazarla. Lo ingenuo y lo sexual, la potencia y la debilidad se conjugan en ella de una manera única.
Una infancia sin padre, con una madre con graves problemas psiquiátricos. Esquivando orfanatos por la caridad de algunas tías lejanas. Pasó de casa en casa. Nunca tuvo un hogar. La sensación de orfandad era permanente. Cuando tenía 15 años, la tía que la tenía a cargo debía mudarse de ciudad. No la podía llevar con ella. Tendría que volver a una institución. A menos que encontraran otra solución. Alguien propuso un matrimonio con Jim Dougherty, el hijo de la casa vecina. Norma Jean tenía 15 años. Se casó a los pocos meses. Un matrimonio arreglado para que la joven no tuviera que terminar en un orfanato. “Dejé de ser huérfana a los 16 años. Cuando me casé”, escribió en su autobiografía (escrita por Ben Hecht y publicada más de diez años después de su muerte).
Pero el matrimonio no resultó. Eran amigos con acceso sexual. No tenían nada en común. Y por dentro la ambición de Norma le pedía más. Empezó a modelar. Se sacó miles de fotos para publicidades, producciones de moda, revistas (entre ellas las del desnudo que compraría mucho tiempo después Hugh Hefner para el centerfold del número 1 de Playboy: un timing perfecto). Hasta que un productor la vio y le ofreció firmar un contrato cinematográfico. Pequeños papeles, bolos en películas sin mayor importancia. Pero su belleza era deslumbrante. Ya no era más Norma Jean. Era Marilyn; y había tomado el apellido de su madre, como para conjurar, exorcisar tantos malos momentos. Marilyn Monroe, un nombre con sonoridad propio. Y ella siempre se hacía notar. Su presencia era insoslayable. Era como si tuviera un foco, un seguidor, alumbrándola a cada paso.
Después llegó el primer protagónico. Y de inmediato el estrellato. En el medio se casó con uno de tres deportistas más importantes de su tiempo, un ícono americano, el beisbolista Joe Di Maggio. Un casamiento del que si hoy tuviéramos que hacer una analogía habría pocos candidatos a ocupar esos dos lugares. Otro divorcio. Su fama crecía. Todos querían algo de ella. A las películas a veces les iba bien y otras no tanto. Los críticos no la valoraban. Marilyn fue a estudiar al Actor’s Studio. Quería papeles más exigentes. Podía haber descansado en su fama, en sus buenos ingresos y seguir haciendo productos de diseño, para complacer al público y para mostrar su gracia natural. Pero ella quería más. Siempre quería más. Billy Wilder sacó lo mejor de ella. Otra de sus grandes virtudes: una precisión natural para la comedia.
Luego conoció a Arthur Miller. Otro matrimonio, otro matrimonio de potencias. Él le escribe The Mistifs para que ella se luciera con un papel dramático.
Pero los demonios interiores se impusieron. Su madre, algún tía, su abuela habían padecido enfermedades psiquiátricas e internaciones. Ella vivía con esa sombra a su espalda. Truman Capote en el relato Una Hermosa Niña (que integra Música para Camaleones) cuenta una conversación con Marilyn, una tarde después del entierro de Constance Collier. Allí, escondiéndose del público, tomando champagne, preocupado por sus cejas postizas o porque nadie sepa de su romance con Miller, se la ve como era. Luminosa, contradictoria, frágil, habitada por demonios incontrolables.
Sus últimos meses (tal vez, sus últimos años) fueron difíciles. Ella se desmembraba a la vista del público. Pero la máquina no se detenía. Y cuando paraba era porque ella no podía más. Llegaba tarde, faltaba, aparecía embotada de pastillas, internaciones psiquiátricas, problemas físicos. Su amigo Truman Capote quiso que ella protagonizara Desayuno en Tiffany. Pero el estudio no quiso poner el destino de un proyecto tan grande en manos de una actriz tan voluble.
A pesar de ello, la seguían buscando. No importaban los problemas personales ni los de producción. Cuando lograban ponerla frente a la cámara todo era luz.
En Something’s Got to Give, su última película, la que estaba filmando cuando apareció muerta en su habitación, el director George Cukor la filmó nadando, de noche, en un pileta. Desnuda. Ella quería hacer esa escena. Al mismo tiempo Liz Taylor filmaba Cleopatra y se hablaba de una súper producción, de algo nunca visto. Y a Marilyn no le gustaba perder. Era su forma de hacerse notar. Ella subía la apuesta.
Le habían preparado una malla color piel. Pero ella exigió que casi todos abandonaran el set. Y fue sacándose las piezas toma por toma. Terminó desnuda. Los outakes y las fotos de esa jornada son memorables. En una de ellas sonríe tomada del borde y sólo asoma una pierna perfecta y desnuda, como queriendo subir. Una foto de un erotismo perfecto, natural, no deliberado. Su cuerpo sigue siendo esplendoroso. Sólo tiene 36 años. Pero la risa convierte a esas imágenes en algo inolvidable. Parece increíble que una mujer que estuviera pasando por ese infierno de suicidios fallidos, pastillas, alcohol, internaciones, divorcio, depresiones y presiones, fuera capaz de reír de esa manera. Parece increíble que cualquier persona pueda reír de esa manera.
Eso era en las escasas ocasiones en que aparecía por el set. La producción se paró por una internación, después por sus faltazos sin aviso y por último por la semana que se tomó para cantarle a Kennedy. Le iniciaron juicio y la despidieron. Quisieron seguir la película con otra estrella. El protagonista masculino se negó. Dean Martin dijo que él había firmado para actuar con Marilyn y a ella nadie podía reemplazarla. Después de varias semanas, se decidió que la producción continuara. Y Marilyn firmó un gran acuerdo por varias películas con un salario de un millón de dólares por film. La mayoría se filmaron tras su muerte. Ella debió ser reemplazada por cuatro actrices: una buena analogía de su valor.
En esas semanas también dio entrevistas para las revistas más importantes. Después de los rumores y de la suspensión de su proyecto, le aconsejaron (casi la obligaron) a salir a cambiar su imagen. A volver a tomar el centro de la escena. Ella se mostraba radiante. A su favor tenía ser una de las personas más fotogénicas del Siglo XX (improbable lista que integra junto a Miles Davis, Muhammad Ali y Audrey Hepburn). Pero por dentro estaba partida en mil pedazos. Nadie quería ver que la estrella estaba rota.
El escritor catalán Juan Marsé contó que una vez en un festival de cine le presentaron a Ives Montand. Lo saludó como saludaría a cualquier otra estrella de la pantalla grande. Con un poco de pudor, con cierta fascinación y con algo de incredulidad. Fue sólo un apretón de manos, formal y efímero. Pero una vez que la estrella francesa se alejó (o fue detenido por otro admirador), Marsé entró en shock. Recordó que Marilyn había mantenido un romance fugaz con Montand mientras filmaban la película convenientemente titulada Let´s Make Love. Él estaba casado con Simone Signoret y ella con Arthur Miller. Marsé se dio cuenta que nunca, como en ese momento, iba a estar tan cerca de Marilyn Monroe, que “la mano larga y huesuda de Yves Montand era el eslabón vivo y amistoso que ahora nos unía”. Ese es el tipo de magia que la figura, el aura de Marilyn puede provocar aún a varias décadas de su muerte. La estrella francesa, el actor recio había desaparecido: sólo era un nexo que acercaba a Marilyn y su mito imbatible.
Tras su muerte, comenzaron las sospechas, las dudas, los hilos sueltos. Se lo consideró un suicidio por ingesta de barbitúricos. 40 cápsulas pero ellas no se encontraron en la autopsia. Los testimonios de los que primero la vieron fueron contradictorios. ¿Por qué dieron vuelta el cuerpo? ¿Por qué la lividez no coincidía con las circunstancias y el tiempo de muerte? ¿Las intrigas políticas tuvieron algo que ver? ¿Es cierto que la mujer que la cuidaba estaba lavando sábanas y ropa cuando la policía llegó? ¿No fue demasiado el tiempo que tardaron en avisar? En 1982, ante el crecimiento exponencial, año tras años, de las versiones y las teorías conspirativas, la policía de Los Ángeles reabrió la investigación sobre la muerte de Marilyn. pero una vez más se cerró sin resultados. Si bien son muchas las versiones que colisionan, los datos que no cierran, sus allegados sabían que Marilyn se estaba desintegrando por dentro, que su conexión con la vida se esfumaba con el paso de las semanas.
Hoy Marilyn Monroe cumpliría 95 años. Murió hace casi sesenta. No llegó a vieja. Su imagen quedó cristalizada en el tiempo. Ella no conoció la erosión de la vejez. Ella siempre se verá igual. Siempre será Marilyn.