Volvían del colegio. Iban distraídos, conversando, en el ómnibus de pasajeros conducido por Jesús Belmont. En la esquina de Calles Cuauhtemotzín y Calzada de San Antonio Abad, un tranvía de la línea Tlalpan manejado por J. Gómez, no llegó a frenar a tiempo y se incrustó de lleno contra el vehículo en el que viajaban, aplastándolo de manera brutal contra un muro.
Por infobae.com
Sobre el piso quedó desbaratada una joven de 18 años llamada Frida Kahlo. En el choque había perdido parte de su ropa y estaba totalmente ensangrentada. Un polvo dorado (era oro que llevaba en un sobre un obrero que iba de pasajero) la cubría como un brillante manto. La composición de la escena era como un cuadro, tan colorido y desgarrador como los que ella misma pintaría en el futuro cercano.
Al rato llegaron dos ambulancias de la Cruz Roja. Frida Kahlo se debatía entre la vida y la muerte. Su novio, Alejandro Gómez Arias, solo había sufrido fuertes golpes en la cadera. Era el jueves 17 de septiembre de 1925 y el reloj marcaba las 19.30.
Frida fue llevada, con otros heridos, al hospital. El pronóstico era sombrío. Nadie garantizaba que fuera a sobrevivir. Tenía la columna partida en tres partes en la zona lumbar; dos costillas y una clavícula rotas; once fracturas en una de sus piernas; un pie y un hombro dislocados. Para colmo, el pasamanos metálico había atravesado su pelvis y salido por su vagina. Los testigos del accidente relataron que, cuando un hombre le puso una rodilla encima y tiró de la barra de metal que tenía incrustada, gritó tan fuerte que sus alaridos taparon el sonido de las ambulancias que se acercaban.
Tuvieron que rearmar su esqueleto, con paciencia y pericia. Frida Kahlo no murió ese día, pero se ganó el pasaporte al dolor perpetuo. El tremendo accidente la obligó a masticar el tiempo y las angustias, pero le otorgó al mundo una pintora magistral porque sus talentos no tuvieron más remedio que salir a flote.
Al rato llegaron dos ambulancias de la Cruz Roja. Frida Kahlo se debatía entre la vida y la muerte. Su novio, Alejandro Gómez Arias, solo había sufrido fuertes golpes en la cadera. Era el jueves 17 de septiembre de 1925 y el reloj marcaba las 19.30.
Frida fue llevada, con otros heridos, al hospital. El pronóstico era sombrío. Nadie garantizaba que fuera a sobrevivir. Tenía la columna partida en tres partes en la zona lumbar; dos costillas y una clavícula rotas; once fracturas en una de sus piernas; un pie y un hombro dislocados. Para colmo, el pasamanos metálico había atravesado su pelvis y salido por su vagina. Los testigos del accidente relataron que, cuando un hombre le puso una rodilla encima y tiró de la barra de metal que tenía incrustada, gritó tan fuerte que sus alaridos taparon el sonido de las ambulancias que se acercaban.
Tuvieron que rearmar su esqueleto, con paciencia y pericia. Frida Kahlo no murió ese día, pero se ganó el pasaporte al dolor perpetuo. El tremendo accidente la obligó a masticar el tiempo y las angustias, pero le otorgó al mundo una pintora magistral porque sus talentos no tuvieron más remedio que salir a flote.
La pandemia de polio
Frida nació el 6 de julio de 1907 y fue la tercera hija mujer del segundo matrimonio del fotógrafo alemán de origen judeo-húngaro, Guillermo Kahlo. Guillermo había llegado a México, en 1890, escapando de las turbulencias familiares y de una madrastra que lo hostigaba.
La madre de Frida se llamaba Matilde Calderón y por sus venas corría sangre indígena. Un año antes que Frida había nacido el único hijo varón de la familia. Lo llamaron como al padre, pero la felicidad no les duró nada, el bebé murió a los seis días. Luego de Frida, la pareja tuvo una hija más a la que llamaron Cristina. Ella fue su gran amiga y compañera, pero también la responsable de la peor traición en su vida adulta.
La familia Kahlo vivía en una casa en la calle Londres, en el número 247, del barrio Coyoacán, en la ciudad de México. Hoy esa vivienda es conocida como la Casa Azul y fue convertida en museo después de la muerte de la pintora.
A los 6 años Frida tuvo el primer cachetazo de la vida: se contagió de poliomielitis en medio de una pandemia que asolaba al mundo. Tuvo que pasar en la cama nueves meses. Como resultado de esa peste, una pierna le quedó escuálida y sin fuerza. Fue su padre quien la animó a su rehabilitación. La pequeña empezó a practicar deportes que no eran nada habituales entre las mujeres de su generación: fútbol y boxeo. Además, hacía natación y ciclismo. Si bien eso no evitó las burlas de sus compañeros de alguna manera la habilitó a sentirse distinta y más fuerte.
La Frida resiliente había comenzado su camino de espinas. Además, había comprendido que los angustiantes desmayos de su padre eran producto de un trastorno llamado epilepsia. Cuando su padre caía al piso en medio de una convulsión, Frida le metía un pañuelo en la boca para que no se mordiese la lengua.
Accidente, aburrimiento y pinceles
En el año 1922, con 15 años, Frida ingresó en la Escuela Nacional Preparatoria, una de las más prestigiosas de México. De allí salieron mentes brillantes. Frida ya había aprendido que ser distinta podía ser una ventaja.
Solamente eran 35 mujeres entre 2.000 alumnos, así que enseguida se destacó por su carácter rebelde y se unió a una banda de jóvenes intelectuales comprometidos con la política estudiantil, que combatían la autoridad y propulsaban reformas. En ese grupo, que se hacía llamar Los Cachuchas por usar unos sombreros de tela que desafiaban los estrictos cánones de la época, había solamente dos mujeres.
El vuelco de su vida ocurriría un jueves, tres años después, cuando su cuerpo se deshizo, roto en mil pedazos, bajo el tranvía.
Al volver del hospital a su casa en Coyoacán, un mes después, no tuvo más remedio que observar al mundo desde otra perspectiva: la horizontal. No podía sentarse, por lo cual su madre encargó la confección de un caballete que se armó sobre una especie de andamio para que ella pudiera pintar acostada. El aparato tenía, además, adosada una luz. En el techo habían ubicado un espejo que le permitía mirarse y así ser su propia modelo.
Así fue que encontró la manera de acelerar el reloj del tiempo que se le había convertido en una variable eterna. Su padre fue quien le prestó sus pinceles y óleos para entretenerla. En forma paralela a ese ocio creativo, Frida debió soportar su lenta reconstrucción. Eso era algo que duraría toda su vida.
Varios corsés de yeso y acero sucesivos fueron sosteniendo su maltratada columna vertebral y su pie dislocado requería de un aparato especialmente diseñado. Si bien algunos de sus huesos se fueron soldando, necesitaría un total de 32 cirugías para reparar su cuerpo. El suplicio físico se volvió su único fiel compañero de ruta.
El primer autorretrato que realizó desde su cama fue un óleo donde ella estaba enfundada en un traje de terciopelo. Lo hizo para su novio de entonces, Alejandro Gómez Arias, y tratando de imitar un cuadro que él admiraba: El nacimiento de Venus de Botticelli. Se lo regaló cuando estaban distanciados, a fines de 1926. La estrategia amorosa funcionó y empezaron a salir nuevamente. Pero los padres de Alejandro no aprobaban a Frida, así que le inventaron a su hijo un largo viaje a Europa en marzo de 1927. La idea era alejarlos. Alejandro le devolvió el cuadro a Frida antes de irse: temía que sus padres se deshicieran de la obra.
Diego, su enorme y gran amor
A Frida le llevó un tiempo superar esta pérdida. Pero estaba muy entretenida con la política y la convulsión en la que estaba inmersa su país. Curiosamente, sería con este cuadro devuelto que seduciría al gran pintor Diego Rivera, el verdadero amor de su vida.
La leyenda cuenta (en las historias siempre hay versiones encontradas) que Frida habría conocido al famoso artista cuando él pintó un enorme mural en el anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria donde ella era una de las pocas y jóvenes alumnas. Frida lo habría perseguido para verlo trabajar y le habría dicho a sus compañeras: “Mi ambición es tener un hijo de Diego Rivera y se lo voy a decir un día”. Sus amigas se rieron, Rivera era un hombre mayor, enorme y panzón. Pero Frida lo decía en serio.
La otra historia dice que fue a través de la pareja de Julio Antonio Mella (comunista cubano, exiliado en México) y Tina Modotti (italiana, fotógrafa y activista revolucionaria en el partido comunista mexicano), que llegó hasta Rivera (quien era también un comunista militante). Habría sido Frida la que decidió ir a verlo para mostrarle sus trabajos mientras él realizaba una serie de murales. Le llevó para que viera cuatro cuadros, pero el que más impactó al famoso pintor fue el que le había hecho de regalo a su ex Alejandro. Le pareció distinto y le dijo: “Tienes talento, sigue pintando”.
Aunque él le llevaba diecinueve años, el romance fue inmediato. Para los padres de Frida, Diego Rivera no era un buen candidato. Venía de dos divorcios y era un declarado comunista, algo muy difícil para una familia conservadora. Pero, por otro lado, sabía ser seductor y encantador, además, era culto y millonario. La relación terminó en casamiento el 21 de agosto de 1929.
La pequeña fiesta se hizo en la terraza de Tina Modotti y la encargada de la comida mexicana que se sirvió en la celebración fue nada menos que la misma ex mujer de Diego. Algo que anticiparía los amores contrariados de la pareja.
Diego, con 43 años, era enorme y lo apodaban el elefante; Frida, con 22, era pequeña y frágil y la llamaban la paloma. Ese mismo día de la boda hubo un par de hechos inusuales. La ex mujer de Diego Rivera, Lupe Marín, enojada porque él no le pasaba dinero para sus hijas de 5 y 2 años, le habría levantado la falda a Frida para exponer su pierna debilitada y bromear con ello delante de los invitados: “Miren por qué par de piernas me ha cambiado Diego Rivera”. Las cosas no terminaron allí: más tarde, muy borracho, Rivera comenzó a disparar tiros al aire. Frida escandalizada quiso detenerlo, pero él la empujó con violencia y ella terminó tirada en el piso. La novia se sintió tan humillada en público que se retiró y, por unos días, no volvió a la casa.
Por increíble que parezca Lupe y Frida terminaron siendo amigas.
Tres hijos que no fueron
En el año 1930 su gran anhelo de ser madre pareció que iba a concretarse. Quedó embarazada, pero al poco tiempo de gestación los médicos dijeron que por las secuelas del accidente el bebé se estaba formando en una posición totalmente inviable. Debía hacerse un aborto terapéutico y le pronosticaron que lo más probable era que no pudiera jamás tener hijos. Frida se hundió en un abismo.
Un año después, la pareja se mudó a San Francisco, Estados Unidos. A Rivera le habían encargado una serie de murales en ese país y, por otro lado, la política en México se había vuelto complicada para los que pensaban como ellos y militaban en la izquierda.
En la ciudad norteamericana Frida conoció a un gran cirujano llamado Leo Eloesser quien se convirtió, además, en su gran amigo y confidente. Terminado sus compromisos laborales, la pareja viajó a Nueva York para una muestra y, luego, a Detroit para otros encargos artísticos de Rivera. En 1931 Frida le escribió una carta a su madre donde le decía: “Diego es bueno conmigo y me quiere (hasta ahorita) bastante”. Pero ya por entonces los amoríos de Diego Rivera con otras mujeres habían comenzado, y Frida lo sospechaba y sufría.
En Detroit, Frida volvió a quedar embarazada. Corría 1932 y se puso en manos de un ginecólogo que le recomendó su amigo el doctor Eloesser. Frida estaba radiante de felicidad.
A los tres meses y medio de gestación, el 4 de julio de 1932, tuvo una gran hemorragia y perdió espontáneamente al bebé. Le escribió a Eloesser: “Tenía muchas esperanzas de tener al pequeño Dieguito, quien iba a llorar mucho… pero ahora que pasó lo que pasó, no hay más que aceptarlo”.
Esa nueva y dolorosa pérdida fue volcada por Frida en una pintura conocida como Henry Ford Hospital. Su desolación la reflejó pintándose desnuda, en una cama del hospital, sobre una sábana blanca empapada de sangre. De su ojo izquierdo cae una gran lágrima y de su vientre emergen seis venas rojas que, como cordones umbilicales, se conectan con otras imágenes simbólicas. En el centro, está el bebé que no nació.
Su marido, Diego Rivera, enseguida se percató de la importancia de esta pintura. Frida estaba haciendo algo que ninguna otra pintora había hecho antes: plasmar con fuerza brutal lo más visceral de su existencia en un lienzo.
Ese verano también murió la madre de Frida mientras era operada de la vesícula. Un golpe tras otro.
De amor y de furia
Frida extrañaba muchísimo su país. Cuando volvieron a México en 1934 Frida y Diego se instalaron en el barrio de San Ángel en dos casas que hicieron unir por un puente ubicado en las terrazas de ambas edificaciones. Aquí, quedó nuevamente embarazada. El tercer hijo venía en camino, pero la decepción sería inevitable. Este bebé tampoco llegaría a nacer.
Ese mismo año tuvieron que amputarle a Frida unos dedos del pie derecho. Se concentró más que nunca en pintar. Era lo único que le proporcionaba paz.
Los romances de Diego con otras mujeres no le eran desconocidos. De esas “otras” dirá que eran jóvenes pintoras de gran talento. Y, según ella misma escribió sobre Diego, el talento “siempre está en relación directa con la temperatura de sus bajos”.
La gran traición ocurriría en esas dos casas unidas de San Ángel. Frida había hecho que Diego contratara a su hermana menor Cristina como secretaria. También había convencido a Cristina para que fuera su modelo desnuda para una obra que él estaba realizando y que se llamaba El conocimiento y la pureza.
Diego jamás reprimía ningún impulso hacia el género opuesto. La hermana y su marido terminaron traicionando a Frida sin el menor escrúpulo. Ella sospechó, además, que esa relación había nacido muchísimos años antes. Esta vez no soportó semejante afrenta y se fue de su casa.
Poco después, Frida pintó su cuadro más sangriento, Unos cuantos piquetitos: allí una mujer yace sobre una cama luego de las puñaladas de su pareja. Lo que había leído en el diario sobre lo que había dicho ese hombre la espantó: según el criminal solo le había dado unos cuantos “piquetitos” (pinchazos). Frida vomitó su horror en la tela donde derramó tanta sangre como le pareció necesaria para comprometer al espectador y que no quede indiferente. Aunque hay quienes dijeron que también reflejó su sentir por la traición que había vivido de parte de Diego y de Cristina.
De aquella época Frida dijo: “Han ocurrido dos accidentes en mi vida. Uno es el del tranvía; el otro, es Diego. Diego fue el peor de todos”.
Pero Frida y Diego se necesitaban mutuamente, así que el reencuentro sería inevitable. Un año después la pareja se reconcilió. Pero Frida, que pareciera haber tácitamente aceptado los deslices de Rivera, no se quedó atrás. También vivía sus romances. A ella se le adjudicaron varios amores con hombre y también con mujeres. Entre ellas, la artista Georgia O’Keeffe, la bailarina Jospehine Baker y la actriz Dolores del Río. Sin embargo, esos amores lésbicos no enojaron tanto a Rivera como el que Frida vivió con el escultor Isamu Noguchi. Se puso tan furioso que llegó a apuntarlos con un arma para que dieran por finalizado el romance. Otro largo amorío de Frida fue con un fotógrafo que vivía en Nueva York.
A pesar de las broncas y traiciones vividas, en 1936, Frida se amigó con su hermana menor y volvió a frecuentar a sus sobrinos.
Un revolucionario ruso entre las sábanas
En 1937, el revolucionario ruso de origen ucraniano León Trotski fue cobijado, junto con su esposa Natalia Sedova, en la casa de la familia de Frida en Coyoacán. Llegó a México escapando del líder ruso Iósif Stalin que había dado la orden de liquidarlo. En los primeros meses, León y Frida, admiración política mediante, habrían tenido un intenso romance que no prosperó, según se cree, porque la esposa de León le habría dado un ultimátum a su marido.
Las relaciones amistosas continuaron. De hecho, tanto Frida como Diego admiraban a Trotski y se decían “trotskistas”.
En 1939 Frida se involucra con el médico Heinz Berggruen en Nueva York. Por su parte, Diego Rivera, sale con la pintora Irene Bohus y la actriz norteamericana Paulette Goddard. Finalmente, el 6 de noviembre de 1939, Diego toma coraje y le pide el divorcio a Frida.
Frida, deprimida, se refugia en la casa de su familia en Coyoacán y en el cognac. Y no para de pintar. Sobre esa desgraciada época le dijo a sus amigos, en una fiesta: “Quise ahogar mis penas en licor, pero las condenadas aprendieron a nadar”.
Por esos tiempos, Diego y Frida ya estaban distanciados políticamente de León Trotski quien dejó la Casa Azul y se instaló en otra, en el mismo barrio.
En esa nueva morada, el 20 de agosto de 1940, fue asesinado por un partidario de Stalin llamado Ramón Mercader. El asesino se había infiltrado en su círculo íntimo poniéndose de novio con una de sus secretarias. Mercader se había hecho amigo del disidente ruso. La tarde en que lo mató ingresó con la excusa de mostrarle un texto, subió hasta su despacho y le clavó en la cabeza un pica hielo de montañismo. Trotski gritó desaforadamente y alcanzó a salir del escritorio para decirle a su mujer quién era el culpable. Acto seguido se desvaneció y murió al día siguiente.
Frida llegó a ser acusada de ser cómplice de Mercader en el homicidio. Fue arrestada y estuvo detenida dos días en la cárcel antes de ser liberada. Las sospechas habían recaído en ella porque había cenado con Mercader. Del incidente policial dijo: “Mi hermana y yo pasamos dos días llorando en la cárcel. Nos soltaron porque no éramos culpables ni del asesinato ni de los balazos”.
Reincidir con el mismo hombre
Poco tiempo después, Frida viajó a San Francisco para operarse con el doctor Eloesser. El reencuentro con su ex fue tan fuerte que decidieron volverse a casarse el 8 de diciembre de 1940. Pero esta vez Frida impuso sus propias reglas: vivirían juntos, compartirán los gastos y su amor por el arte, pero no tendrían ninguna vida sexual.
Como contrapartida la lista de amantes de ambos se vuelve infinita. Él seduce a la artista Rina Lazo; ella tiene un affaire con el pintor Joseph Bartoli. Ella coquetea con Chavela Vargas cuando le escribe al poeta Carloso Pellicer: “Extraordinaria, lesbiana, es más se me antojó eróticamente”. Aunque esa carta podría no ser verdadera, lo cierto es que las relaciones de Frida con mujeres no eran un secreto para nadie.
En 1949 Rivera se enamoró de la actriz María Félix. Frida, aunque vivía sus propias pasiones, sufría las infidelidades de su marido. Hay quienes sostienen que entre María, Frida y Diego existía, en realidad, un triángulo amoroso, debido a que la actriz pasaba largas temporadas en la Casa Azul de Coyoacán.
El adiós a una pierna
La pintora aplaudida por André Breton, el padre del surrealismo, se negó de forma tajante a ser considerada una expresión del movimiento: “Yo no pinto sueños, dijo, pinto realidades”. Es cierto. Volcaba en el lienzo calaveras, símbolos religiosos, presagios, la tragedia de la vida misma a todo color. La vida le dolía y a ella le brotaban pinturas.
“Perdí tres hijos y otra serie de cosas que habrían colmado mi existencia. La pintura ocupó el lugar de todo eso”, manifestó.
El camino de la salud de Frida no mejoró nunca. Por el contrario, empeoró con el paso del tiempo. Internaciones sucesivas, un intento de trasplante de hueso que fracasó y… el dolor, siempre el dolor. Entre tanto, seguía con sus clases y pintando. Solo le faltaba tener una exposición propia.
En abril de 1953, su deseo se llevó a cabo en la Galería de Arte Contemporáneo. La salud de Frida estaba tan deteriorada que los médicos le prohibieron ir. Ella jamás contempló la idea de perderse lo que más deseaba en el mundo. Hizo poner una cama de hospital en el medio de la muestra y una ambulancia la trasladó hasta el lugar. Antes, se tomó todos los medicamentos posibles para menguar sus tormentos. La prensa y los invitados quedaron impactados cuando la vieron aparecer engalanada con sus trajes y ornamentos típicos. Frida se mostró feliz, cantó los clásicos corridos mexicanos y tomó hasta el hartazgo.
Cuatro meses después, en agosto de 1953, acudió a su consulta con el doctor Juan Farrill. Él revisó con cuidado su pierna derecha y su pie donde solo había tres dedos.
-¿Qué es lo que me va a cortar, doctor?, ¿otro dedo?, preguntó Frida. Farrill le explicó que como causa de la gangrena debería hacer algo mucho más drástico: amputarle la pierna derecha. Se le cortaron por debajo de la rodilla. Con ironía y acidez ella comentó luego de la cirugía: “Pies… ¿para qué necesito pies si tengo alas para volar”.
Era tal enojo de Frida Kahlo por lo ocurrido que, al principio, se negó a usar la pierna de madera. Le parecía antiestética y, además, le causaba mucho dolor. Pero no tenía opciones si quería trasladarse. Empezó a probar con unos pequeños pasos. Poco a poco, pareció que había aceptado la idea porque hasta había encargado que le fabricaran unas botas rojas.
En 1954 enfrentó más inconvenientes de salud. Se negaba a ser ayudada. En mayo, se cayó de su cama con tanta mala suerte que se clavó una aguja en un glúteo que debieron sacarle en el hospital. Estaba apesadumbrada, nerviosa y dolorida. En julio, le diagnosticaron una bronconeumonía. Tenía que cuidarse, pero no había forma de que hiciera caso. Quizá a estas alturas ya se creía invencible o buscara el fin como fuere. ¡Muchas veces había querido abandonar el calvario de su vida tomando pastillas y calmantes! Lo cierto es que esa fría noche salió para participar de una marcha política. Al día siguiente empeoró. Murió un martes 13, de hace 67 años, a pocos días de haber cumplido los 47 años. Mitos aparte no parece casual el día en que se fue. Martes hace referencia al planeta rojo, a la destrucción y al dios romano de la guerra. Y, martes 13, en el imaginario popular suele ser presagio de mala suerte. En fin. Frida Kahlo se fue, pero nos dejó su increíble obra (más de 200 trabajos) y su bella Casa Azul. En la última línea de su diario había escrito antes de partir: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.
Luego de su muerte, Diego aseveró en una entrevista: “Tuve la suerte de amar a la mujer más maravillosa que he conocido. Ella fue la poesía y el genio mismo (…) Desgraciadamente no supe amarla a ella sola, pues he sido siempre incapaz de amar a una sola mujer”. Y agregó: “No tuve moral alguna y viví para el placer, doquiera que lo encontrara… Frida solo fue la víctima más obvia de esta desagradable característica de mi personalidad”.
Post Scriptum: Quizá, esas botas rojas fueran la mejor elección para simbolizar sus pasiones intensas, la sangre derramada, sus rojos pensamientos, los hijos no nacidos y la idea de que ella no cedería, jamás, su lugar en el podio de las mujeres fuertes, visibles, para convertirse en víctima de nada.