En la cola nadie habla. Una mujer se mira la punta del zapato y un joven tamborilea con los dedos sobre la pared. Han pasado unos pocos días desde que los cubanos tomaron las calles en una protesta sin precedentes en los últimos 62 años y la indignación invade cada espacio. En la medida en que salen imágenes de la brutalidad policial, más testimonios de madres con sus hijos desaparecidos desde aquel domingo y los videos de las ciudades militarizadas, la irritación popular crece.
Cualquiera que, antes de esa fecha ya histórica, no conociera la Isla pudiera decir que las autoridades han logrado controlar la situación y que la calma reina otra vez en las calles cubanas. Pero, en realidad esta aparente tranquilidad es solo espanto, ira y dolor. En La Habana la tensión puede cortarse en el aire y por todas partes hay policías, militares y civiles afines al Gobierno con improvisados garrotes en las manos. Dentro de las casas el malestar aumenta y las lágrimas corren. Pocos han vuelto a dormir una madrugada completa.
Miles de familias buscan a alguien en las estaciones de policía, otras tantas esperan que los uniformados toquen a su puerta para llevarse a algún pariente sospechoso de participar en las protestas. Algunos nuevos focos de inconformidad estallan en diferentes puntos de la geografía nacional y son ahogados a golpes y disparos por las tropas especiales, las temidas “avispas negras”. Numerosos periodistas independientes están detenidos, otros bajo encierro domiciliario y el acceso a internet ha sido censurado en varias ocasiones desde que estalló la primera demostración popular.
El pueblo que las autoridades mostraban como fiel en su totalidad al sistema, dócil y apacible ya no existe. En su lugar, hay un país lleno de gritos, algunos a voz en cuello y otros sordos que no se puede calcular con exactitud cuándo estallarán. La Cuba real se ha distanciado aún más de la nación que habita en la prensa oficial. Mientras la primera siente que ha recuperado la voz cívica, probado masivamente su fuerza en las calles y degustado decir en voz alta la palabra “libertad”; los titulares controlados por la prensa oficialista hablan de conspiraciones llegadas desde fuera, de grupúsculos que se manifestaron y de delincuentes que vandalizaron mercados. Ambos relatos son excluyentes y no podrán coexistir por mucho tiempo.
Miguel Díaz-Canel ha intentado matizar ante el micrófono las primeras palabras que pronunció aquel domingo cuando, prácticamente a cada hora, se sabía de un nuevo foco de protesta. “La orden de combate está dada” y “estamos dispuestos a todo”, amenazó entonces y el fantasma de la guerra civil sobrevoló el archipiélago. Ahora, sin retractarse de aquellas palabras, intercala conceptos como “armonía”, “paz” y “alegría” pero no logra convencer, porque a la par de esas frases almibaradas cientos de ómnibus por todo el país siguen desembarcando sus tropas de choque en plazas y barriadas.
Hasta ahora, la única flexibilización anunciada, en un intento de apaciguar las protestas, ha sido eliminar el límite para que los viajeros traigan a la Isla medicamentos, alimentos y productos de aseo. Pero la medida llega tarde, después de años de exigencias y ha sido vista como una migaja ante el fuerte reclamo social de que se desmantele el sistema, renuncien sus principales figuras y se comience cuanto antes una transición a la democracia. “La libertad no cabe en una maleta“, advierten muchos en las redes sociales, como tampoco a la rebeldía la detiene un escudo policial. “Teníamos tanta hambre que nos comimos el miedo”, se lee también por doquier. Pero ahora tenemos tanta ira que son ellos los que nos temen y se les nota.
Este texto fue originalmente publicado en Deutsche Welle para América Latina