El congoleño Popole Misenga, la afgana Nigara Shaheen y la siria Muna Dahouk se subieron a un tatami olímpico esta semana en los Juegos de Tokio para combatir más allá del judo y en representación de los 82 millones de refugiados del mundo.
Cuando en pocos minutos el judoca congoleño de 29 años Misenga cae en el templo de las artes marciales niponas, su viaje por segunda vez a unos Juegos Olímpicos termina, aunque sabe por su historia que hay mucho por recorrer.
Se abrocha fuerte el cinturón negro y todavía con sudor en la frente afirma: “Cuando me dijeron que participaría en un equipo de refugiados, pensé que me tomaban el pelo. La gente piensa que los refugiados no somos nada en la vida, pero aquí damos esperanza a otros refugiados para que tengan sueños”.
Misenga tenía nueve años cuando la guerra mató a su madre y le separó de sus hermanos, sobrevivió solo en el bosque siete días hasta que fue rescatado y trasladado a un campo de refugiados de las Naciones Unidas en su país, la República Democrática del Congo.
Allí descubrió el judo, un deporte al que se aferró y que le llevó a competir en el mundial de Río en 2013, donde pidió asilo y se quedó.
“Vivía en una favela y gracias a las ayudas deportivas pude dejarla, aunque las condiciones en el barrio siguen siendo malas”, cuenta el judoca, que agradece a la Federación Internacional de Judo y al Comité Olímpico Internacional (COI) la oportunidad que él y su familia, de dos hijos, recibieron.
Es solo una de las 29 historias de vida de unos atletas que bajo las siglas EOR en sus espaldas compiten como Equipo Olímpico de Refugiados en Tokio.
En plena crisis migratoria, el COI creó este equipo con 10 atletas refugiados para dar esperanza, y oportunidades deportivas, a las personas desplazadas del mundo.
Su presencia aquí es sinónimo de conflicto en sus lugares de origen: Venezuela, Afganistán, Siria, Irán, Irak, Sudán, Camerún, Eritrea o República Democrática el Congo, entre otros. Son atletas que aunque quisieran, no pueden competir por su país.
“Es un sueño, me siento profundamente honrado, pero también decepcionado porque nosotros no competimos en igualdad de condiciones”, lamenta tras haber quedado descalificado en su primer combate Misenga.
Se refiere a las dificultades de su equipo, las mismas de todas las personas refugiadas: no tienen pasaportes, ni facilidades para moverse por el mundo, tampoco para participar en competiciones internacionales o entrenar con otros deportistas de élite porque sus visados son rechazados.
“Somos refugiados y también personas, queremos un país que nos dé la bienvenida con nuestras familias para entrenar juntos, como el resto de atletas y tener mayores oportunidades”, reclama.
LA AFGANA QUE ES EJEMPLO
Nigara Shaheen desciende del tatami apenada y sin ganas de hablar. A sus 28 años, solo vivió en su tierra seis meses, hasta que su familia huyó de la guerra y se refugió en Pakistán.
Para esta atleta olímpica, el judo es más que un deporte, es el arma que le dio la fuerza y confianza necesarias para vencer múltiples obstáculos en la vida de refugiada y mujer.
Su perseverancia va más allá de las medallas y busca abrir el deporte a las niñas de su país, Afganistán, que en estos Juegos participa con una corredora en atletismo pero que en los Juegos de Sídney fue vetado por la discriminación talibán a las mujeres.
“Desgraciadamente en mi país todavía existe mucho tabú en relación a las mujeres en el deporte. Me sentiría orgullosa si algún día puedo ser un modelo para otras niñas y mujeres en Afganistán” afirmó en 2012, según recoge la organización.
SIRIA, EL PAÍS CON MÁS REFUGIADOS OLÍMPICOS
Muna Dahouk se siente “demasiado cansada para hablar” tras el combate, como si el peso sobre sus espaldas fuese mayor que el de su rival en el torneo de judo que la ha traído a debutar en los Juegos Olímpicos.
La judoca de 25 años, llegó a Países Bajos en 2019, tras la muerte de su padre, un entrenador de judo que la inició desde pequeña en este deporte junto a su hermana.
Es una de los nuevos refugiados sirios que conforman el equipo olímpico, los más numerosos, por un conflicto que desangra su país desde 2011.
Una crisis que la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), ha calificado como “la mayor del mundo”, con más de 6,2 millones de personas desplazadas dentro de Siria; 5,6 millones de sirios desplazados por todo el mundo y el 80 % viviendo en la extrema pobreza y necesitadas de ayuda humanitaria.
Durante la ceremonia de apertura en Tokio fue una siria, la nadadora Yusra Mardini, la abanderada del equipo de refugiados, que además contará con representación por primera vez en los Paralímpicos, para decirle al mundo y como repite el congoleño Misenga: “los refugiados puedan soñar con ser personas”.
EFE