Así lo refiere Mario Vargas Llosa en su libro «La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo», un texto dedicado a reseñar su vida, matizar sus libros y tratar de “describir, en su caso particular, la inmolación de un talento literario por razones éticas y políticas, fenómeno más que frecuente en los escritores —y no sólo latinoamericanos—”.
Embutido en sus creencias políticas revolucionarias, Arguedas se había convertido en el más respetado escritor del indigenismo peruano. Su principal obra, “Los ríos profundos”, junto con “Redoble por Rancas” de Manuel Scorza, sirvieron de anestesia literaria para muchos jóvenes en los años setenta que encontraron una ficción más cercana al marxismo indigenista de José Carlos Mariategui que las propuestas soviéticas del tipo “Así se templó el acero”, ganando el respeto del líder cuzqueño y haciendo recíproca su admiración.
El privilegio de conocer íntimamente “en sus miserias y grandezas” un país “escindido en dos mundos, dos lenguas, dos culturas, dos tradiciones históricas”, que le dio una perspectiva mucho más amplia por encima de otros escritores, junto a su patética vida, “con traumas de infancia, que nunca llegó a superar y que dejan un reguero de motivos en toda su obra, sumados a crisis de adulto, que lo condujeron al suicidio”, lo convirtieron en el escritor peruano “favorito” de Vargas Llosa, de “esos que uno lee y relee y llegan a constituir su familia espiritual” por encima de los “más grandes, como el Inca Garcilaso de la Vega o el poeta César Vallejo”.
El obsequio de Arguedas fue agradecido por Hugo Blanco con una carta de respuesta en tono lírico donde le recordaba un mitin en la plaza del Cusco, con los campesinos gritando «¡Que mueran todos los gamonales!» mientras los «blanquitos» «se metían en sus huecos, igual que pericotes» que terminó profetizando: «Días más grandes llegarán; tú has de verlos».
Arguedas respondió el mismo día «Hermano Hugo, querido, corazón de piedra y de paloma» con texto propio de un revolucionario a otro revolucionario, exhibiendo sus credenciales políticas, “asegurando que, con excepción de uno solo (se refiere a César Lévano), ningún crítico entendió que la invasión de los indios colonos a la ciudad de Abancay descrita en Los ríos profundos prefiguraba «la sublevación» que sobrevendría en el Perú cuando llegara «ese hombre que la ilumine» y los haga «vencer el miedo, el horror que les tienen» a los gamonales. Dice haber llorado esperando la llegada de ese líder, que es Hugo Blanco: «¿No fuiste tú, tú mismo quien encabezó a esos “pulguientos” indios de hacienda de nuestro pueblo; de los asnos y los perros el más azotado, el escupido con el más sucio escupitajo? Convirtiendo a ésos en el más valeroso de los valientes, ¿no aceraste su alma?», relata Vargas Llosa.
Diez años después, en plena <<década perdida>> latinoamericana, el indigenismo marxista renacería en el Perú sin los empeños intelectuales de Mariategui, ni las calidades literarias de Arguedas y Scorza.
Pero sí más violento y dispuesto a disputar el poder en nombre de ese Perú <> del que habían hablado los intelectuales con la insurgencia de los grupos terroristas Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru.
La consecuencia fue una extensa cadena de muertos que los cálculos más conservadores estiman en más de veinte mil en una extensa ola de violencia que no pareció tener fin hasta que a mediados en 1992, la mano dura del régimen dictatorial de Alberto Fujimori logró derrotarlos militarmente y exhibit como una fiera enjaulada con su traje a rayas a un desconcertado e iracundo Abimael Guzmán, siniestro jefe del más fanático de aquellos movimientos extremistas.
Bastante lejos de lo que muchos creyeron, el indigenismo peruano, herencia del Inca Garcilaso, siguió vivo y coleando en sus catacumbas ya sin Mariategui y Luis Valcárcel, sin Arguedas, con el <> encarcelado y el líder campesino Hugo Blanco envejecido.
Han transcurrido casi tres décadas desde que muchos dieron por concluido el indigenismo marxista peruano, pero hoy Pedro Castillo, un modesto maestro de escuela, lo ha reivindicado vestido con traje azul discretamente bordado con motivos indígenas en el cuello, luciendo el tradicional sombrero chotano de paja y ala ancha, cuando al momento de recibir los símbolos del poder del Estado peruano como nuevo presidente de la república del Perú de manos de la presidenta del parlamento, María del Carmen Alba, dijo: <>
Se ha puesto en claro que la <<utopía arcaica>>, como calificó Vargas Llosa las “ficciones del indigenismo” de José María Arguedas, no se extinguió con el pistoletazo en la sien que este se autopropinó ante el espejo de un baño de la Universidad Nacional Agraria La Molina, en Lima.
La llegada al poder del indigenismo en el Perú de la mano de Pedro Castillo pudiera ser la prueba definitiva de la invalidez de esa narrativa en blanco y negro de la historia peruana.
Un relato sin matices de ningún tipo que trató de reducir la realidad y la historia peruana a la explotación inmisericorde de parte del gamonal en contraste con la pureza del indio en la oposición de la sierra con la costa peruana.
Negros nubarrones se vislumbran en el futuro político del Perú que amenazan con extender la inestabilidad de la nación de no privar el entendimiento político.
La negación de la señora Keyko Fujimori a reconocer los resultados, en una postura que recuerda la absurda intransigencia de Trump en Estados Unidos, junto con una incontenible campaña de ataques desacreditando al nuevo gobierno mofándose del indigenismo son un mal signo.
Y si la postura del señor Pedro Castillo se queda en <>, un cuento recopilado en Cusco por José María Arguedas -que me recordara mi buen amigo Ricardo Ríos- en cuyo desenlace el amo lame el cuerpo del pongo embadurnado de excremento mientras él lame el del amo cubierto de miel, entonces tendríamos un Perú desgarrado que pudiera regresar a cruentos escenarios de violencia.
Ojalá y domine la sensatez que dé lugar al diálogo y la negociación que haga posible la recuperación del crecimiento económico de la nación y acelere la corrección de sus profundas desigualdades sociales para dar soporte a un Estado eficiente capaz de asegurar la estabilidad política de la nación.