Un paso desafortunado y “¡bum¡”. La explosión abrió un hueco donde quedó Efraín Soto, con el ojo destrozado. Entonces el conflicto ardía en Colombia. Nueve años después, con un acuerdo de paz en curso, cayó en otra mina que lo laceró y mató a su hermano.
Efraín podría ser un caso único en la lucha que persiste en la región del Catatumbo, fronteriza con Venezuela, tras la firma del acuerdo de paz con la exguerrilla FARC en 2016.
Son tierras sembradas de coca y artefactos explosivos, ocupadas por otros grupos alzados en armas que llegaron primero que el Estado y reemplazaron a los rebeldes.
En esa zona biodiversa, donde los grupos ilegales hacen las veces de autoridad, el campesino de 38 años sobrevive a la violencia.
Hora y media de camino separan la casa de Efraín del pueblo más cercano, por senderos empantanados, vegetación espesa y una temperatura que promedia los 30°C. La simple acción de caminar le causa “miedo” y “zozobra”.
Las minas le quitaron un hermano de 41 años, el ojo derecho, parte de la audición y agujeraron su pierna diestra.
Caer dos veces en esa trampa indiscriminada le provocó una “crisis nerviosa”, “convulsiones” y “unas ganas de llorar, unas ganas de correr, miedo”. Desde hace ocho años toma medicamentos para controlar las secuelas psicológicas.
Tras seis décadas de conflicto armado, las víctimas por artefactos explosivos en Colombia van en aumento, según el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).
En el primer semestre de este año 263 personas (21 menores de edad) han muerto o resultado lesionadas por minas, granadas o cualquier otro pertrecho, de acuerdo al organismo humanitario.
El departamento Norte de Santander, al que pertenece el Catatumbo, es el segundo más castigado después del Cauca (suroeste), con 86 víctimas. “Uno no quisiera estar en una zona de estas pero no hay para donde coger”, lamenta el campesino desde su casa de madera y techo de lata.
Colombia es uno de los países más afectados por minas, con más de 12.000 víctimas entre 1990 y 2021, según la oficina del Alto Comisionado para la Paz.
– Sin paz –
“El 14 de junio del 2011 a la 1:30 de la tarde fue la primera vez”, recuerda Efraín. Estaba hablando por celular con su esposa a pocos metros de su vivienda cuando una explosión lo sacudió. Un chorro de sangre le escurría por el ojo.
Familiares improvisaron una camilla con una hamaca para cargar al hombre de 1,94 metros por largas trochas. Después de cinco horas de trayecto a pie y en vehículo, llegó malherido al hospital de Cúcuta, donde estuvo en rehabilitación por cuatro meses.
“Yo vivía angustiado (…) uno cree que Dios no existe”, deplora. Después de cuatro años volvió a su tierra para sembrar una cruz de palo donde su vida cambió por primera vez.
“El segundo fue el 16 de abril del 2020”, su hermano Carlos detonó accidentalmente una mina que afectó a ambos.
La tragedia se repitió: “Salir corriendo, buscar la hamaca y corra pal’pueblo otra vez. Y él desangrado, desangrado”. A la localidad de Tibú llegó con “los labios morados” y falleció. Efraín visita ahora su tumba decorada con flores artificiales.
De un total de 1.122 municipios, Colombia ha desminado 448 desde que firmó la paz, pero 137 “no gozan de las condiciones necesarias” para ser intervenidos y el Catatumbo pertenece a ese eslabón, según la oficina del Alto Comisionado para la Paz.
Y la violencia sigue. Cuando apenas se recuperaba del duelo, Efraín recibió un disparo sin razón, asegura, y muestra la cicatriz de una bala que le perforó el estómago hace un mes en Cúcuta.
El campesino dice haber perdido la esperanza de conocer un país “en paz”. No es el único.
– Vidas mutiladas –
En abril, cuando cortaba un árbol para “hacerle un ranchito” a su hermano, Iván Rodríguez sintió el “bombazo”, “el humero y ese tierrero”.
Se mantuvo “consciente” y “tranquilo” las cerca de tres horas que tardó en llegar al hospital, recuerda el joven de 24 años, que perdió su pie derecho y a quien casi le amputan un brazo herido.
Con muy poco seguimiento médico, hace terapias en casa con ayuda de su hijastro de 5 años.
“El miembro fantasma” le duele y pica aunque ya no esté, pero sueña con una “prótesis pa’poder caminar” o jugar fútbol.
Su esposa elogia la valentía con la que sortea las dificultades: “En vez de nosotros darle fortaleza a él, él nos la daba mucho a nosotros”, asegura Paola Acuña, de 23 años.
Los explosivos se usan en Colombia para proteger los mayores cultivos de coca del mundo y también como arma de rebeldes, narcos y grupos de origen paramilitar.
Juan Gabriel Luna, experto del CICR en el tema, destaca la “resiliencia” de las víctimas, tras uno de los talleres que organiza para prevenir más casos por distintos tipos de armas “diseñadas para matar, herir y mutilar”.
“Uno ya no es el mismo (…) pero trato de seguir pa’lante porque para qué se va a poner uno mal si ya no le va a crecer el pie”, se consuela Iván.
AFP