Lo que verdaderamente estremece de la retirada caótica de las tropas norteamericanas que ocupaban Afganistán desde hacía 20 años, es que revela síntomas de la decadencia inequívoca que agobia a la primera potencia del mundo, pues ganar una guerra como la que brillantemente se llevó acabo en el 2001 para poner fin a las atrocidades de las bandas terroristas del Taliban, para después tomarse un tiempo desmesurado en consolidarla y no concluir en nada, nos coloca ante el hecho cierto de que la democracia mundial ha perdido a su primer bastión.
Malas noticias, entonces, para los cientos de miles de hombres y mujeres de Myanmar que en las calles, selvas y montañas de ese país luchan para restituir a la libertad a su líder, Aung San Suu Kyi, detenida después que una horda de generales asesinos, corruptos y narcotraficantes derrocó en febrero al gobierno democrático del presidente, Win Myint; para el pueblo cubano que, despues de 62 años de comunismo, le dijo el 18 de julio pasado a los dictadores Raúl Castro y Díaz Canel que no quieren más socialismo, ni dictadura totalitaria, sino el regreso al país de Martí de la democracia, del capitalismo y del Estado de Derecho; y malas noticias, por último, para los demócratas venezolanos que han visto a su país reducido a ruinas en algo más de 20 años, por el empeño de una suerte de talibanes marxistas y tropicaloides por inundar a América del Sur con los horrores de la herencia de Stalin, Mao, Fidel Castro y el Ché Guevara.
Pero no es solo en Asia y América Latina donde “talibanes” de todos los pelajes (religiosos, ateos, socialistas, populistas y anarcocomunistas) hacen nido y envían sus críos y aullidos a destruir la civilización occidental y plural y sus logros más calificados, la democracia constitucional, la tutela de los Derechos Humanos y el Estado de Derecho, sino que en la propia Unión Europea, en países como España, Inglaterra, Bélgica, Hungría y los países nórdicos, crecen estos brotes y con diversos pretextos y motivaciones buscan un solo fin: debilitar y destruir la democracia liberal para sustituirla por un sistema medianamente colectivista, estatizante y regido desde un solo centro de poder universal establecido en Nueva York, Bruselas, Davos o Roma.
Sería la primera cruzada neomedieval del siglo XXI, emprendida contra el Estado Nacional, comandada por centros de poder político como la Rockfeller Fundation y la Open Society Fundation de George Soros y financiada por los nuevos “Caballeros Templarios” de las Big Tech, las Big Pharm y los Big Bank.
Es lo que algunos filósofos de la historia, teologicistas y milenaristas (Omar Bula-Escobar, César Vidal y Giuseppe Noccera) empiezan a denominar como “globalismo” -sin referencia a la globalidad de los mercados abiertos tan de moda hace 20 años- con definiciones algo confusas e imprecisas, pero que, sin duda, expresan la aparición de bloques de poder no autopsiados hasta ahora, pero cuyos ronquidos ya se oyen demasiado cerca.
La crisis política y social detonada en los Estados Unidos a comienzos y mediados del año pasado, con sus grupos armados como el BLM sitiando, saqueando e incendiando ciudades, vandalizando las estatuas y símbolos de los “Padres Fundadores”, solidarizándose con las dictaduras de Raúl Castro y Nicolas Maduro y con una jefatura sustentada en el apoyo de inmigrantes islámicos que en número de casi 200 mil fueron ingresados al país en tiempos del expresidente Obama, pueden brindarnos indicios y pruebas abundantes de que, como dice el rock de Bob Dylan, “The Times they are a Changin”.
El republicano liberal y libre mercado, Donald Trump, fue derrotado, -presuntamente mediante un fraude gigantesco-, en las elecciones presidenciales de noviembre pasado por un demócrata radical de la linea Obama, Joe Biden, quien, inmediatamente, suspendió las políticas agresivas de Trump hacia las dictaduras socialistas de Raúl Castro en Cuba y Maduro en Venezuela, volvió a la estrategia de entendimiento y cooperación tecnológica, industrial y monetaria con China y a un “Acuerdo” que se había firmado en Doha, Catar, hace un año para un retiro “ordenado” de las tropas norteamericanas de Afganistán -posterior a otro “Acuerdo” tan o más importante que el primero-, entre las partes del conflicto afgano, el gobierno del presidente Ghani y la oposición de talibanes resurrectos comandados por el mulha, Baradar-fue echado de lado para que los talibanes fueran ocupando posiciones hasta llegar a Kabul y prácticamente sacaran a los soldados norteamericanos del país “a patadas”.
Todo lo que hemos visto en las cadenas de televisión por cable y las redes en los últimos tres días y que tanto recuerdan a las imágenes de la estampida de las tropas norteamericanas de Saigón en 1973 después de la ocupación de la capital de Vietnam del Sur por los guerrilleros triunfantes del Vietcong.
Pero en Vietnam se había perdido una guerra, en tanto que en Afganistán se había ganado, por lo que un análisis de las causas y consecuencias de los hechos que llevaron a las dos derrotas tienen que ser atribuidas, no solo a la naturaleza de los gobiernos que regían al país cuando se produjeron las retiradas, sino a los cambios que se vienen operando en la democracia norteamerica en las últimas décadas y que algunos historiadores ya califican como de modelo en decadencia o que necesita cambios y reformas urgentes para volver ocupar la vanguardia en la defensa de la civilización occidental y cristiana.
Una visual sobre cualquier ciudad norteamericana en estos días nos trae calles, parques y plazas de gente triste, pesimista, desolada y, definitivamente, inconforme con su situación personal y social, y donde slogans como el “Sueño Americano” o la consigna del expresidente Trump: “Hagamos a América grande otra vez”, no saben a nada.
No hablemos de instituciones como los partidos, el Congreso, el sistema judicial y fundaciones de diversa índole, percibidos como camadas de corruptos e incompetentes que hacen esguaces con los presupuestos que emanan del Estado, vía un rígido cobro de impuestos, como en cualquier otro país del Tercer Mundo.
Particular mención debe merecer la educación, dominada desde el primer período del expresidente Clinton (1993-2001) por maestros y profesores marxistas antinorteamericanos, antidemócratas y anticapitalistas y son la causa de que sectores importantes de la clase media ya no se sientan atraídos ni por la historia, ni por la cultura, ni los valores de la primera democracia del mundo.
Por último, detengámosnos en el detalle de que es, en este contexto, donde transcurren los 20 años de la ocupación norteamericana en Afganistán, programada para darle una lección de escarmiento a los Talibanes por el atentado de las “Torres Gemelas” y al jefe de la organización terrorista “Al Qaeda”, comandada por Osama Bin Laden.
Pero también para ayudar y colaborar con el pueblo afgano a construir una república democrática constitucional e independiente que era, por lo que habían luchado contra la invasión soviética de los años 80 para imponer el comunismo y la habían derrotado, dándole una lección de heroismo y civilidad a todos los pueblos democráticos del mundo.
Por que una democracia enferma, -como ha sido la democracia norteamericana desde los tiempos de Clinton-, no puede contribuir a fundar una sana, a menos que ella misma se saneé en el proceso de sanación.
Y eso ocurrió, porque a los males afganos que habían dejado los talibanes, se sumaron los de burócratas llegados de Estados Unidos y de los países aliados que ya para el 2006 hicieron surgir la sospecha que el regreso de los Talibanes, si no era inminente, se haría inevitable.
Por eso, no pudo ser más oportuna y acertada la afirmación de un experto militar norteamericano que afirmó hace unos días: “Esta fue una guerra ganada en un año, que se perdió cada año durante los 20 que duró la ocupación”.