Un reciente homicidio en la capital falconiana ha conmocionado a sus habitantes, sobre todo porque el autor, el cual ya confesó ante un tribunal, es un reconocido médico, propietario de una clínica privada de Coro, quien no solo le quitó la vida a un ladrón, sino que enterró el cadáver a escasos 100 metros del centro asistencial, en Cabudare, municipio Miranda.
Por lanacionweb.com
El doctor Diego G., de 66 años de edad, no contaba con que la madrugada del 17 de agosto, cuando ocurrió el homicidio, hubo un testigo silente y sería quien se encargaría de sacar todo a la luz pública, pese a que, al hacer eso, le representaría inculparse, pues era el cómplice del ladrón. Se suponía que estaba apartado de quien cometía el hurto, pero atento para avisarle si alguien aparecía. Y no lo hizo. A esa hora, la clínica estaba cerrada, no había personal.
Él vio cuando el doctor lo sorprendió y escuchó que le disparó a su amigo, Ronald Javier Ortiz Jiménez, de 44 años, pero prefirió huir. Al otro día, al saber que Ronald no había regresado a su casa, le contó a la esposa del desaparecido lo que pasó y ambos decidieron ir al Cicpc de Coro.
Horas después, una vez se vio descubierto, el médico se sintió seguro de haber cometido el crimen perfecto, al decirles a los funcionarios que fueron a buscarlo a la clínica que sí lo había hecho, pero que mientras no apareciera el cadáver no habría delito y que no lo hallarían nunca, porque lo había arrojado a El Haitón del Guarataro, la cueva de caliza más profunda de Venezuela, en el parque nacional Juan Crisóstomo Falcón.
El médico fue detenido preventivamente y las investigaciones iniciaron en El Haitón, que más que una cueva, es un foso de más de 300 metros de profundidad.
Vale acotar que el mes anterior, el galeno había denunciado ante el Cicpc la cadena de hurtos de la que estaba siendo objeto su clínica. Incluso advirtió que, si sorprendía al ladrón, lo mataría.
Aunque desde un principio Diego quiso entorpecer las investigaciones, asegurando que no hallarían el cadáver de Ronald, el pasado 23 de agosto, cuando estuvo frente al juez, lo reveló todo, inclusive que el cadáver estaba enterrado a unos 100 metros de su clínica, pero hizo la salvedad que le disparó al ladrón porque pensó que este lo atacaría primero, pero que su intención no fue asesinarlo.
Contó que le disparó con una escopeta a Ronald y lo hirió en una pierna. Pero que él quiso ayudarlo, hasta le hizo un torniquete para evitar que se desangrara, pero pese a que el herido le pedía que lo llevara a un hospital, no quiso hacerlo, porque le argumentaba que en cualquier otro centro asistencial le darían el mismo tratamiento que estaba recibiendo en ese momento.
Aprovechó para interrogarlo y logró que el herido le diera los apodos de los compinches con los que había cometido los hurtos anteriores. Pasadas las horas, Ronald murió, desangrado. Ni en ese momento el doctor dio aviso a las autoridades.
Metió el cadáver en unos sacos, lo ató a una silla de ruedas y lo escondió. Eran cerca de las 5 de la madrugada. Ya de mañana, el doctor le pidió a uno de sus empleados que cavara una fosa en un terreno aledaño a la clínica, supuestamente para hacer un compostero.
Durante el resto del día, el doctor atendió a sus pacientes normalmente. Pero ya en la noche, cuando cerró la clínica, trasladó el cuerpo en la silla de ruedas hasta la fosa, donde, después de echarle cal, sepultó el cadáver de Ronald.