Los líderes son distintos a los dirigentes. Estos son necesarios y útiles a los pueblos, aunque a veces carecen de coraje, templanza y valentía para conducirlos y orientarlos. Por desgracia, desde que existen las encuestas, la mayoría de ellos se han convertido en sus prisioneros. Así, han terminado por no conducir a la gente, diciendo lo que, supuestamente, las mayorías quieren escuchar. En lugar de dirigir, se dejan conducir por matrices de opinión, muchas veces falsas.
El liderazgo, en cambio, es una conducción superior que debe convencer a los pueblos sobre la conveniencia de una posición y sus formas de lucha para alcanzar el triunfo de esos objetivos. En política, como bien se sabe, la meta es el poder, y este sólo debe ser un instrumento. Porque si estamos frente a un elevado liderazgo moral, el poder no puede ser un fin en sí mismo sino un medio para mejorar la vida de la gente.
Hay varios ejemplos al respecto. Uno de ellos, tal vez el más emblemático, fue Winston Churchill. En los años treinta, y a raíz del ascenso de Hitler al poder en Alemania, el líder inglés se dedicó, con ocasión y sin ella, a denunciarlo como una amenaza contra el mundo libre y, en particular, contra su país. Mientras tanto, la mayoría de los dirigentes europeos, especialmente los británicos, querían negociar con el dictador alemán. Muy pocos creyeron entonces a Churchill y hasta llegaron a acusarlo de estar fuera de sus cabales. Pero, él, nadando siempre contra la corriente, insistió hasta que, tarde ya, Inglaterra se dio cuenta del error de haber menospreciado a un sicópata extraordinario como el líder nazi.
Churchill fue un líder auténtico. Su discurso en aquel entonces no era precisamente el que querían oír sus compatriotas. Pero no se amilanó, ni se plegó a lo que la mayoría pacifista quería por esos años. Todo lo contrario: la enfrentó, corriendo el riesgo de liquidar su carrera política y su credibilidad. Al final, los hechos le dieron la razón, fue elegido primer ministro y ganó la guerra, junto a los aliados. Pero lo logró porque era un líder y no un dirigente.
Por desgracia, hoy en Venezuela, aunque existan muchos dirigentes, no hay un liderazgo claro y convincente. No hay liderazgo en el régimen, ni en la oposición. No hay liderazgo en los organismos intermedios de la sociedad civil, ni en el ámbito militar. Lo que existe es una especie de anomia y de anarquía, donde un régimen dictatorial detenta el poder férreamente, aunque sin capacidad para gobernar y abrumado por los problemas que él mismo creó, frente a los cuales -sin embargo- exhibe una incapacidad vergonzosa.
Se trata de una situación preocupante, sin duda. Porque un país sin liderazgo es una nave a la deriva. Y así estamos ahora. Porque un liderazgo real es aquel que provoca en la gente una mística contagiosa, una emoción en las conciencias, un sueño compartido por miles o millones y, sobre todo, una indetenible vocación de cambios profundos.
El régimen carece ahora de todo ello. Si alguna vez, bajo el liderazgo delirante de su extinto jefe, emocionó a alguna gente, hoy es un cascarón vacío de ilusiones y proyectos, sin un líder real y en medio de la más espantosa corrupción y mediocridad. Maduro nunca ha sido líder de nadie. Llegó allí impuesto por su protector, a su vez presionado por intereses foráneos. Por eso, su gestión ha sido un desastre, agravado por la nefasta herencia que le dejó su jefe.
Lamentablemente, en la oposición ahora falta también un liderazgo que apasione, oriente y señale caminos a los venezolanos. No estoy hablando de otro caudillo, ni un nuevo “salvador de la patria”, ni de otro “iluminado”. Ya sabemos que por creer algunos en esas pendejadas llegamos a este desastre. Lo que viene no es tarea de un solo hombre, sino todos los venezolanos, bajo la conducción de un liderazgo democrático, rodeado de los mejores, que nos una y nos oriente.
Pero debe ser un liderazgo que, incluso, como Churchill, sea capaz de nadar contra la corriente si es preciso, sin dejarse llevar por la desesperación, los radicalismos infantiles o las estrategias del régimen. Un líderazgo con los pies sobre la tierra, sensato y audaz al propio tiempo, experimentado y abierto a los nuevos tiempos, corajudo, capaz de abrir la transición que necesariamente debe venir y que no puede ser conducida por cualquiera.