Huésped del coronel William Montagu, quinto duque de Manchester y gobernador de Jamaica, Simón Bolívar dedicó el verano de 1815 a escribir cartas y manifiestos sobre la independencia de la América española. Escribió al excanciller británico, lord Wellesley, “dando la alarma al mundo, implorando auxilios, a la Gran Bretaña y a la humanidad toda”. Si no se verificaba el apoyo de la Gran Bretaña y Estados Unidos, “la más bella mitad de la tierra sería desolada”.
También escribió a Henry Cullen, colono inglés de Jamaica, una carta que se convertiría en uno de los textos fundacionales del latinoamericanismo del siglo XIX. A pesar de vivir exiliado en esa isla del Caribe y de que la contrainsurgencia peninsular avanzaba tanto en la Nueva España como en la Nueva Granada, tras la supresión de la Constitución de Cádiz y la restauración absolutista de Fernando VII, Bolívar esbozó la utopía de una Hispanoamérica independiente y confederada. Una utopía, siempre hay que recordarlo, que imaginaba “imposible” y víctima de futuras “infelicidades”, “revoluciones” y “repúblicas devoradas por sus elementos”.
Luego de la discutida entrega de Francisco de Miranda a los españoles, Bolívar era el líder de la guerra separatista en Nueva Granada. Pero su visión en la “Carta de Jamaica” (1815) era sumamente abarcadora, ya que repasaba el estado de lucha en el Río de la Plata, Chile, Perú, Centroamérica y la Nueva España. Dividía aquella parte del “mundo de Colón” en dos mitades: la América Meridional y la Septentrional. A esta segunda dedicó pasajes muy reveladores en ese y otros textos.
Bolívar fue de los primeros republicanos de su generación en advertir que la independencia no era únicamente un asunto de soberanía nacional y formas de gobierno sino de geopolítica y derecho internacional. Nueva Granada, el virreinato que intentaba destruir, era el menor, territorial y demográficamente, de los cuatro que componían el imperio borbónico. La necesidad de avanzar en una integración republicana, por lo menos, con el antiguo reino del Perú era una forma de negociar en mejores condiciones la vecindad con la América Septentrional.
Las alusiones de Bolívar a Nueva España parten del reconocimiento de las enormes dimensiones de la América Septentrional, que llegaba hasta Panamá, frontera con la América Meridional. Bolívar atinó a observar la especificidad de que el proceso novohispano se caracterizaba por una fuerte presencia de sacerdotes y de la activación política del mito de Quetzalcóatl y el culto guadalupano. Pero no pensó que eso fuera una limitación para el avance de la ruptura con la monarquía católica. Sostuvo, de hecho, que el fernandismo y el autonomismo de muchos líderes eran por “apariencia de sumisión al rey” y vaticinó que, a pesar de los reveses de las tropas de José María Morelos, la Nueva España sería independiente.
En su reciente biografía, Bolívar. Libertador de América (Debate, 2020), Marie Arana concluye que Bolívar pensaba que en México se instalaría la forma monárquica de gobierno. Pero en la “Carta de Jamaica” se sugería que, por su “poder intrínseco, México sería la metrópoli” de un conjunto de repúblicas, en lugar de los reinos proyectados por el abate de Pradt en De las colonias y de la revolución actual en América (1817), que deberían confederarse. Debidamente informado por el veracruzano Miguel Santa María, su ministro plenipotenciario ante la Regencia y el gobierno de Agustín de Iturbide, supo muy pronto que México pasaría de un imperio a una república federal, dos formas de gobierno que desaconsejaba para las nuevas naciones de Sudamérica.
Las primeras comunicaciones de Bolívar a Santa María y otros enviados, cerca de las nacientes repúblicas de Perú y Chile, como Joaquín Mosquera, datan de octubre de 1821, recién consumada la independencia de México. Ya desde entonces se habla de una eventual reunión de representantes en Panamá, para concertar una “confederación”, no entendida únicamente como “alianza ordinaria para la ofensa y defensa” sino “mucho más estrecha” que la Santa Alianza: una verdadera “sociedad de naciones hermanas”. Cuando Santa María firma con Lucas Alamán el Tratado de Unión, Liga y Confederación entre Colombia y México ya había caído el imperio y el país se encontraba en plena transición republicana.
En un mensaje que, a nombre de Bolívar, envió el vicepresidente de la Gran Colombia, Francisco de Paula Santander, a Santa María, en febrero de 1825, se pedía al diplomático que acelerara la negociación de los protocolos del Congreso de Panamá con el canciller Alamán. Bolívar y Santander percibían que había recelos de parte de México porque las repúblicas de la América Meridional ya tenían acuerdos entre sí, mientras que México solo había firmado uno con Colombia.
El argumento que utilizaban era que México debía dejar a un lado sus temores y sumarse al proyecto de Panamá, ya que “el interés de todos era presentar la América unida fuertemente a los ojos de Europa, tomando al mismo tiempo una actitud tan imponente hacia la España, que la obligue a abandonar, por temor, sus delirios de conquista, y a hacer la paz”. Dado que México era la república más directamente amenazada por España, desde el eje naval de La Habana y San Juan de Ulúa, la propuesta fue bien recibida.
Alamán respaldó decididamente la idea del congreso anfictiónico. Pero a la propuesta de Bolívar de privilegiar la presencia de Gran Bretaña, como “miembro constituyente”, que, a su juicio, inhibiría a España y la Santa Alianza de la reconquista, respondió con una contrapropuesta. En instrucciones a sus delegados, Mariano Michelena y José Domínguez, Alamán indicó que, en caso de que se ventilara el conflicto de límites en torno al Soconusco, México debía hacer valer su derecho sobre ese territorio. También sugería que se propusiera un lugar de Yucatán como sede del Congreso y que se supervisara la participación de agentes extranjeros en el encuentro del istmo centroamericano.
Alamán coincidía con Bolívar en la conveniencia del involucramiento de Gran Bretaña en el proyecto de Panamá, pero dudaba del papel “constituyente” que el Libertador concedía a Londres y pensaba que otras potencias como Francia, Holanda y Estados Unidos exigirían una participación equivalente. Algunas de esas potencias eran beneficiarias de la Santa Alianza, como Francia, y otras, como Estados Unidos, tenían su propia política republicana y americanista, como era el caso de la Doctrina Monroe (1823).
Fueron esos reparos de Alamán los que decidieron que la invitación a representantes de potencias atlánticas se hiciera en calidad de “observadores”, no de “deliberantes”. Finalmente, solo dos enviados de aquellas potencias tomaron parte en los debates del verano de 1826 en Panamá: Edward J. Dawkins, agente de la Gran Bretaña, y Jan Verveer, observador de los Países Bajos. Richard C. Anderson, ministro plenipotenciario de Estados Unidos en Colombia, falleció en Cartagena antes de zarpar rumbo al istmo, y John Sergeant, otro enviado de Estados Unidos a Panamá, llegó después de las deliberaciones.
Como ha estudiado Germán de la Reza, en 1828 las reservas de México, tanto en la reunión de Panamá como en la de Tacubaya, eran más intrincadas que la disputa por la elección de la sede o la alianza defensiva frente a la reconquista española. Para México también era importante dilucidar qué tipo de confederación se negociaría y cuáles eran los contenidos de la “liga y unión”. También había una inquietud puntual, pero de la mayor trascendencia geopolítica, que era la de si se organizarían expediciones separatistas a Cuba y Puerto Rico y si ambas islas se constituirían como repúblicas soberanas o se incorporarían a México o a la Gran Colombia. El enviado extraordinario de Estados Unidos en México Joel R. Poinsett había recibido instrucciones precisas del secretario de Estado Henry Clay de oponerse a cualquier intento de alterar la soberanía española sobre esas islas.
Todo tipo de opciones se manejaron, con mayor o menor respaldo de pequeños grupos de conspiradores masónicos cubanos, residentes en la isla o exiliados en Estados Unidos, México y Colombia. Se pensó que ambas islas podían anexarse a la Gran Colombia, tal y como se imaginó que la parte oriental de Santo Domingo se integrara a esa república después de la proclamación de la independencia del “Haití español” por José Núñez de Cáceres en 1821, proyecto desechado tras la invasión haitiana del año siguiente. También se pensó que ambas se incorporaran a México o que Puerto Rico se anexara a Colombia y Cuba a México.
Nunca se descartó que Cuba y Puerto Rico se constituyeran como repúblicas independientes, pero se temía tanto a una rebelión de esclavos –que produjera nuevos jacobinismos negros, como el Haití de Pétion y Boyer– como a una anexión de las islas a Estados Unidos. La fractura final del proyecto anfictiónico, que se verificó en Tacubaya y cuyas causas fueron múltiples, sin excluir la fuerte oposición a la dictadura de Bolívar en la Gran Colombia y el avance del secesionismo en Venezuela y Ecuador, deshizo la posibilidad de llegar a un acuerdo sobre las islas del Caribe. En México, sin embargo, se siguió pensando en la independencia y posible incorporación de Cuba hasta el Tratado Santa María-Calatrava, con España, en 1836.
Tras el fracaso de la Convención de Ocaña, en que Bolívar intentó trasladar a la Gran Colombia el régimen centralista, de presidencia vitalicia y vicepresidencia hereditaria, en 1828, el prestigio del Libertador se vio severamente mermado. Líderes y pensadores admirados por él, como Benjamin Constant en Francia o el propio Henry Clay en Estados Unidos, escribieron comentarios adversos en los que resonaba la palabra “dictadura”. En México también se criticó la Constitución de Bolivia y del Perú y el poeta José María Heredia, un bolivariano cubano radicado en Toluca, exmiembro de la asociación masónica Soles y Rayos de Bolívar, escribió: “¡Ay! los reyes dirán con burla impía / que tantos sacrificios fueron vanos, / y que solo extirpaste a los tiranos / para ejercer por ti la tiranía.”
El desencanto se apoderó del pensamiento político de Bolívar en sus tres últimos años. Fue entonces que escribió la muy citada letanía al general Flores: “La América es ingobernable para nosotros. El que sirve a una revolución ara en el mar. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar…” Los motivos de aquella frustración eran varios: la guerra con el Perú, las secesiones de Venezuela y Ecuador, la renuncia de Antonio José de Sucre a la presidencia de Bolivia. Pero también pesaba la constatación de la imposible liga entre repúblicas que nacían corroídas por el regionalismo, el caudillismo y la guerra civil.
Rafael Rojas es historiador y ensayista cubano, residenciado en Ciudad de México
Este artículo se publicó originalmente en Letras LIbres el 1 de septiembre de 2021