Pero la realidad no amilana a los entusiastas, y Krugman es un entusiasta del intervencionismo, al que atribuye poderes mágicos mientras despotrica contra la “economía vudú” de otros. Si alguna vez le parece mal el intervencionismo es porque no ha sido lo suficientemente grande. Los que están en contra de subir el gasto público, es decir, de subirle los impuestos a la clase trabajadora, son unos perversos republicanos, que solo ofrecen una “mezcla de elitismo y hostilidad racial”. Lo dice en serio, mientras asegura que los tipos de interés seguirán bajos y la inflación no subirá. Cuando ambos suban, y subirán, ya se inventará otra cosa para seguir con el cuento de que el liberalismo significa fastidiar a los pobres y el socialismo significa ayudarlos.
En medio de toda su retahíla de tópicos contra Ronald Reagan, porque nadie es más odiado que quien más hizo por acabar con el comunismo, expone Krugman un argumento insostenible técnicamente: que el liberalismo defiende los menores impuestos porque así los ricos se enriquecen y después de enriquecerse sus beneficios “gotean” hacia abajo.
La tesis es un disparate, pero no solo porque ningún economista liberal la haya defendido, sino porque, como demostró entre otros el economista Thomas Sowell, es simplemente indefendible. En una economía de mercado, los ricos no benefician a los pobres después de enriquecerse sino antes. En efecto, la gente decide libremente comprar y pagar, y así enriquece a quien la beneficia (aquí desarrollo la falacia: https://bit.ly/3llmlt1).
El odio al liberalismo en general, y a Reagan en particular, obnubila las mejores mentes, y Krugman insiste en que el Estado es la solución, y es incapaz de concebir la posibilidad que revista algún inconveniente.
Este artículo fue publicado originalmente en La Razón (España) el 13 de noviembre de 2021.