A Sorsire Márquez y a Luis Ochoa
Antes tenía tantos sueños que, como un niño, nunca me preocupó el mañana. Todos los días los podía romper porque me sobraban motivos para ser feliz. Hoy, desarmado de razones y sin motivos para ser optimista acerca del futuro, vivo de los manjares y las mieles que me da la infancia y la tradición, de las genealogías y las viejas historias de mis raíces y de la fragancia embriagante de amores consagrados y furtivos y eros prohibidos.
Tiempo perdido y tiempo recobrado que transfigura todas mis filiaciones desde la cuna hasta el despuntar del sol y la declinación de la luna, en el lunasticio, cuando la vida cansada de mi domado ego se incline hacia la tumba y se consume mi caída. Si fuera estación, sería verano ardiente como el fuego incandescente del astro rey; si por el contrario me tocara en este natural teatro representar uno de los cuatro elementos, renacería en su opuesto, el agua, para descorrerme entre todos con la agitación sublime que se filtra entre los dedos de dos enamoradas; soberana, como la ternura que suave se desgarra gota a gota sobre un pubis palpitante y que ansiosa corre impaciente para purificar la desnudez.
Atrás, muy atrás, el Egipto de los poderosos, Ra, Isis, Osiris, Horus y Seth, que durante más de 3.500 años orientaron el destino de los faraones y sus pueblos en las extensas riveras del sagrado Nilo. Atrás los dioses griegos, Zeus, Hera, Apolo, Hades, que alimentaron el alma y las creencias de la cuna de Occidente y de la democracia. Atrás, los paganos dioses romanos, Júpiter, Minerva, Apolo, Venus, Diana, que trajeron ley y orden al caos.
Desde antes de que fuera un nombre fui muchos otros hombres y mujeres; me sentía un mensajero de mis ancestros indígenas, para ser útil en la germinación de vida y en la exhumación de secretos del alma; su génesis, sus enlaces amorosos, las vertientes de la química derramada y exaltada, henchidas en estrofas de un misterioso himno cantado entre coronas, urnas, flores y epitafios.
En bocetos de poesía divina y alfabética prosa cristiana militante, he visto crecer y decaer el mejor esfuerzo de los teólogos cristianos en su esclarecedor culto, el mejor de los intentos humanos por sostener la nueva creencia: la humanización de Dios mediante la figura de Jesús. Difícil concebir una religión de salmos más poéticos y de mayor fuerza vital para el alma. Jamás las parábolas fueron más lúcidas y prístinas en su elegancia y sabiduría. Nunca un culto conmovió y cultivó tanta belleza espiritual en la glorificación y el sufrimiento de sangre hija del martirio.
Los de hoy, hijos del paganismo de la era digital, el dios dinero, el dios poder, el dios cuerpo, el dios de la vanidad, y el dios de la concupiscencia, reinan y se pavonean en una sociedad pusilánime donde nada importa, nada duele y nada conmueve, diferente a los inicios, cuando la piedad, la compasión, la misericordia y el amor al prójimo ocupaban un lugar sagrado en la relación entre los hombres. Nunca antes en la historia de la humanidad la verdad estuvo tan próxima a la muerte, la ternura más cercana a la impudicia y el amor y la belleza más lejos de lo sublime.
Si digo miedo al futuro, es porque siento que en el ser humano ha empezado a rondar un temor a un nuevo amanecer, una manifiesta desconfianza en el otro y un evidente pánico a la venganza de la naturaleza y a las respuestas violentas y enigmáticas de todos sus hijos. Si digo que siento miedo al futuro, es porque la esperanza, la verdad y la felicidad espiritual está escondida y es un deber de buen cristiano, budista, musulmán o patrocinador de una nueva contracultura, buscarla en el pasado, en el presente, en el discurso, en el alma, y las raíces de todos los seres humanos y de los bienaventurados que yacen a los pies de los profetas y del señor todopoderoso.
Si afirmo que vivo el miedo al futuro es porque nunca antes en la historia se temió más a lo desconocido que en nuestros días, tan solo por el hecho de que la circulación de la información es miles de veces superior a lo que se veía en el pasado y las grandes tragedias donde fallecían millones de personas pasaban desapercibidas para la mayoría del planeta. Hoy la muerte de un gato, de un chimpancé o de una mamá delfín puede causar más conmoción, por el tratamiento que se le dé, que la muerte de un preso político o el asesinato en masa de manifestantes en lucha por sus derechos y deberes.
La revolución digital trabaja día a día sin escrúpulos para crearnos una coraza y hacer que la vida no importe, que el amor y la belleza yazcan rendidos frente a catástrofes impensadas que no nos sorprenderán por sus proporciones y alcances, ya sometidos y curtidos nuestros sentidos para hacernos inmunes a los dolores y a los pesares del alma. Siento que la revolución digital nació para inmunizarnos a las tragedias, a los desencantos, a las derrotas, para que las catástrofes y sus derivados se vivan como un parto sin dolor.
Theodore Roszak, escribió hace más de medio siglo, en un libro titulado: El Nacimiento de la contracultura, una justificada advertencia que hoy vemos consumada: Si la resistencia de la contra cultura fracasa, me parece que no queda en reserva nada para detener la consolidación del totalitarismo tecnocrático. Y es que estará equipado con técnicas de manipulación de la intimidad tan finas y discretas como una telaraña. Sobre todo, la capacidad de nuestro paraíso tecnocrático en ciernes, para desnaturalizar la imaginación absorbiendo todo significado a la razón, la realidad, el progreso y el conocimiento, hará que los hombres se vean forzados a considerar sus potencialidades, enojosamente incumplidas, como pura locura.
Veo y siento a futuro grandes peligros, con las falsas dimensiones igualitarias que golpean y corrompen a la democracia, el deterioro sistemático del entorno, el calentamiento global, el auge del anarquismo, el populismo, el autoritarismo, gracias a la utilización perversa de las nuevas tecnologías, a la orientación equivocada de las fortalezas de la democracia y al alejamiento del mérito como término esencial de gratificación ciudadana. Veo también un ser humano anulado, abatido, domesticado, presa fácil para tomar el camino inmediato que le ofrezca cualquier tipo de redención aventurera.
El mundo sin finalidad del que hablo, y que tan bien describió Roger Garaudy en aquellos libros de los setenta, La alternativa, Proyecto civilización, proyecto esperanza, que, jóvenes entonces, bebimos sedientos de insumos para vivir y combatir, es hoy cuando nos ha alcanzado. En el momento de más fortaleza intelectual, de menos relevancia física, pero de más corajudo aliento para un nuevo y largo combate por la civilización occidental, por la democracia y por la vida.
Estos son los tiempos en que tradicionalmente invocamos lo mejor de lo bueno que llevamos por dentro para los otros, nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestros amores, nuestros antepasados, cuyo espíritu está también con nosotros. Selma Langerlof, escritora sueca, una de las representantes del realismo romántico, escribió: Pronto será la mañana del primer día del año, David, y al despertarse, el primer pensamiento de los hombres será para el año nuevo. Repasarán en sus mentes cuánto esperan y cuánto desean de lo porvenir. Entonces quisiera yo poder aconsejarles que no pidiesen ni la ventura, ni el amor, ni el éxito, ni la riqueza, ni la vida larga, ni aun la salud. No, sino únicamente que juntasen sus manos y concentrasen sus pensamientos en una sola plegaria: !Señor, Dios mío, haced que mi alma llegue a su madurez antes de ser segada!
León Sarcos, diciembre de 2021