“Lo inyecté, y solo yo pude ver cómo sus ojos se cerraban lentamente y su sonrisa, la que ya casi nunca tenía, se desaparecía”. Así recuerda Rodrigo el momento de la muerte de su papá Pablo, un fallecimiento que llegó de la mano de él mismo, con la intención de dejarlo descansar, y que a día de hoy, de vez en cuando, le mortifica la mente y el corazón. Así lo reseñó La Nación.
Don Pablo tenía 89 años, pero sus últimos 8 años de vida no habían sido los mejores en cuanto a salud mental y física. Debido a sus décadas como fumador empedernido y tomador casual, el sistema digestivo y respiratorio de Pablo llegó a la vejez en muy mal estado. Aunque había dejado el cigarrillo y el alcohol desde los 60 por petición de sus hijos, ya el daño estaba hecho.
“Nunca tuvo cáncer, afortunadamente, pero sí tenía muchas complicaciones respiratorias y problemas en el estómago, por lo que estuvo por más de 40 años tomando muchos medicamentos diferentes al mismo tiempo casi todos los días”, relata Rodrigo, y agrega que tantos medicamentos también le causaron daños digestivos y “hasta mentales”.
Don Pablo era el pilar de su familia, una muy grande. Las fiestas en diciembre y en enero eran tradición familiar casi que obligatoria y todos los tíos, primos y sobrinos llegaban desde diferentes ciudades para visitar a Pablo y vivir las fiestas. Sin embargo, esas fiestas dejaron de ser igual de grandilocuentes y pasaron a ser más tranquilas y reservadas porque Pablo enfermó y cayó en cama.
”La debacle de mi papá comenzó en mayo del 2004, cuando sufrió un Accidente Cerebrovascular (ACV) y casi muere. Estuvo hospitalizado un par de meses y aunque las secuelas no fueron tan graves como pudieron haber sido, mi papá no pudo volver a caminar bien, necesitó de bastón y requería de ayuda para levantarse de las sillas y de su cama”, explica Rodrigo.
Luego de ese ACV, Pablo decayó mucho anímicamente y al mismo tiempo se hicieron frecuentes sus quebrantos de salud.
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