Convengamos, quedan muchas facetas por profundizar en torno a la dictadura de Pérez Jiménez y el inédito proceso político que suscitó su derrocamiento. Hay, y muy meritorios, estudios que calibran la larga e intensa experiencia de un gobierno que fue de las Fuerzas Armadas, aunque inexorablemente derivó en una camarilla que pareció recomponerse a finales de los cincuenta con la celebración del plebiscito.
Al caer el régimen, sus figuras más notables consiguieron huir del país, mientras otras fueron apresadas, aunque también las hubo hábilmente transmutadas en medio de la confusión. Maestros del oportunismo, estos renegados siguen en la hondura de los archivos y, a veces, nos preguntamos sobre el porcentaje de aquellos que sobrevivieron exitosamente al nuevo orden, luego de haberse celebrado como municípes, diputados y senadores del andamiaje plebiscitario que tan profusamente había divulgado sus nombres a mediados de diciembre de 1957.
Igualmente, nos preguntamos sobre el particular peso que tuvo la sección de inteligencia de la entidad armada para decidir la situación que alguna vez esbozamos (https://revistas.upel.edu.ve/index.php/tiempo_y_espacio/article/viewFile/7739/4445), ganándole la carrera al propio, como al resto de los componentes. O nos inquieta el más completo anonimato de aquellos que ofrendaron vida y corazón, a la vez que otros inventaron sendos actos de heroísmo con una imaginación cuasi literaria.
Por lo pronto, luego de leer un reciente y acertado artículo de William Anseume para el diario El Nacional, subyacente el tópico, llama la atención la conducta asumida por Rómulo Betancourt, pues, desde el principio se opuso a toda alianza con los comunistas en la brega antidictatorial. Después de innumerables tropiezos y fracasos, tuvo que admitir el acuerdo, postergando un enfrentamiento en el que, por cierto, la historia le dio razón: sencillo, primero, era necesario llevarse por delante al régimen marcial.
Ningún oficio más contradictorio que el de la política y Betancourt, como otros que se cuentan por miles, no era precisamente un marciano, apreciándose en él un elevado sentido de coherencia que, inevitable, estuvo sometido a la dura prueba de las realidades.
Valga acotar, la coherencia ha devenido expresión de fácil e irresponsable tráfico de opinión que al pretender combatir a los – sí, ciertamente – maniobreros de ocasión y oportunistas de vocación, la convierten en un dogma absurdamente antimaquiavélico. Son precisamente, los que esperan cómodos y sentados el final de la amarga telenovela frente al televisor, como nunca lo hizo Betancourt.
Fotografía: Regreso de RB a Venezuela, febrero de 1958.