Existe un ejercicio teórico en el campo de la reflexión ética que tiene dos preguntas, la primera, si estás cerca de unas vías férreas y observas que un tren está a punto de arroyar a tres personas si continúa su curso o, si accionas una palanca, atropellaría a solo una en una bifurcación del camino ¿Qué harías?. La mayoría de las personas responden que accionarían la palanca dado que prefieren, ante la ausencia de alternativas, la muerte de una a la de tres personas. La cuestión se hace compleja cuando llega la segunda pregunta: ¿y si la persona sola en las vías del tren es un familiar o allegado cercano como, por ejemplo, tu madre?.
El ejercicio revela que, por inclinación natural, las personas tratan de privilegiar, favorecer, enaltecer o proteger a su familia y allegados. Suena lógico pero al mismo tiempo también cruel, mucho más cruel para las tres personas del ejercicio teórico que deberán morir por no tener la relación de consanguinidad correcta.
Si relacionamos las reveladoras consideraciones de ese ejercicio con las actitudes deseables que esperamos de los gobernantes y el diseño legal que deben tener las instituciones políticas admitiremos que estamos lejos, muy lejos, de una gobernabilidad responsable y ética. Primero, si todas las personas, presumiblemente, tienden a discriminar entre sus familiares y allegados frente a las otras personas, debemos entender que un alcalde, un gobernador o un presidente, siendo también personas, tiende naturalmente al mismo defecto. No son dioses, ni gusanos, son humanos, demasiado humanos.
Por tanto, si los gobernantes son también personas, unas instituciones políticas con soporte ético deben someter a los gobernantes a las mismas leyes que obedecen los demás, es decir, no deben tener privilegios, ni ser adorados, ni se les debe rendir culto. Además, se les debe controlar de tal manera que se vean impedidos de usar el poder para beneficio personal, por tanto, la rendición de cuentas y el control político sobre su gestión, antes que ser accesorios, son elementos centrales de una democracia plena.
Si se deja espacio para la opacidad, el secreto, el ocultamiento y la discrecionalidad le damos oportunidad al gobernante, cualquiera que sea, de la ideología que fuera, de la religión que prefieran, activar la palanca y que el tren le pase por encima a un país entero si eso le permite a su familia, allegados y panas estar bien. Y, lo peor, es que lo justificará y dirá que lo hace para salvar a “la raza superior”, “al proletariado”, “a la revolución” o a su mamá. Aún más perturbador, encontrará siempre quién le aplauda.
Hoy en día, en Venezuela, no se conoce el presupuesto público, ni las estadísticas públicas, no se rinde cuentas, los medios se encuentran amenazados, censurados o controlados y las instituciones destinadas a proteger al ciudadano, como la policía y las Fuerzas Armadas, se dedican a la matraca descarada. Al grueso de la población le está pasando un tren por encima pero hay una minoría, una casta, que tiene las relaciones correctas y muestran y demuestran que, para ellos, “Venezuela si se arregló”.
Nos toca a todos los ciudadanos comprender qué lugar estamos jugando en este dilema ético. ¿Estás entre los que accionan la palanca para desviar el tren?, ¿estás entre los que, por sus relaciones de afinidad o consanguinidad, son privilegiados? O ¿estás entre los aplastados por el tren?. De el saber en qué lugar estamos dependerán nuestras acciones futuras.
Julio Castellanos / jcclozada@gmail.com / @rockypolitica