“Vivimos en un mundo en el que impera el populismo, en el que no se escuchan los razonamientos”, comentó Cate Blanchett sobre el film de Adam McKay (No mires arriba). La afirmación me atrae porque acabo de leer el ensayo de Mario Vargas Llosa en El estallido del populismo y ¿Qué es el populismo? de Jan Werner Müller. Y lo cierto es que la sentencia me causa una envidia tremenda pues, a estas alturas, no sé qué es el populismo; solo me queda el consuelo de intuir lo que no lo es y eso, tal vez, compense la frustración.
Lo mismo pasa con la idea de democracia, imposible de aprehender. No es extraño, entonces, que el populismo sea su reverso, su peor enemigo, también; tomando el relevo al comunismo cuando este caducó y fue sepultado con la Caída del Muro de Berlín y la elegía entusiasta de Francis Fukuyama en El fin de la historia. De modo que el fantasma que recorre el mundo no es ya el comunismo.
Tampoco me convence la alegría con que proliferan ciertas nociones: populismo de derecha (Trump), populismo de izquierda (Podemos), populismo militar (Chávez), etcétera. Pero acaso el populismo sea una especie de COVID social, pues ataca en las debilidades, sin patrones, adecuándose a cada víctima. Por ejemplo, Vargas Llosa atribuye al populismo de derecha, Trump, Le Pen, por contar dos, la crítica a la ocupación de inmigrantes en puestos de trabajo que corresponderían a nativos, pero este tipo de discurso se escuchó en el Perú, para hablar del país de MVL, donde los candidatos presidenciales se atragantaron con arengas xenofóbicas para ganar votos: desde Hernando de Soto que prohibiría la entrada de los pobres de otros países; hasta el propio Pedro Castillo, quien en más de una ocasión habló de echar inmigrantes.
Sin embargo, lo más preocupante es que la xenofobia gane votos, lo que mal pone al propio pueblo, nada edénico ni puro como pretenden pintarlo los populistas más cerreros. Es decir, los pueblos pueden ser malos, maldad que brota de la ignorancia, por supuesto, no de tentaciones diabólicas. Y los populistas, que son los seres más perversos del planeta, en vez de modelar sanas ciudadanías, cavan en esa maldad y la convierten en nacionalismo y el nacionalismo en «ajusticiamiento social» y nos guarde Dios de las variantes que podrían seguir.
El populista es un caudillo que pretende situarse por encima de la ley, que proclama la unicidad con su pueblo y que señala a los opositores como “enemigos de la patria”. Así, el populismo, antipluralista, no es una degeneración de la democracia como dice MVL; es, más bien, su negación, y no enfrentarlo puede desembocar en desastres como el venezolano. Vendría bien recordar a Montesquieu y la separación de poderes. Y cuando el populista, digamos, arremete contra el poder judicial, el legislativo o la prensa, definirnos equidistantes podría calificarnos de cómplices. ¿O es que el populismo avalado por votos es una forma de democracia del resentimiento, de ganadores contra perdedores?
Con tanta incerteza, Jan Werner Müller piensa que estamos ante un caos conceptual donde «casi cualquier cosa –izquierda, derecha, liberal, antiliberal– puede denominarse populista y el populismo puede verse como amigo y enemigo de la democracia». ¿O de verdad el populismo es la esencia de la democracia? Como sea, Nietzsche tiene razón con aquello de que solo podemos definir lo que no tiene historia. Quizás convenga cierta inmunización y abandonar cualquier teoría al respecto.