En 1849, el descubrimiento de una pepita de oro cerca de San Francisco provocó una inmigración descontrolada. Cuando la ilusión terminó quedaron pocos ganadores y una mayoría que regresó con las manos vacías. Sin embargo, aquel masivo movimiento humano llevó el progreso al oeste de los Estados Unidos
Por Infobae
En 1838, un hombre llamado John Sutter dejó atrás a Suiza, su patria, a su mujer, y a una jauría de acreedores que lo acosaban día y noche. “Necesito un nuevo mundo”, confesó ante sus amigos, y emprendió una interminable marcha por los Estados Unidos. Jamás pensó que el largo periplo lo llevaría a uno de los períodos de mayor locura de ese nuevo mundo que anhelaba.
En el duro camino, plagado de peligros –entre ellos, el ataque de los indios–, encontró a un grupo de misioneros, y cerca del actual Sacramento, entonces territorio mexicano de Alta California, empezó su utopía: fundó New Helvetia (Nueva Suiza), una pequeña comarca agrícola con tiendas y talleres que, aunque lentamente, prosperó.
No mucho después, los colonos norteamericanos se separaron del gobierno mexicano, y el ejército de los Estados Unidos ocupó California. Durante una década, todo fue paz y trabajo en New Helvetia.
Por entonces, Sutter contrató a un hombre más joven, James Marshall, para que construyera un aserradero cerca del río.
Pero una mañana, apenas nacido el año 1849, mientras el nuevo operario cavaba el lecho de un canal destinado a llevar agua al molino… un extraño brillo le asaltó los ojos.
Más tarde contó el episodio entre los pobladores:
–Recogí una o dos piezas, las revisé, y como conozco algo sobre minerales, recordé dos que se parecían a ellas: el hierro, muy brillante y frágil, y el oro, brillante y maleable. Después de golpearlas entre dos rocas, descubrí que podían ser moldeadas dándoles distintas formas… ¡y no se rompían! Entonces supe que se trataba de oro…
Le llevó cuatro o cinco pepitas a Sutter: –Mirá lo qué encontré. –¿Qué es? –Oro. Nada menos.
El amo de New Helvetia comprendió que el hallazgo podía destruir su plan de hacer de esa nueva patria un enorme granero. Codicia y dinero rápido versus riqueza lograda con tiempo y trabajo incesante.
Es dudoso que conociera el pasado remoto. Pero si era así, imaginó a Hispania saqueada por las tropas del Imperio Romano en busca de oro…
Angustiado, calló. Trató de que la noticia no siguiera su clásico destino: expandirse a velocidad de relámpago.
“Pero la gente siempre habla”, como escribió Enrique Cadícamo en el tango “Rondando tu esquina”.
En pocas semanas, los empleados y obreros de New Helvetia ¡pagaban sus compras con pepitas de oro!
No mucho después, Samuel Brannan, editor de un diario y dueño de una tienda de San Francisco, quiso comprobar el fenómeno en vivo y en directo: viajó a la comarca, no tardó en ver el negocio y multiplicarlo en su mente, y abrió una tienda para vender todo lo necesario para los buscadores: ropa adecuada, picos, palas, cernidores para buscar pepitas entre la arena del lecho del río, comida, bebida…
Luego de poner el pie en el filón, volvió a San Francisco, se vistió como un gentleman, y caminó por la ciudad con un frasco lleno de pepitas de oro, al grito de “¡Oro! ¡Oro! ¡Oro del río de los mineros!”
La noticia cruzó todo el territorio, llegó a la costa Este, y James Knox Polk, undécimo presidente de los Estados Unidos, la confirmó.
La fiebre del oro, en adelante, hizo estallar los termómetros. San Francisco sufrió una extraña metamorfosis: al principio quedó casi desierta, porque sus hombres se lanzaron hacia los campos donde los esperaba el oro…, pero miles la poblaron dos años después, en 1850, cuando se instalaron en ella… ¡25 mil buscadores!, la mayoría en chozas y carpas, porque multiplicaron más de treinta veces los 800 habitantes que vivían en relativa calma antes de que el brillo del becerro de oro los cegara como a los israelitas según la Biblia (Éxodo, 32).
Algunos editores de diarios anunciaron alerta rojo. Uno de ellos se acercó al Apocalipsis: “Todo el país resuena con el sórdido grito de ¡Oro!, mientras el campo queda a medias plantado, las casas a medio construir, y todos los negocios languidecen… excepto los que fabrican y venden palas, picos, botas, cernidores, carretas, asnos de tiro”.
Históricamente, “California gold rush” fue uno de los mayores fenómenos sociales en los Estados Unidos de esa época. Los “forty-niners” (alusión a los 49 primeros californianos que llegaron en busca de oro, y nombre que perduró) no conocieron límite ni nacionalidad. Se plegaron a la aventura hombres de América Latina, Europa, Australia y Asia. Viajaron en barco por la ruta del Cabo de Hornos, o en agotadoras caravanas. Afrontaron el ataque de los indios, enfermedades (tifus, letal), naufragios…
San Francisco, casi una aldea cuando aparecieron las primeras pepitas, se convirtió en una gran ciudad: caminos, escuelas, iglesias, fundación de pueblos vecinos, líneas de ferrocarril, barcos de vapor.
Pero los capitanes de barcos de ultramar se arruinaron: sus tripulaciones abandonaban su puesto para correr hacia el oro, “y los muelles se transformaron en junglas de mástiles –como fósiles de tiempos prósperos–, y también en bodegas, tiendas, tabernas, hoteles…, y hasta una cárcel”, según se lee en crónicas de la época.
Durante los buenos tiempos, un gambusino común –buscador de cernidor en mano antes de que se inventaran sistemas más sofisticados– lograba, en una jornada con suerte, diez o quince veces el salario de un obrero de la costa Este, y seis meses en un campo de oro equivalía al ingreso de seis años…
En 1849, el Año Dorado, arribaron a California más de 90 mil aventureros: la mitad, extranjeros. Franceses, alemanes, ingleses, italianos, españoles, filipinos, africanos, chinos…
Se crearon máquinas para buscar oro en gran escala. Se desviaron ríos hacia canales artificiales. Se inauguró la minería hidráulica: corrientes de agua de alta presión lanzadas hacia los yacimientos auríferos.
Según los informes de la Inspección Geológica del país, “en los primeros cinco años se extrajeron 370 toneladas de oro”. Cifra equivalente a casi 9 millones de dólares de hoy…
Pero gran aventura no fue el toque de Midas para todos. Es cierto que Samuel Brannan, aquel vocero del descubrimiento, llegó a ser en los primeros años el hombre más rico de California (tiendas en varias comarcas y reventa de todos los suministros comprados por la mitad y vendidos por el doble), y que unos pocos gambusinos que trabajaron cuatro meses en el Río de las Plumas embolsaron más de un millón y medio de dólares en oro.
Pero el balance final no fue tan generoso para todos.
Muchos, deducidos sus gastos de viaje, acarreo de herramientas y carretas, comida, alojamiento…, hicieron diferencias modestas. Y los que llegaron demasiado tarde… ¡saldo en rojo!
El oro recayó con mejor resultado en los hombres de negocios: revendedores, dueños de barcos de vapor, de hoteles, de tabernas, de burdeles…
Los costos humanos fueron escalofriantes: la población indígena cayó de 150 mil a 30 mil almas apenas en 25 años: hambre, enfermedades y ataques genocidas.
Pero la otra cara de la moneda lleva el signo del progreso. Creció en gran escala la agricultura, llamada “la segunda fiebre del oro de California”, se multiplicaron los transportes (ferrocarriles y líneas de barcos de vapor), las comunicaciones, los nuevos pueblos, los caminos, las escuelas, las industrias, las iglesias…, y según el historiador H. W. Brands, cambió “el viejo sueño americano, de los puritanos, del almanaque de Benjamin Franklin, de hombres y mujeres satisfechos con acumular una modesta riqueza de a poco, año tras año… El nuevo sueño era un sueño de riqueza instantánea, ganada en un abrir y cerrar de ojos, gracias a la audacia y a la buena suerte. Este sueño dorado se convirtió en una parte prominente de la psique estadounidense sólo después de Sutter´s Mill”: el aserradero que el creador de New Helvetia le encargó construir a su capataz James Marshall.
Que en eso estaba, cuando un extraño brillo le asaltó la mirada.
La fiebre del oro de 1849 en California tuvo su réplica casi medio siglo después –1896– en Alaska. Un tal Jim Mason siguió hacia abajo el curso del río Yukón buscando a su hermana Felisa y a su marido, George, que pescaban salmones en la desembocadura del río Klondike. El 16 de agosto de ese año, descubrieron oro en el arroyo Bonanza. Y se repitió, aunque en menor medida, la fiebre californiana. En total, algo más de 20 metros cuadrados de oro en el área del Klondike. Se sabe: la codicia no sabe de climas ni tiene fronteras.