Hace treinta años, la Unión Soviética se derrumbó víctima de un Estado monstruoso e ineficiente, de una burocracia paralizante y de los deseos de independencia de las quince repúblicas que la integraban. Se habló entonces del fin de la Guerra Fría, del fin del comunismo y hasta del final de la historia: no contaban con Putin. Con veinte años en el poder, busca restaurar “los viejos ideales destruidos” y borrar a Ucrania del mapa
Por Infobae
Cuando la bandera roja, con una hoz y un martillo bordados en amarillo, símbolo mundial del comunismo, fue arriada del mástil del Kremlin, y en su lugar se izó la bandera tricolor de la Federación Rusa, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, dejó de existir, al menos en lo formal. Nadie contaba con Putin.
Sucedió hace treinta años y dos meses, el 25 de diciembre de 1991 y fue la culminación de un largo proceso de deterioro social y económico, del deseo de las quince repúblicas que integraban la URSS de independizarse y de un tratado internacional firmado de manera intempestiva entre la Federación Rusa, Bielorrusia y la hoy heroica Ucrania, que siempre quiso ser independiente de Moscú.
El final de la URSS había empezado años antes, con el trabajo de zapa que la llamada “Revolución Conservadora”, liderada por el presidente americano Ronald Reagan, había iniciado en los años 80 y que contó con la alianza incondicional de la primer ministro británica Margaret Thatcher y del Papa Juan Pablo II. En 1989, en Polonia, la tierra natal del Papa, y con su visto bueno, el sindicato no comunista “Solidaridad”, liderado por Lech Walesa, impulsó elecciones libres y llegó al gobierno después de una intensa campaña que había llevado casi una década.
Ese mismo año cayó el Muro de Berlín, sostenido durante casi tres décadas por la URSS y sin que Moscú pudiera hacer nada por impedirlo. También ese año, en Rumania, la rebelión contra el comunista fue más violenta: el líder Nicolae Ceaucescu y su mujer, un matrimonio que había gobernado con mano de hierro, fueron fusilados el día de Navidad después de un juicio parodia y por un tribunal que tenía la condena decidida. En Checoslovaquia, la llamada “revolución de Terciopelo”, liderada por Vaclav Havel llegó al poder por elecciones libres. Apenas veintitrés años antes, en 1968, un intento de alcanzar un comunismo más racional había sido aplastado por una invasión soviética, que derrocó al entonces líder checo, Alexander Dubcek. Algo parecido a lo que hoy intenta Putin en Ucrania, aunque menos sangriento.
Estos pequeños terremotos en el interior del comunismo profundo, detrás de lo que Winston Churchill llamó “una cortina de hierro”, pegaron muy fuerte en la URSS, donde nacieron reclamos de transformación. Ese es el temor que guía hoy a Putin en su sangrienta invasión a Ucrania, a la que amenaza destruir. A mediados de los 80, la URSS estaba embarcada entonces en una transformación que proclamaba “glasnot” (apertura, transparencia) y “perestroika” (reestructuración económica y política), dos conceptos decisivos en un sistema totalitario, partidista y dominado por el Partido Comunista de la Unión Soviética. Quien llevaba adelante esas reformas era Mijaíl Gorbachov, secretario General del Comité Central del PC entre 1985 y 1991, jefe de Estado de la URSS entre 1988 y 1981 y Nobel de la Paz en 1990, un año antes del colapso soviético.
Gorbachov esgrimió un argumento esencial para cimentar sus reformas: la economía soviética estaba estancada. No le faltaba razón. También había otros motivos por los cuales la URSS estaba al borde del colapso. En un mundo que cambiaba por horas, el autoritarismo y la centralización de la URSS, con resabios del zarismo al que había combatido en 1917, eran no sólo anacrónicas, sino paralizantes. La burocracia, derivada del autoritarismo, había convertido en ineficiente a un Estado poderoso que debía gobernar un territorio vasto y poblado que, sin embargo, pretendía regir, y lo hacía, hasta la vida privada de sus habitantes.
Autoritarismo y burocracia cercaron a la economía. La URSS había perdido la hegemonía económica frente a su rival, Estados Unidos, había crecido el sector informal y el mercado negro, aumentado la tasa de mortalidad infantil y había caído la expectativa de vida adulta. Los soviéticos se sentían frustrados.
En ese territorio pantanoso trabajó Gorbachov a partir de 1986, cuando anunció sus reformas en el XXVII Congreso del PC soviético. Dio enseguida una señal de los tiempos que se avecinaban cuando ordenó la liberación del físico disidente Andrei Sajarov, deportado y aislado en la ciudad de Gorki por orden del anterior líder soviético, Alexander Brezhnev. Ese mismo año, el accidente en la planta nuclear ucraniana de Chernóbil, hoy en manos de las tropas invasoras de Putin, demostró las falencias del régimen, la precariedad de un sistema que proclamaba que todo en la URSS era brillante, pujante y feliz, y reveló los huecos en la seguridad elemental del Estado. Un hecho, banal si se quiere, reforzaría la idea del Estado soviético como el de un monstruo torpe e ineficiente: el 28 de mayo de 1987, Mathías Rust, un chico de 19 años que había partido de Islandia en una avioneta Cessna 172, aterrizó en la histórica Plaza Roja de Moscú, después de burlar todos los sistemas de defensa soviéticos.
Gorbachov impulsó la iniciativa privada, permitió a personas físicas y a cooperativas ser propietarios de negocios, promovió las inversiones extranjeras en las empresas, concedió a los trabajadores el derecho de huelga, eliminó los resabios represivos de la época estalinista, dio mayores libertades a los ciudadanos que pudieron leer, es sólo un ejemplo, las novelas de George Orwell o las obras testimoniales de Alexander Solzhenitsin; fueron liberados presos políticos encerrados y sin juicio durante años, se permitió a los diarios publicar artículos críticos, fueron habilitadas elecciones legislativas de las que participaron, por primera vez, agrupaciones políticas ajenas al PC. En la URSS asomaba un nuevo rostro, sólo que los resultados de aquel embrión de economía de mercado tardó demasiado en crecer.
Los intentos de Gorbachov podían sonar muy bien en Occidente, después de todo, la vieja URSS se modernizaba. Pero en la vieja URSS había enemigos de aquellas reformas. Y Gorbachov dormía con uno. En 1985 había nombrado a un desconocido como jefe del PC de Moscú: Boris Yeltsin, un tipo más consustanciado con la vodka que con el materialismo dialéctico, pero ambicioso y escaso de escrúpulos.
En 1987, después de la apertura de Gorbachov y de la libertad a los presos políticos, Yeltsin fue relevado de su cargo: había adoptado cierta postura dual con respecto a los cambios en la URSS. Por un lado, criticaba a Gorbachov porque todo marchaba demasiado lento y por otro, juzgaba que el jefe iba demasiado lejos con sus transformaciones. En junio de ese año, Reagan dio un golpe maestro en beneficio de su política hacia la URSS. El 12 de junio se plantó en Berlín, frente a la Puerta de Brandeburgo y de espaldas al Muro y lanzó un mensaje a Gorbachov: “Señor primer ministro, si busca la liberalización, venga a esta puerta. Señor Gorbachov, abra esta puerta. Señor Gorbachov, tire abajo este muro”.
Fue un pistoletazo de salida para que las repúblicas soviéticas empezaran a pedir, a exigir, su independencia. La URSS estaba conformada por quince repúblicas. Eran, por orden alfabético, Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Estonia, Georgia, Kazajistán, Kirguistán, Letonia, Lituania, Moldavia, la vasta tierra de Rusia, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán.
Junto con los primeros desafíos a Gorbachov, el periódico comunista Sovetskata Rossiya llamó a resistir las reformas, empezaron los reclamos de independencia de las repúblicas soviéticas. Primero fueron los países bálticos, Estonia, Lituania y Estonia, los tres hoy en la mira de Putin. Los reclamos coincidieron con una visita de Reagan a Moscú, con un programa de reformas políticas aprobadas por el PCUS e incorporadas como enmiendas a la Constitución, y con la elección, por primera vez con candidatos de distintos partidos políticos, de un nuevo Congreso de los Diputados del Pueblo. Esa elección marcó una disminución del poder y la autoridad del hasta entonces poderoso Partido Comunista. Yeltsin volvió por la revancha y ganó una banca por mayoría abrumadora.
En febrero de 1989, la URSS de Gorbachov retiró la totalidad de sus tropas de Afganistán, a la que había invadido en 1979, y ponía así fin a una guerra desastrosa que dejaba en ese país a un grupo armado incontrolable: los talibanes, a quienes habían ayudado Estados Unidos con armas y con la inteligencia de la CIA.
En julio de ese año, Gorbachov anunció que los países miembros del Pacto de Varsovia, la OTAN soviética, podían decidir su propio destino. Fue el año en el que Walesa accedió al poder en Polonia. En septiembre, Hungría abrió sus fronteras hacia occidente y miles de personas empezaron a viajar hacia un mundo que les era desconocido y lejano. Y en noviembre, esa política de apertura hizo que miles de berlineses del Este, en manos soviéticas, viajaran a Hungría primero y luego a Berlín Oeste para visitar una tierra, y a unos familiares, a los que no veían desde hacía tres décadas. En noviembre, los alemanes derribaron aquel Muro de la vergüenza y cantaron Beethoven sobre sus escombros, en algunos casos acompañados por el cello inolvidable de Mstilav Rostropovich.
En 1990 los países bálticos volvieron a reclamar su separación de la URSS, que resistió a sangre y fuego esas aspiraciones de independencia, muchas reprimidas a sangre y fuero por el Ejército Rojo. Gorbachov dejó su cargo de secretario general del PC y se convirtió en el primer presidente soviético. Al año siguiente, el PC declaró la soberanía de Rusia sobre sus tierras y eliminó algunas de las normas que regían en lo que todavía quedaba de la URSS. El Congreso reeligió a Gorbachov como secretario general del PC y Yeltsin, cada día más poderoso, abandonó el partido con otros dirigentes. Todo era insospechado en la URSS de una década atrás, incluido el nuevo Tratado de la Unión, propuesto por Gorbachov y aprobado por el Congreso de los Diputados del pueblo.
Pero el sentimiento independentista era imparable. Ucrania, como no podía ser de otra manera, junto a Armenia, Turkmenistán y Tayikistán exigieron ser soberanas. En marzo de 1991, cuando ya la URSS se acercaba a su disolución acaso sin saberlo, el famoso Tratado de la Unión fue llevado a referéndum en toda la URSS, pero boicoteado por los países bálticos, Armenia, Georgia y Moldavia.
El resto de las repúblicas soviéticas votó por seguir en la renovada URSS: ocho de las nueve repúblicas aprobaron con condiciones el nuevo tratado votado en referéndum. Ucrania se opuso. El acuerdo iba a hacer de la URSS una federación de repúblicas independientes, menos centralizada, pero con un presidente en común y con iguales decisiones en política exterior y militar.
En junio de 1991 la Federación Rusa eligió por primera vez a su presidente: Boris Yeltsin, que se presentó como candidato independiente y ganó con el cincuenta y ocho por ciento de los votos. En el Kremlin, los dos rivales compartían pasillos y oficinas cercanas: Yeltsin como presidente de la Federación Rusa, Gorbachov como presidente de la URSS. En julio, en ocasión de la visita del presidente americano George H. W. Bush, Gorbachov firmó en Moscú un tratado con Estados Unidos para reducir las armas nucleares estratégicas, las que ahora quiere usar Putin en Ucrania y donde fuere. Fue entonces que el agua del vaso se desbordó.
El 19 de agosto, mientras Gorbachov estaba de vacaciones en su dacha de Crimea, Ucrania, la península que hoy está en manos de Putin, el ala dura del PC, el Comité Estatal de Emergencia y un grupo de militares intentaron derrocar a Gorbachov para “evitar la descomposición del país”. Los tanques golpistas rodearon el Parlamento, Yeltsin se puso al frente de los moscovitas que formaron un escudo humano frente a las tropas, el grueso del Ejército rechazó el golpe, Gorbachov, por cuya vida se temió, regresó a Moscú y el golpe fracasó. Pero Yeltsin era ya casi un héroe nacional y el poder estaba en sus manos.
Si algo faltaba para apurar los cambios, el Tribunal Supremo proscribió las actividades del Partido comunista de la URSS. En septiembre el Consejo de Estado reconoció la independencia de los países bálticos, Letonia, Estonia y Lituania. Y el 1 de diciembre, el noventa por ciento de los ucranianos votó por su independencia. Yeltsin dio entonces un paso decisivo. Se reunió con los líderes de Ucrania, Leonid Kravchuk y de Bielorrusia, Stanislav Shushkévich para firmar un tratado “internacional” que marcaba el nacimiento de una Comunidad de Estados Independientes (CEI), compuesta por diez de las quince repúblicas soviéticas. Implicaba, también el colapso y desaparición de la URSS, porque ponía fin al Tratado que la había creado y al establecimiento de Estados en las antiguas repúblicas de la Unión Soviética.
Gorbachov se enteró por teléfono. Se lo dijo el bielorruso Shushkévich. Al día siguiente, en el Kremlin, Gorbachov recibió al entonces presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev. En medio de la reunión, Yeltsin entró al despacho de Gorbachov, que lo increpó con dureza: “Pero, ¿qué ha hecho usted? ¿Qué quiere? ¿Qué pasará con las armas nucleares? ¿Qué sucederá con las Fuerzas Armadas unidas?”. Yeltsin se encabritó: “¿Me está usted interrogando…? ¡No voy a responderle!”. Gorbachov, según el relato de Nazarbáyev, le recordó a Yeltsin que él seguía siendo el jefe de Estado, a lo que Yeltsin contestó que muy pronto sería él quien ocupara ese sitial. Después, reveló Nazarbáyev, “comenzó una discusión a gritos e insultos fuera de tono”.
En lo formal, la URSS había dejado de existir. Quince días después, el 25 de diciembre, Gorbachov presentó su renuncia al cargo de presidente de lo que ya no era, la bandera roja de la hoz y el martillo fue arriada del Kremlin, la bandera tricolor de Rusia se izó en su lugar y Yeltsin fue el hombre más poderoso del antiguo imperio que, durante setenta y cuatro años, había regido los destinos del este europeo.
El colapso de la URSS supuso el final del comunismo, el final de la Guerra Fría y hasta el final de la historia. No contaban con Putin.
El 31 de diciembre de 1999, ocho años después de su llegada al poder, deteriorado y sin apoyo popular, Yeltsin anunció su renuncia y dejó la presidencia en manos del hoy todopoderoso líder ruso, que era entonces primer ministro.
En 2005 Putin habló sobre el colapso de la URSS y, de alguna manera, delineó cuáles eran sus planes. Dijo: “La caída de la URSS fue la catástrofe geopolítica más grande del siglo. Para el pueblo ruso, esto representó un verdadero drama. Decenas de millones de nuestros ciudadanos y compatriotas se encontraron fuera de su territorio ruso. La epidemia de destrucción se expandió incluso en Rusia. El ahorro de los ciudadanos fue aniquilado y los viejos ideales destruidos”. Propuso “defender los valores rusos y reforzar nuestra comunidad histórica”.
Es en nombre de esos valores y de la recuperación de la “Rusia histórica”, lo que bien puede ser leído como un retorno de y a la URSS, que Putin lanzó su sangrienta invasión a Ucrania y amenaza al mundo con una guerra nuclear.