Juan Guerrero: Perugia

Juan Guerrero: Perugia

Perugia, capital de la Umbría, es una ciudad situada en el ‘cuore verde’ de Italia. Su casco central lo conforman la antigua catedral, el palacio ducal y la circular fuente, construida hacia el siglo X, en la plaza IV de noviembre. Sinuosas y angostas, todas sus calles están empedradas. De hermosos nombres, como calle del sol, calle de los poetas, vía de la luna, calle del manzano. Las edificaciones son antiguas, algunos monumentos mantienen todavía los rasgos de sus primeros fundadores, como el Arco Etrusco, a un costado de la Universidad y cerca de la plaza Fortebraccio. En esa universidad, de tan gratos recuerdos, estudió el insigne poeta venezolano, Alfredo Silva Estrada, entrañable amigo y quien fue mi profesor.

Los parroquianos, peruginos, hacen su vida entre el trabajo y los encuentros en las tabernas y bares, donde el ‘calcio’ (fútbol) es el tema preferido. Más abajo del centro está el mercado. De exquisitos olores. Allí se vende el vino crudo al detal, también los dulces y las frutas de verano.

Perugia es la ciudad del chocolate. De los paseos al atardecer, de las largas conversaciones hasta el amanecer. Del Pinturicchio (Bernardino di Betto), y del Perugino (Pietro di Cristoforo Vannucci), astistas que colorearon el paisaje de la ciudad en frescos que se aprecian en las iglesias, la pinacoteca y el Colegio del Cambio.





La ciudad silenciosa y taciturna a ratos se despierta a golpes de campanas, de las tantas iglesias que existen en tan reducido perímetro. Este pueblo, que me albergó por un tiempo, ha sabido coexistir con los rostros de cientos de miles de jóvenes de todo el mundo, quienes año tras año han transitado por sus laberínticas calles y espacios de esta singular ciudad medieval.

Viví en una buhardilla donde las paredes guardaban las historias de alcoholes, risas y ardorosos gemidos de antiguos amantes. De noche la ciudad es una inmensa sombra. Las viejas edificaciones, altas, con cientos de ventanales, son ojos que observan silenciosos en la penumbra de las calles. Cada cual camina la ciudad buscando su propia historia. Cada ángulo de ella, cada esquina y cada borde traza una imagen que la mirada encuentra mientras la semi luz que cae entre los resquicios de sus calles, devela el rostro de un ser semejante a la noche.

Perugia es un lugar para el encuentro del alma, para el abrazo consigo mismo, para la quietud y el reposo. Para el ensimismamiento y el cultivo del ser. Perugia es uno de esos lugares en el mundo donde los hombres pueden encontrar las huellas de los ángeles mientras hurgan en el horizonte de la ciudad, en sus lejanos montes, como el Subasio, tan cercano a Asís y a Francisco Bernardino, monje amoroso y santo de los poetas. Ángel caído que habló al lobo y lo aquietó. Lejanos horizontes donde el verdor de sus campos descansa el ojo y lo deleita en sus tonalidades.

Perugia es una de las escasas ciudades donde el hombre ya no es el centro. Por lo contrario, ella es siempre la gran protagonista. Las disputas de amor, los odios, rencores y contradicciones tienen como inicio y fin a la ciudad. Todas las lenguas se encuentran en el ‘Corso Vannucci’. A cada instante alguien te mira y te saluda desde su lejanía, venida de quién sabe dónde. Ese largo corredor central encierra acaso, miles de historias de millones de transeúntes que a diario la acarician con sus pisadas.

Por esas mismas calles transitaron, en 1786, los poetas Heine y Goethe. También el barón von Humboldt, en 1802. Bajando a un costado del corso, y detrás de la catedral, se llega a la librería Ulises. Allí encontré la poesía de Leopardi, leí a Sciascia y a D’Annunzio. Encontré hojas artesanales y una amada me obsequió un sello con mis iniciales.

Por las esquinas puede uno encontrarse de repente, con los servidores de agua. Líquido fresco que viene de los montes y es fría y siempre bien cuidada. Por las mañanas la ciudad es un jolgorio de felicidad y emoción, de cualquier ventana se deja escuchar un aire de ópera a capella, como también una ruidosa discusión, así también un claro lamento y quizás una voz maternal que llama a un niño.

Todo eso y más es Perugia. Habría que afirmar su vocación humana, esa donde perviven todos los sentimientos, todos los contrastes, todas las diferencias. Pero vividas desde una tolerancia ganada luego de tantas disputas. La ciudad es el lugar de la coexistencia, donde se transitan los miedos e incertidumbres, los dolores y sufrimientos, pero también los rostros siempre abiertos, amplios y llenos de amor para la aventura humana: afirmar la vida y saber vivirla con la intensa emoción de la primera vez.

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