Vlad llevaba una empresa tecnológica en Járkov antes de la guerra. Al comenzar la invasión, se enroló en las defensas territoriales y ahora su casa está totalmente destruida por un misil que casi le mata, en una de las seis veces que ha estado a punto de morir en 43 días.
Nada más llegar a Járkov, ciudad a apenas 50 kilómetros de la frontera rusa que lleva sufriendo ataques constantes desde el principio de la guerra, este ucraniano de 43 años, grande como un camión, nos recibe con una ancha sonrisa en una gasolinera de las afueras.
“Cuando estás vivo, todo está bien”. Con esa actitud, Vladislav Malishev encara ahora la vida. Quizás porque, cuenta, ya ha visto la muerte de cerca seis veces. La primera fue en misión con las defensas territoriales, cuando cayó a su lado un mortero antitanque. “Conseguimos escapar”.
La segunda cuando circulaba por la ciudad con su coche eléctrico, que le salvó. Un proyectil se dirigía al vehículo pero, al no detectar calor, subió por encima del parabrisas delantero.
SU CASA, EN PRIMERA LÍNEA
Durante su tiempo en las defensas territoriales, que tuvo que dejar hace una semana tras su tercer “susto”, Vlad vivía en su casa del pueblo de Derhachi, una pequeña localidad residencial quince kilómetros al noroeste de Járkov convertida ahora en primera línea de combate y a la que nos lleva en su todoterreno.
Las calles están desiertas y se escuchan estallidos intermitentes en la zona. El edificio del ayuntamiento ha sido bombardeado tres veces en los últimos días y está prácticamente hecho escombros. La situación ha llegado a tal punto que el Ejército ha decidido evacuar el pueblo y este jueves Vlad está ayudando a hacerlo.
Junto al esqueleto de la casa consistorial guardado por algunos soldados camina encogida Ludmila, de 69 años, con una barra de pan en la mano. Se dirige al colegio vacío, donde solía trabajar de conserje, para ver cómo siguen las aulas.
En casa ha dejado a su nieto de seis años con su padre. “Es muy difícil explicarle lo que está pasando. Para calmarle le cuento que la casa la construyó mi padre, que está hecha de madera y ladrillo y es imposible de destruir. Tiene miedo, pero lo abrazo fuerte y le intento tranquilizar”.
Las últimas dos noches, dice Ludmila, fueron especialmente duras. “Desde las nueve de la noche hasta las tres de la mañana caían bombas sin parar”.
¿PRÓXIMO OBJETIVO DE RUSIA?
Las tropas rusas tienen cercada toda la parte norte, noreste y noroeste de la ciudad, la que da justamente con la frontera con Rusia, y el gobierno ucraniano avisa de que Járkov, la segunda ciudad del país, podría ser el próximo objetivo cuando acaben de rearmarse y abastecerse.
Derhachi está justamente en esa zona y es donde Vlad dormía hasta hace una semana con quince vecinos de cuatro familias acogidos en su sótano, de apenas diez metros cuadrados. Su mujer e hijos huyeron a Polonia al comienzo de la invasión.
Él, junto con otro hombre, pasaban las noches en la planta baja porque no cabían bajo tierra, hasta que cayó un proyectil en la vivienda a medianoche. Vlad sufrió una contusión cerebral y estuvo hospitalizado unos días. A su vecino le salvó el frigorífico, que le cayó encima como un escudo.
Frente al chalé está su vecina Holina, de 70 años, que le pide evacuar a su hija con sus tres nietos, uno de ellos con parálisis cerebral. “Tengo mucho miedo, rezo todos los días. Ayer se fueron los vecinos”, dice señalando la casa contigua a la de Vlad. Luego sufrieron bombardeos de las dos a las cinco de la mañana. “Fue horrible”. Aunque Holina sigue cuidando de sus flores: “Qué voy a hacer”.
En Derhachi, Vlad nos acompaña hasta un puesto de control donde los soldados ucranianos se encuentran cara a cara con los rusos. Un militar, que no quiere dar su nombre, explica que tres días antes hicieron una incursión vestidos de paisano y abrieron fuego. Consiguieron hacerles retroceder. “Por la noche es lo peor”, dice.
Atravesado el puesto, una fábrica aún humeante y minas preparadas en los flancos de la carretera. Más allá, a unos pocos kilómetros, las fuerzas rusas, y Vlad conduce con las ventanillas abiertas. Por si explota algo y la onda expansiva rompe los cristales y para oír posibles drones.
NI SUENAN LAS SIRENAS
Después de verle la cara a la muerte esa tercera vez en su casa, Vlad tuvo que dejar las milicias para recuperarse de las contusiones y está desde hace unos días en el piso de su hermano en Járkov. Desde entonces tres minas más le han estallado cerca.
Con Pink Floyd de fondo, ahora conduce su todoterreno esquivando los agujeros de la artillería en las calles de la ciudad, donde 16.000 infraestructuras han sido destruidas, 1.300 de ellas edificios residenciales. Prácticamente dos de cada diez. Sufre tantos ataques que en todo el día ni suenan las sirenas.
Los habitantes de Járkov viven en sótanos, algunos en sus casas y en el metro, y salen a la calle para comprar comida o recibirla de la ayuda humanitaria que llega a la ciudad, inmunes a las explosiones. Muchos se siguen yendo de la ciudad, más después de que el Gobierno ucraniano haya recomendado abandonar la región ante el rearme ruso.
De vez en cuando, Vlad, que no piensa abandonar Járkov y espera volver pronto a la lucha, apaga la música y escucha: “Eso era un mortero del 82”. Su vida de hoteles de cinco estrellas, viajes de trabajo y oficina ha terminado. “Ahora un día es como una semana”. EFE