Si esto es un hombre relata sus días en Auschwitz. Es un libro descarnado, honesto y conmovedor. Pero no conmueve desde la adjetivación ni desde el golpe bajo. Cuenta con detalle la vida y las sensaciones de un Häftling, un detenido sin privilegios en un Lager. Relata sus padecimientos y sus pensamientos más íntimos (cuando los había; llega a describir a un hombre como “demacrado… en cuyo rostro y cuyos ojos no se distingue indicio de pensamiento”). El estilo del libro es seco y llano. No hay énfasis, subrayados ni adjetivación. No es necesario. El horror no requiere de eso para ser narrado. Todo es verdad: los artificios no son necesarios. No hay, tampoco, odio en el que escribe. Existe una descomunal voluntad por contar lo sucedido. Transmitirlo. Sin juzgar pero sin dejar de establecer con claridad los roles: quién es la víctima y quién el victimario.
Por infobae.com
Si esto es un hombre es la obra de un químico que analiza la composición de ese organismo siniestro que fueron los Lager. Es Primo Levi, un químico y escritor que además es sobreviviente. Nació en 1919 y hasta su jubilación fue gerente de una de las fábricas de pintura más importantes de Italia. Fue autor de novelas, cuentos y antologías literarias. Sin embargo, sus obras más importantes son las referidas a la experiencia como víctima de los campos de concentración alemanes. Además de diversos cuentos, fue autor de una trilogía excepcional sobre su experiencia bajo el sojuzgamiento nazi: Si esto es un hombre antecede a La tregua y Los hundidos y los salvados.
Tenía 24 años cuando creyó que era el momento de entrar en acción. Se dirigió con sus camaradas a las colinas. A formar parte de la Resistencia. En ese tiempo no bastaba con pensar en lo que estaba mal, en la mera oposición ideológica. Había que combatir activamente. Era la única forma de actuar. Ser partisano. El fascismo había desquiciado a la sociedad italiana. Él, además, sufría la segregación. Había que entrar en acción. Pero la inexperiencia les jugó una mala pasada. A los pocos días fueron apresados por la fuerzas del régimen.
El intento fue noble pero candoroso. Sin apoyo económico, armas ni entrenamiento. Trescientos soldados fascistas los encontraron de noche. De casualidad. No los buscaban a ellos, sino a una célula más importante. Después de la detención, sabían lo que sobrevendría. Los golpes, la tortura, la larga prisión. Debe haber pensado, entonces, que lo ocurrido era inevitable. Al menos para él. No tenía que analizarlo demasiado. El cuerpo endeble, los anteojos, la licenciatura en química, su pasión por la literatura. No era un hombre de acción. Sólo contaba a favor con el entusiasmo y la convicción.
Comenzaron los interrogatorios. Preveía lo peor. Dio su nombre y se declaró como ciudadano italiano de raza judía. Los interrogadores no preguntaron más. Les solucionó un problema. Que otros se encargaran de él. Ese escuálido químico no podía ser un subversivo. Lo enviaron a Fossoli, a un campo de concentración para judíos. Al llegar él, había en Fossoli alrededor de ciento cincuenta judíos italianos. Un par de semanas después llegaban a seiscientos. Los soldados alemanes se ocuparon de ellos. Los subieron a un tren. Sin pasaje de regreso. De los sesenta italianos que se hacinaron en el mismo vagón que él, sólo cuatro sobrevivieron a la experiencia. Un vagón, comparado con otros, con alta tasa de sobrevida.
En Levi, el hombre, el químico, el sobreviviente y el escritor son inseparables. Allí, en Auschwitz, a su pesar, aprende innumerables cosas. De las buenas y de las malas. Su capacidad de observación, alguna habilidad (sus conocimientos científicos), su fortaleza moral y su suerte le permitieron sobrevivir. La experiencia es atroz, inimaginable. Sin embargo fue absolutamente real. Él la transmite vívidamente. Pero sin gritos ni proclamas. Lo hace con tranquilidad sin darle espacio al rencor o la venganza. Eligiendo cuidadosamente cada una de las palabras para transmitir lo inefable. Para hacerle justicia a aquellos que, según él, son los verdaderos testigos: los Muselmann (o los “musulmanes”, como los llamaban en los campos de concentración a los que no podían más, a los exhaustos), los hundidos. Los que no pudieron volver, los muertos.
“La demolición terminada, la obra cumplida, no hay nadie que la haya contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte- escribe Levi en Los hundidos y los salvados-. Los hundidos, aunque hubiesen tenido papel y lápiz, no hubieran escrito su testimonio, porque su verdadera muerte había empezado ya antes de la muerte corporal. Nosotros hablamos por delegación”. Los hundidos. Esos son los que constituyen la regla, los sobrevivientes son la excepción, una anomalía.
La trilogía de Auschwitz es la obra que lo hizo inmortal. Una trilogía involuntaria que se fue escribiendo con el tiempo. Bajo el signo de la necesidad. De la necesidad de contar, de ser escuchado, de ser comprendido.
Si esto es un hombre se inicia con el apresamiento de Levi. Página a página va relatando la experiencia en Auschwitz desde el traslado en tren hasta la liberación por parte de los soldados rusos al fin de la Segunda Guerra Mundial. Cuenta el ingreso, el tatuaje en el brazo del número de prisionero –la marca indeleble, el mensaje unívoco: de aquí no se sale-, las condiciones inhumanas, las relaciones entre ellos, las prevaricaciones, las ilusiones, los trabajos esclavizantes y la muerte, que impregnaba todo lo demás. En un Lager nada más cotidiano que la muerte.
El libro comienza con un breve poema. (…) Considerad si es un hombre / Quien trabaja en el fango / Quien no conoce la paz / Quien lucha por la mitad de un pan / Quien muere por un sí o un no / Considerad si es una mujer / Quien no tiene cabellos ni nombre / Ni fuerzas para recordarlo / Vacía la mirada y frío el regazo / Como una rama invernal / Pensad que esto ha sucedido (…)
Se publicó en 1947 en Italia. Al principio pasó desapercibido. Casi no encontró lectores. Pero tuvo repercusión diez años después cuando fue reeditado. A partir de ese momento se convirtió en un texto imprescindible para entender un tiempo inentendible, un tiempo feroz y sin lógica. Una obra maestra de la literatura y de la ética.
La tregua, segunda parte de esta trilogía, comienza donde terminó el libro anterior, con la liberación del campo, la huida de los nazis y la llegada de los rusos. En las primeras diez páginas se produce el cambio. La necesidad sigue siendo extrema, las condiciones físicas lamentables, pero sin la opresión, aún en la anarquía y confusión de los primeros días, los hombres recuperan la humanidad.
Primo y su compañero, muy enfermos (por eso habían quedado en el Lager y no habían sido trasladados con los demás) ayudan a los demás que están peor que ellos. Entierran los cadáveres. Comparten los alimentos que logran conseguir. Un muerto había dejado de ser aquello que posibilitaba un nuevo par de zapatos, una camisa menos deshilachada que la propia o una ración más de pan para ese día. El trato con la muerte, por más habitual en que se hubiera convertido, los hizo percatarse de la recuperación de la humanidad. El resto de los prisioneros fueron embarcados en La Marcha de la Muerte. A ellos, paradójicamente, los salvó su mal estado de salud. Otro golpe de suerte.
El tiempo que pasan en el campo de concentración, deambulando por él en busca de la subsistencia ante la fuga de los nazis, es una especie de Robinson Crusoe fúnebre, siniestro. Luego llega el traslado. Y una nueva oleada de muertes; hasta la comida era peligrosa para esta gente que había sobrevivido al inframundo de Auschwitz. El regreso a su hogar después de un año. Subirse a un tren de nuevo, siendo unos de los pocos que consiguió pasaje de regreso. Aquello que en condiciones normales hubiera demorado un par de días, a ellos les tomó varios meses. Es un libro de aventuras. De aventuras tristes, iniciáticas y de supervivencia.
“La libertad, la improbable, imposible libertad, tan lejana de Auschwitz que sólo en sueños osábamos esperarla, había llegado; y no nos había llevado a la Tierra Prometida. Estaba a nuestro alrededor, pero en forma de una despiadada llanura desierta. Nos esperaban más pruebas, más fatigas, más hambres, más hielo, más miedo”, escribió. Los sobrevivientes estaban regresando a la superficie, saliendo a flote en un camino que había que sortear, no libre de dolor y crueldad.
En esos trenes que iban hacia ninguna parte, que como en un macabro Juego de la Oca, que en cada viaje se alejaban varios cientos de kilómetros de su destino final, él sufre pesadillas. En esos sueños no recrea las noches heladas, los días sin comer, la muerte presidiendo cada momento, la crueldad de sus capturas. Su pesadilla recurrente consiste en que cuenta lo sucedido y nadie le cree ni lo escucha. La tregua finaliza con el regreso a su madre y a su hogar.
En 1987, Primo Levi finaliza la trilogía con Los hundidos y los salvados. Allí analiza con profundidad la experiencia de los Lager. Retoma los temas de los libros anteriores, pero en este caso analizándolos en profundidad. Para Levi no hay venganza ni olvido. Sólo justicia. Admite que puede perdonar a aquel que sinceramente reconozca y se arrepienta de sus errores y crímenes. Quien reconoce sus faltas ya no es su enemigo, dice. Pero claro, solamente los cometidos contra su persona. Nadie pueda perdonar por lo sufrido por otro. Es imposible el perdón universal. Por eso afirma que el homicidio es imperdonable.
Los hundidos y los salvados representa uno de los análisis más certeros y valientes de la experiencia de los lager. El libro molesta, inquieta. Siempre con el medio tono, la humildad y el razonamiento como premisa, disecciona los elementos más controvertidos de la experiencia en cautiverio.
“Dejemos las confusiones, los freudismos mezquinos, la morbosidad, la indulgencia -escribe Levi en el primer capítulo-. El opresor sigue siéndolo, y lo mismo ocurre con la víctima: no son intercambiables; el primero debe ser castigado y execrado (pero, si es posible, debe ser también comprendido)”.
Los temas que trata son complejos, no admiten simplificaciones ni maniqueísmos. Levi indaga en ellos con su humanismo y honestidad de siempre. El recuerdo de los ultrajes, la comunicación en los campos y la comunicación de la experiencia, los intelectuales en Auschwitz y la violencia inútil son algunos de los asuntos que despacha con su pensamiento claro.
l último capítulo lo dedica a transcribir y comentar la correspondencia que mantuvo con los lectores alemanes tras la traducción de su libro. Otra vez la condición humana al desnudo. Sin embargo, el capítulo central del libro es en el que indaga sobre aquello que él llama “la zona gris”. Comienza preguntándose por una de sus obsesiones, por aquello que lo llevó a escribir por primera vez sobre el tema cuarenta años antes.
Primo Levi se pregunta si los sobrevivientes han sido capaces de comprender y hacer comprender su experiencia. Y contra eso, sostiene, atenta que, por lo general, se asocia comprender con simplificar. Pero existen situaciones en las que simplificación lleva a errores de juicio graves. Por eso, por más incómodas que resulten, Levi se sumerge en ellas. Como siempre no iguala, diferencia. Y se esfuerza por comprender. Por su prisma implacable pasan los Sonderkomando, los Consejos judíos, los Kapos y también, los de su condición, los Häftlings. Los extremos, la reducción impiden comprender. Esa es su lección.
Muchos grandes escritores han dejado testimonio sobre los campos de concentración. Jean Amery, Imre Kértez, Elie Wiesel, Jorge Semprún y Víctor Klemperer entre otros. Pero es Primo Levi quien se erige en el testigo. Rememora. Impide olvidar. Le da voz a los que ya no pueden contar.
Jorge Semprún alguna vez escribió: “Contar bien significa: de manera que sea escuchado. No lo conseguiremos sin algo de artificio”. A lo largo de su obra Levi parece polemizar con él. En una entrevista declaró: “Escribí de la manera más natural escogiendo deliberadamente un lenguaje no demasiado sonoro. No había necesidad de subrayar el horror. El horror estaba allí”.
Primo Levi combatió contra ese fantasma, contra esa tendencia a olvidar, a no enterarse. Su obsesión, su vocación más profunda fue transmitir la experiencia, recuperarla. Para que nadie olvide. Para que no se volviera a repetir.
Primo Levi murió el 11 de abril en 1987. Cayó por el hueco de la escalera de la casa de Turín en la que vivió toda su vida, a excepción del año que pasó en Auschwitz. Sus familiares y amigos hablaron de un accidente. Alegaron que pudo haber sufrido un desvanecimiento y como consecuencia de él cayó al vacío desde varios pisos de altura. Se aferran a que él que dejó testimonio de todo, no dejó ninguna nota dirigida a sus familiares de despedida ni que explicara su decisión. Otro argumento: su condición de químico, su pensamiento científico, contradicen que hubiera elegido un método tan poco fiable para matarse.
Sin embargo, todo parece indicar que se trató de un suicidio. Tenía 67 años y había expresado que su tiempo como escritor había terminado, que se había secado, que se había quedado sin cosas para contar. La depresión era una presencia constante en su vida. Algunos problemas físicos derivados de una operación de próstata, la deteriorada salud de la madre de casi cien años (con la que convivió toda la vida), los fantasmas de Auschwitz (Elie Wiesel escribió: “Primo Levi murió en Auschwitz cuarenta años más tarde”).
Los motivos profundos de cualquier suicidio son insondables. Lo cierto, en el caso de Levi, es que, como sostiene el lingüista y crítico literario Tzevetan Todorov, el suicidio no es, en modo alguno, la culminación lógica de la reflexión de Levi. Luchó toda su vida contra la idea de que lo vivido en Auschwitz era una condena a muerte de por vida, que no podía superarse, que no había forma de sobreponerse. Discutió públicamente con Jean Amery por el tema y hasta lo criticó luego que este se suicidara a fines de los setenta. El italiano había escrito que los objetivos de la vida “son la mejor defensa contra la muerte, y no sólo en el Lager”. Tal vez, esa mañana de abril de hace 35 años creyó haberse quedado sin ellos.
Lo enterraron en el cementerio de su ciudad natal. La lápida es sencilla. Sólo tiene sus datos. Los años de nacimiento y muerte: 1919-1987. Su nombre: Primo Levi. Y un número: 174517. El número tatuado en su antebrazo izquierdo. Su identidad como Häftling. El número que fue su nombre durante el año en Auschwitz. El número que Primo Levi nunca quiso borrarse. Del que no se vanagloriaba ni avergonzaba, el que no exhibía ni ocultaba.
Del que escribió en Los hundidos y los salvados: “Muchas veces me preguntan por qué no me lo borro, y es una cosa que me crispa: ¿Por qué iba a borrármelo? No somos muchos en el mundo los que somos portadores de tal testimonio”.