“Ponemos una cruz por cada día que sobrevivimos aquí” cuenta Nadia Ryjkova, de 76 años, en la penumbra de un refugio subterráneo de la localidad de Kutuzivka, en el noreste de Ucrania, donde viven unas cincuenta mujeres, en su mayoría de avanzada edad.
La decana del refugio designa un calendario marcado con cruces rojas desde el 24 de febrero, día de la invasión rusa de Ucrania, luego acaricia a su gato “Murchik” (“Ronroneador”), que se estira.
Las camas están alineadas en tres granes piezas. Una estufa de leña genera un calor agobiante, pero en cuanto uno se aleja, una fría humedad impregna el ambiente.
Pese a todo, Marfa Khyjniak, de 72 años, disfruta de esta espartana comodidad, tras los innumerables obuses caídos sobre el pueblo el 25 de marzo, al inicio de la contraofensiva ucraniana.
“Era aterrador, tenía tanto miedo. Era insoportable. Yo estaba en el cuarto de baño, sentada, rezando. Entonces vine a refugiarme aquí. Me bastaba un pequeño espacio, me bastaba apenas un silla” recuerda.
“Hoy, algunos vuelven al pueblo, pero ¿para qué? Todo está destruido” dice la septuagenaria, llorando, mientras confiesa su “depresión”.
Privada de contacto telefónico, la mujer no tiene noticias de sus hijos y familiares. “Vivo con la esperanza de que estén vivos. Es lo único que me mantiene con vida”.
– “Acostumbrados” –
Los rusos han cesado su ofensiva contra Járkov, pero mantienen posiciones al este de la ciudad, disparando sobre su lado oriental y contra las localidades vecinas. Los disparos de artillería no cesan, sobre todo durante la noche.
“Es peligroso, desde luego. Pero estamos acostumbrados, casi ya ni nos llama la atención” afirma Vlad, de 35 años, conductor de tractor, que entrega una cisterna de agua a los habitantes del refugio, que se precipitan para llenar bidones y botellas. “Antes, estaban obligados a ir a buscar agua en el pozo” explica.
A varios centenares de metros de ahí, algunos soldados reposan en una casa que ha recibido un obús, que ha abierto un gran boquete en uno de sus muros.
Pese a algunos esporádicos disparos de cañón, el ambiente es distendido entre los hombres y las mujeres que descansan. Acaban de llegar de la primera línea del frente, situada a unos 20 km de ahí.
“La primera línea es dura, muy dura. Pasamos siete días, pero yo lo recuerdo como si hubiera sido una única y larga jornada” dice Laska, enfermera militar de 36 años.
Antes era una mujer de negocios que preparaba un doctorado científico, pero Laska lo dejó todo para alistarse. “No podía hacer otra cosa: o ser voluntaria o defender a mi país”, dice, con convicción, a la espera de volver al frente.
– “Formarse en el frente” –
“Volveré, sin duda, en cuanto lleguen las órdenes. Nuestros soldados ya están ahí, no podemos dejarlos solos” agrega la mujer.
En el mismo lugar, el “chequista”, como se llama al subjefe de un escuadrón de unos 50 años, explica:
“He pasado mucho tiempo en la guerra. Es mi oficio. Defiendo mi tierra natal” dice este militar, que ya se enfrentó a los separatistas prorrusos del Este de Ucrania desde 2014, mucho antes de la invasión de las fuerzas de Moscú.
Cuando “combato, desfilan en mi mente las imágenes de mis hijos, y entonces sé por qué combato” asegura, y explica que ahora el ejército ucraniano recurre a jóvenes soldados sin experiencia.
“Muchos llegan sin saber usar un arma. Antes podíamos formarlos, ahora deben formarse en el frente. Y desgraciadamente perdemos a mucha gente” asegura.
“Vamos a ganar esta guerra. Va a ser duro, pero nuestra moral es irrompible. ¡Irrompible!”, repite, y agrega: “¡No cederemos!”
AFP