Mi niñez estuvo marcada por el asma, por la continua presencia de los esbirros de la democracia, y por dos poetas; Rilke y Ramos Sucre. Ambos, los descubrí una tarde mientras mis hermanos desenterraban unos libros que habían escondido en unos hoyos cavados en el patio de nuestra casa, en el Maracaibo revoltoso de inicios de los años 60.
Mientras quitaban la tierra de las carátulas, recuerdo de manera nítida cuando mi hermana mayor abrió una de las bolsas plásticas, introdujo su mano y sacó un libro. En la contraportada vi la figura de un ser de cuya imagen me sorprendieron sus orejas; era la imagen de Kafka. Después mi hermana me dio para que limpiara otro libro. Mientras lo hacía, descubrí el rostro de otro libro. Era OBRAS, de José Antonio Ramos Sucre. Lo limpié con sumo cuidado porque pensaba que la persona con ese nombre era amigo de mi hermano, quien estaba escondido en las montañas perseguido por sus ideas políticas. –Debe ser buena persona, pensé. Lo quise leer y mi hermana dejó que abriera el libro. Me fue explicando mientras mi experiencia de lector inicial apenas si dejaba balbucear un intrincado laberinto de palabras que mi hermana me enseñaba a pronunciar. No creo haber tenido más de siete años, pero era de tarde cuando encontré a Ramos Sucre y lo confundí con un ‘perseguido político’ y desde ese momento, quizás por haber hecho esa asociación de cercanía filial, su imagen y su vida entraron a formar parte de la mía.
Después, ya en la siguiente década, las lecturas de los poemas de Ramos Sucre (1890-1930) fueron parte de mi cotidianidad. Aprendí a escribir poesía imitando las imágenes del poeta cumanés. Quedaron en una vieja libreta que guardé en un baúl de metal, como esos que usaban los inmigrantes italianos, españoles y portugueses.
Ese pequeño libro, editado por la Biblioteca Popular Venezolana, de las ediciones del Ministerio de Educación, estuvo siempre a mi lado, hasta que cierta vez, ya estudiante de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, lo presté a una amiga y lo extravió. Me confesó que de vuelta a su casa lo dejó olvidado en el asiento de autobús mientras bajaba al litoral. Para cubrir la ausencia, mi querida profesora, Vilma Vargas, me obsequió una pequeña edición donde el poeta aparece con un curioso sombrero.
Yo aprendí a leer los poemas de Ramos Sucre de memoria, los recitaba para responderle a mi apreciado amigo y poeta, Eleazar León, quien era un extraordinario declamador de sus versos y de tantos otros poetas. De memoria recitábamos a nuestros amados poetas en las largas noches de la Sabana Grande, en la década de intelectuales y artistas callejeros.
Porque la mejor manera de comprender la obra de un poeta, de un aeda como José Antonio Ramos Sucre, es compartiendo su poética, mientras se celebra la vida. La aparente complejidad que pueda verse en sus poemas desaparece al ritmo de la cadencia etílica mientras se declaman sus textos y se afirman sus imágenes entre las sombras de un bar de ‘mala muerte’. Nada más falso que afirmar en Ramos Sucre que es un poeta difícil cuando se tiene al frente una botella de ron Santa Teresa, Jack Daniel’s o una rubia bien fría. En esos estados del alma la poética ramossucreana se dispara y el universo simbólico toma cuerpo y aterriza entre monjes, al lado de mandarines, lobos que aúllan y rodean la ternura de ‘una blanca Beatriz’. Entonces uno quisiera estarse ‘entre vacías tinieblas’ para colmarlas de la amorosidad humana.
Tanta ternura que desprenden los versos de este poeta, tanta fuerza interior entre las imágenes que se entrelazan mientras fluyen otras palabras, mientras la tertulia de medianoche alarga un poema que dos embriagados aprendices de versos se empeñan en reescribir para negarse a finalizar la lectura de un texto tan brillante, como ‘La vida del maldito’: “Yo adolezco de una generación ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal.” Después, el poema alarga su discurso para declarar sin tapujos, que los semejantes aburren (“Detesto íntimamente a mis semejantes”). -¡Quien, no! Los hay, unos peores que otros, comenzando por uno mismo.
Amo por ello, la verdad que existe en la poética de Ramos Sucre. Es una realidad construida a partir del saber, de las reflexivas lecturas, de sus angustias infectadas por los continuos insomnios que lo instalan en la penumbra de realidades etruscas, chinas y persas. Existe un pensamiento propio, intenso que jamás cede a la vulgar realidad de lo cotidiano, de esto que hemos sido, somos y seguiremos siendo.
La aversión del mundo y lo mundano lo llevan a declarar, en primerísima persona: “Yo quiero escapar de los hombres hasta después de muerto.” No dejar rastro alguno, abandonar el mundo sin dejar la mínima evidencia, vaciar la memoria de tanta ruindad, despojarla de toda ruina banal, intrascendente y mezquina.
Ramos Sucre es un poeta para los nuevos tiempos, para después del final. Más allá de toda pose de intelectual farandulero, palúdico lector de titulares de última hora y escribidores de poesía por correspondencia. Volver a este poeta universal es regresar a las orillas de la cultura venezolana, en su esplendorosa raíz donde toda verdad se eterniza.
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