El 8 de julio de 1947 la noticia apareció como título principal de la portada del diario local, el Roswell Daily Record. A decir verdad, para la magnitud del hecho, los encargados de la redacción titularon con recate y sin tipografía catástrofe, se lo tomaron con bastante calma: “Militares capturaron restos de un plato volador”.
Por Infobae
Ese fue el punto de partida de una historia de misterios, vida alienígena, fabulaciones, teorías conspirativas, desmentidas, recreaciones y archivos clasificados.
Todo había comenzado seis días antes. El 2 de julio en su granja de Roswell, un pequeño pueblo del desierto de Nueva México, William Mac Brazel iba con su hijo pequeño al encuentro del rebaño de ovejas, pero en el camino encontró, sobre el césped y la tierra, restos de papel de aluminio, unas tiras que parecían de caucho, cartón, algunas piezas amarradas con telas adhesivas con coloridas flores dibujadas y unas varillas delgadas de madera.
Tardó unos días en informar el hallazgo a George Wilcox, el sheriff del pueblo. Este sólo continuó la cadena. Intuyó que era un asunto demasiado grande para él. Y lo transfirió a las autoridades militares más cercanas. Otra manera de interpretar esta delegación es que se trató de una manera de que el tema pasara desapercibido: tal vez creyó que nadie se tomaría la molestia de encargarse. Jesse Marcel, un militar de un rango medio, fue hasta la propiedad del granjero y recogió lo que había caído para ser estudiado. No estaba solo: lo acompañaban dos agentes del servicio secreto. Pero luego ocurrió lo de la tapa del diario. Un general había reconocido que eran restos de una nave espacial.
Al día siguiente el Roswell Daily Record se desmintió a sí mismo: “Ramsey aclara que lo del plato volador no es cierto”. Ramsey era un general a cargo de una base en Texas. Apenas vio lo encontrado lo reconoció como restos de un globo metereológico. O al menos eso fue lo que dijo. Asunto cerrado.
El tema se olvidó rápido. Nadie habló más de él durante mucho tiempo. A principios de los años setenta el tema de la vida extraterrestre y de los ovnis comenzó a atraer a la población. En 1977 con Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, la película de Steven Spielberg, las discusiones sobre la posibilidad de la vida en otros planetas y de que sus habitantes visitaran la Tierra se puso en boga. Los avistajes se sucedieron. La gente mandaba a los diarios centenares de fotos con imágenes difusas de objetos irisdicentes surcando el cielo. Al año siguiente, los Ovnis eran objeto de conversación cotidiana.
Y alguien recordó y reavivó lo que había sucedido en Roswell más de cuatro décadas antes.
Fue por esa época que un memorioso mencionó aquella noticia publicada en el diario de Roswell. Un funcionario había reconocido que dos naves espaciales habían colapsado en la Tierra. Lo que sucedió después con la desmentida era lo único que podía pasar: tapar los hechos, dar una versión que fuera más digerible para la población y no generar una ola de temor y sugestión. Hasta ese momento sólo unos pocos hablaban de un episodio alienígena. Pero esa primera plana era irrefutable. ¿Por qué alguien inventaría algo así?
Comenzaron a aparecer los testimonios. Aún de aquellos que en el momento del hallazgo habían afirmado que nada extraño había pasado. Los extraterrestres se habían accidentado y hasta habían sido capturados un par de alienígenas. Pero el gobierno norteamericano tuvo que crear una gran mascarada para encubrirlo. Y sólo se le ocurrió la débil excusa del globo. 31 años después, el ufólogo Stanton Friedman comenzó a recolectar información, pruebas, testigos. En Roswell había ocurrido un incidente interplanetario que había permanecido alejado de la vista del público.
El hallazgo fue oportuno. Justo se produjo en el pico de la fiebre por los ovnis.
La mayoría de los que hablaban eran fuentes secundarias y terciarias. Gente que refería que le habían contado, que había presenciado movimientos extraños o que su padre le había confesado, en su lecho de muerte, que había visto extraterrestes.
Las teorías conspirativas se alimentan de las lagunas de información, se plantan sobre los resquicios en los que no hay certezas, hurgan en las inquietudes y temores de la población. Se valen de fuentes de segunda y de tercera mano. Pero en este caso en el de Roswell había un testigo directo: Frank Kaufman.
En 1947 era empleado administrativa en la base militar de Roswell. Un burócrata que casi era invisible para el resto. Kaufman con los años dijo que eso sólo era muestra de lo bien que había hecho su trabajo. Era en realidad, según sus dichos, un agente de inteligencia que logró pasar (debidamente) desapercibido. Y que esa condición le dio la posibilidad de ver todo sin ser visto. Kaufman fue el más enfático de los testigos.
Con el paso de los años su relato era cada vez más detallado y específico. De pronto se acordaba de datos muy relevantes que en sus versiones anteriores había olvidado mencionar. Friedman blandía otro testimonio vital, el de Jesse Marcel, el militar que primero entró en contacto con esos restos. Marcel dio una versión radicalmente diferente a la que había dado en el momento del incidente y en las décadas siguientes. Su relato varió hasta no tener ningún punto en común con lo dicho antes. Dijo que tanto el general Ramsey como él sabían que no se trataba de un globo metereológico. Y que su silencio de décadas era la única opción posible, que al no poder contar la verdad, sólo le quedaba callar (no explicó qué fue lo que lo motivó a hablar, a salir de su mutismo histórico). Marcel fue un converso (más) a la causa de la invasión extraterrestre.
William More y Charles Bitz dos años después, a comienzos de los ochenta, publicaron un frondoso libro llamado The Roswell Incident. En él tomaban los hallazgos anteriores y sumaban pruebas. Era una encendida denuncia contra el gobierno norteamericano por el ocultamiento del fenómeno y un cúmulo enfático de pruebas de que en el incidente de 1947 habían estado involucrados extraterrestres. Y agregaban un elemento fundamental más: no sólo se habían recolectado restos de las naves, también habían capturado cuerpos de alienígenas.
Los motivos para ocultar esta presencia inesperada, sostienen, serían varios. El primero y más evidente fue el de evitar una ola de pánico colectivo: si La Guerra de los Mundos en la versión radial de Orson Welles, pese a las advertencias que se repitieron durante la emisión, había generado tremenda conmoción, era imposible calcular lo que sucedería si se hubiera difundido que la invasión había ocurrido de verdad. El otro motivo esgrimido era que el gobierno de Estados Unidos se había apoderado de tecnología extraterreste, mucho más avanzada que la nuestra; eso le otorgaría una enorme ventaja en su disputa con los soviéticos por el control del mundo.
Por un lado estuvieron las ganas de la gente de que estas cosas fueran reales, de que las visitas desde otros planetas fueran posibles. Junto a ellas, la habilidad de los pretendidos especialistas para comunicar novedades, para generar entusiasmo y para transformar lagunas informativas en certezas de vida extraterrestre. Por el otro el silencio del gobierno norteamericano que se extendió por décadas. Como si fuera preferible que la gente creyera que unos marcianos paseaban entre nosotros a que se supiera que Estados Unidos en los albores de la Guerra fría investigaba clandestinamente a los soviéticos.
Cuando en 1994 se desclasificaron archivos oficiales, se certificó que el globo que había caído en la granja de Roswell era parte del Proyecto Mogul. Ese programa de Estados Unidos era tan secreto que tenía la más alta calificación de confidencialidad: la misma que el Proyecto Manhattan y la construcción de la bomba atómica. Los norteamericanos habían diseñado una flota de globos, que llevaban adosados mecanismos de una tecnología avanzada para su tiempo y que volaban a una altura adecuada para no ser detectados por los radares de la otra potencia mundial, para espiar cómo era el avance de la Unión Soviética en la construcción de armamento nuclear y escuchar con ese sistema acústico posibles explosiones de prueba.
Era el globo 4 de ese proyecto. Las telas adhesivas con flores eran las que se usaban en esos globos y habían sido desarrolladas en una fábrica de juguetes, esa era la causa del colorido (que los conspiranoicos confundieron con jeroglíficos). Es decir, hubo encubrimiento pero no de la vida alienígena sino de misiones hostiles contra sus enemigos. Los Estados Unidos querían tapar esos actos de espionaje y no la convivencia con deformes seres (según nuestros parámetros, claro) de otros planetas.
El Caso Roswell es el punto de partida, la piedra basal, de la Ufología, la ciencia (no exacta) que se dedica al estudio de los fenómenos extraterrestres.
Los convencidos dicen que ese 2 de julio de 1947 una nave extraterrestre impactó en la granja de la familia Brazell. Y que dos criaturas fueron capturadas. Esto indica que al menos desde esa fecha hubo visitas con cierta periodicidad de habitantes de otros planetas. O tal vez desde antes, sólo que no se consiguieron consignar esos episodios por el encubrimiento del gobierno norteamericano.
En 1995 se dieron a conocer unos videos que tuvieron enorme difusión. Un grupo de científicos le realizaba la autopsia a uno de estos “seres secuestrados” en el incidente de Roswell. Las imágenes se repitieron en innumerables programas de televisión (y ahora recorren las redes). Ray Santilli, uno de los realizadores, reconoció, once años después, que el video era un fraude, que nada de eso era real. Para matizar el engaño sostuvo que lo que ellos hicieron fue una recreación de cómo los científicos norteamericanos estudiaron a los aliens capturados, que habían visto un montaje de esa autopsia pero que al desaparecer de manera misteriosa el video original, ellos no tuvieron más remedio que recrearlo.
75 años después del hallazgo en la granja de Brazell, Roswell es Ovniland, la meca de los ufólogos y la vida extraterrestre. El pueblo de Roswell, que parecía destinado a pasar desapercibido, con su abulia entre desértica y rural de Nuevo México, con sus 50.000 habitantes representantes del sur montañoso, obtuvo una fama no calculada con este incidente.
En sus calles todo parece girar alrededor de estos extraterrestres cabezones y los ovnis. Desde carteles publicitarios con naves espaciales estrafalarias hasta muñecos verdes y cabezones en las vidrieras. Está el museo de ufología con reproducciones y recreaciones de los supuestos hallazgos y la biblioteca más completa sobre el tema en el mundo. El McDonalds del lugar tiene una (previsible) forma de plato volador con luces de colores que le dan un aire de ciencia ficción. En cada comercio parece obligado que haya alguna referencia a la vida exterior: en cada negocio de Roswell hay una reproducción de un marciano o un Ovni.
Si Jorge Luis Borges decía que en el Corán no era necesario que hubiera camellos, en Roswell parece imprescindible que a cada paso que se recuerde que esa fue la tierra, según creen varios, elegida por los visitantes de otros planetas. Los que, ahora, los visitan son los interesados en los ovnis y los crédulos, los defensores a ultranza de las teorías conspirativas.
Los habitantes de Roswell prefieren creer. Al fin al cabo es el principal orgullo del pueblo. Y, lo que no es menor, el turismo de fans interplanetarios es la principal industria de Roswell.