Los lunes suelen ser días ajetreados. Ese 10 de junio de 1991 lo era especialmente. Terry Probyn estaba demorada y llegaría tarde a su trabajo en la imprenta. Saludó de lejos y se fue corriendo sin cumplir con la rutina de darle un beso de despedida a su hija mayor.
Por infobae.com
Jaycee salió un poco después que ella. Con 11 años iba caminando todavía medio adormilada hasta la parada del colectivo escolar. Solo era subir una cuesta y sumarse a la fila de compañeros que esperarían al ómnibus anaranjado. Iba vestida con un conjunto rosado, su color favorito, y marchaba en dirección contraria al tráfico. Era más seguro que la vieran de frente. Así le había enseñado su madre Terry.
De pronto, antes de llegar a la parada, en su horizonte apareció un auto gris. Dentro iba una pareja. El vehículo disminuyó la velocidad al acercarse a ella. Jaycee pensó que estaban perdidos. El hombre bajó el vidrio como para preguntar algo. Cuando estuvo cerca, él se movió veloz: sacó una pistola paralizante y le disparó.
Jaycee, aturdida, trastabilló hacia los pinos del costado de la ruta y cayó sobre las piñas. Sintió que una se le incrustaba en la espalda y que se estaba haciendo pis encima sin poder evitarlo.
La mujer la subió al asiento trasero y se ocupó de mantenerla contra el piso para que nadie la viera. El hombre arrancó y salieron disparados del lugar.
Carl Probyn, el marido de Terry y padrastro de Jaycee, vio de lejos, desde su ventana del garaje, los extraños movimientos de esas personas con Jaycee y del auto, un coche sedán mediano, quizá un Mercury Monarch. No fue el único testigo. Los chicos de la parada del ómnibus escolar también lo vieron todo. Carl reaccionó con rapidez. Se subió a su bicicleta y pedaleó con energía en dirección al auto gris que cada vez iba más rápido. Fue inútil, se quedó sin aire y no pudo alcanzarlo.
Esto ocurría esa mañana fatal en la apacible ciudad de Meyers, California, Estados Unidos.
Una mudanza para ganar tranquilidad
Jaycee Lee Dugard, nacida el 3 de mayo de 1980, era hija Terry Dugard y Ken Slayton. Pero la fugaz pareja se separó antes de que Ken supiera que Terry estaba embarazada. Es más: nunca se lo dijo.
Años después se casó con Carl Probyn y, en 1990, tuvo a su segunda hija Shayna.
Jaycee era muy apegada a su madre y sentía que Carl no la quería lo suficiente. Como muchos chicos de parejas divorciadas, pensaba que quizá él hubiese preferido tener a Terry solo para él.
Convertidos en una familia de cuatro, Carl y Terry empezaron a fantasear con vivir en un sitio más tranquilo y con menos exposición a la violencia. Así fue que en septiembre de 1990 dejaron la ciudad de Arcadia, en las afueras de Los Ángeles y desembarcaron en el pacífico poblado de Meyer, al sur de Lake Tahoe, también en el estado de California.
Jaycee, con 10 años, tenía una cara angelical salpicada de pecas y unos incisivos separados le conferían un aire enigmático especial. Empezó en Meyer su quinto grado y todo marchaba más que bien.
Pero el sueño sería traicionero.
Solamente unos meses después, perderían para siempre esa paz que creían conquistada.
Un pedófilo en el camino
A pesar de que en la escena había numerosos testigos y que sabían el modelo del vehículo, la policía no consiguió avanzar.
En la primera lista de sospechosos había dos hombres: el padrastro Carl Probyn y el padre biológico Ken Slayton. Carl pasó con éxito por varios detectores de mentiras. Ken probó que ni siquiera sabía de la existencia de esta hija.
Ambos fueron rápidamente descartados.
El paso siguiente fue imprimir carteles con su cara. Pero nada. Jaycee se había evaporado en la nariz de todos.
Pasó el tiempo y la desazón hizo su trabajo en la familia. A cuatro años de la desaparición, Carl y Terry se separaron. Ella no podía perdonarlo. Sentía que él no había hecho lo suficiente para salvar a su hija del secuestro.
Lo cierto es que el captor de Jaycee se reía en sus caras: estaba solo a dos horas de distancia en auto y su ficha policial era abultada e incluía violaciones y raptos. Pero la impericia de los detectives era manifiesta.
El monstruo que buscaban se llamaba Phillip Greg Garrido, tenía 40 años y ya había abusado en 1972 de una chica de 14. En aquel momento, la menor no había querido declarar en el juicio por miedo y Garrido, que tenía 21 años, resultó absuelto.
En 1973 Garrido se casó con Christine Murphy, una amiga de la universidad, pero la relación terminó cuando ella lo acusó de maltrato. Un pequeño detalle: Christine reveló que, cuando le pidió el divorcio, la primera reacción de su marido fue mantenerla secuestrada en su casa.
En 1976 volvió a ser capturado por la policía acusado por el secuestro y la violación de Katherine Callaway, de 25 años. Garrido hacía dedo en la ruta cuando Katherine, solidaria, lo levantó. Una vez dentro del auto él la amenazó y la obligó a conducir hasta un depósito en un paraje en Reno donde la violó durante ocho horas. Milagrosamente un oficial de policía pasó por el lugar y vio el auto estacionado fuera del galpón. Observó que el candado estaba roto y pensó en un robo… Bajó de su patrullero y golpeó la puerta. El que abrió fue el mismo Phillip Garrido. Katherine no dejó pasar la oportunidad y gritó enloquecida pidiendo ayuda.
Garrido cayó preso.
Los peritos pidieron que se evaluara psiquiátricamente al detenido. El diagnóstico fue “conducta sexual desviada y adicción a las drogas”. Él mismo declaró que iba a mirar chicas a la puerta de los colegios primarios para masturbarse en su auto.
En 1977 se lo declaró culpable, se lo sentenció a cincuenta años de prisión y fue encarcelado en Leavenworth, Kansas.
Cómplices en la maldad
En la cárcel Garrido conoció a Nancy Bocanegra, quien era la sobrina de otro preso. Terminaron poniéndose de novios y se casaron el 5 de octubre de 1981 en la prisión. Había nacido la pareja del horror.
El 22 de enero de 1988, la justicia pecó de inocente y le dio a Phillip Garrido una gran oportunidad: salir en libertad provisional. Solo había cumplido diez años de los cincuenta de su condena. Se instaló en la casa de su madre, en Antioch, en el área de San Francisco.
Se dispuso que fuera monitoreado con una tobillera con GPS y que los oficiales lo visitaran regularmente. Nada funcionó como debería y él se las ingenió para secuestrar a Jaycee Dugard.
Cuando la pequeña desapareció a las autoridades les falló el radar… no repasaron los presos por delitos similares que habían sido liberados bajo palabra. Además, deberían haberles saltado todas las alarmas: el caso por el que Garrido había estado convicto había sucedido en la misma zona que el de Jaycee: al sur de Lake Tahoe. Cometieron el trágico error de no conectar las investigaciones.
Phillip Garrido era adicto a las metanfetaminas y un fanático religioso que deliraba. Decía escuchar a dioses y demonios y se bautizaba como “el elegido” para salvar al planeta.
Nancy quería satisfacer a su marido y para hacerlo se convirtió en su cómplice perfecta. Ella era el señuelo para acercar a las víctimas menores. En los parques Nancy simulaba que lo filmaba mientras él tocaba la guitarra y cantaba. En realidad, lo que estaba haciendo era captar imágenes de niños para que él las viera después y concretara sus perversos deseos.
Así llegamos a Jaycee que va caminando sola hacia su bus escolar cuando Nancy y Garrido la interceptan.
El trayecto hasta la casa de Phillip Garrido en Antioch fue de tres horas en auto. Unos 240 kilómetros en los que Jaycee osciló, producto de la fuerte descarga eléctrica, entre la consciencia y la inconsciencia.
Solo pudo articular una frase: que sus padres no tenían dinero para pagar un rescate.
Pero Garrido no quería pedir ninguna recompensa ni tenía la más mínima intención de devolverla. Él solo quería una esclava sexual.
Cuando llegaron su captor la tapó con una manta para prevenir que alguien la viera. Jaycee sintió el pasto bajo sus pies. Una vez adentro se desató el infierno.
Perder la inocencia
Garrido la obligó a sacarse la ropa. Jaycee solo atinó a esconder su anillo con forma de mariposa. Eso no se lo quitaría este hombre. De hecho, ese anillo la acompañó los 18 años que pasó con la pareja infernal.
Fue ese mismo día que vio por primera vez a un hombre desnudo. Phillip la obligó a que sujetara su pene con sus manos y a que se metiera en la ducha con él. Bajo el agua le afeitó la entrepierna y debajo de los brazos. Luego, esposada, empezaron los abusos.
La amenazó diciéndole que, si se resistía, todo sería mucho peor. Lo cuenta la misma Jaycee en sus memorias: “Me abre las piernas con fuerza… siento como que me va a dividir en dos de tanto estirarme. Creo que eso me va a perforar el estómago…”. Luego, la aterra ver tanta sangre y dice que se preguntaba: “¿Me estoy muriendo?”.
Garrido le dejó bien claro que no le serviría de nada gritar, el lugar estaba insonorizado. Tampoco debería intentar fugarse, porque afuera había varios perros feroces de la raza doberman que no dudarían en atacarla. Lo escuchó irse y cerrar la puerta con llave. Luego, a lo lejos, oyó otro cerrojo más. Seguía con las esposas puestas. No le convenía llorar porque se le taparía la nariz y no podría usar sus manos para nada. También escuchó pasar un tren y sobrevolar aviones. ¿Dónde estaba?
La cautiva Jaycee no lo sabía, pero había sido depositada en un espacio especialmente pensado para ella, en el jardín trasero de la casa de ese hombre.
Pasado el primer mes y medio él la llevó a una habitación más grande donde la esposó a los barrotes de la cabecera de la cama.
Con el tiempo la víctima fue ganando su confianza. Garrido le permitió tener una televisión, pero solo se veía el canal QVC que no transmitía noticias.
Garrido iba con frecuencia: la violaba y le llevaba comida chatarra y milkshakes. También le relataba historias descabelladas.
Jaycee se sentía inmunda. No tenía cepillo de dientes ni de pelo. Y solo podía ir al baño cuando él la llevaba.
En algún momento empezó a pensar que el mundo exterior y, especialmente su familia, la habían olvidado. Ya nadie, seguro, pensaba en ella.
Mucho tiempo después, un día que tuvo la oportunidad de salir al jardín vio del otro lado de la cerca a un chico vecino… cuando Garrido se dio cuenta del error construyó un cerco alrededor de su terreno de 2,40 m.
Aprendizaje por tevé
Garrido le hablaba de ángeles y de diablos. Le contó que ellos lo habían autorizado a tenerla allí para que Jaycee lo ayudara con su problemática sexual… Para justificar sus abusos le dijo que, si ella no lo hacía, él tendría que ir a buscar a otras chicas para que la reemplazaran. Además, drogado, Garrido le exigía escuchar las voces que salían de las paredes, mirar revistas y películas porno y vestirse y maquillarse como una prostituta. La pistola paralizante la tenía siempre a la vista, era disuasoria. Por si a Jaycee se le ocurría alguna tontería. Pero lo que realmente más miedo le daba eran sus enojos y cuando le decía que la iba a vender a una gente que la pondría en una caja.
A veces, Garrido terminaba llorando pidiéndole perdón. La vida de Jaycee era una confusión enloquecedora. A pesar de las circunstancias demostró ser dueña de una fortaleza impactante. Se refugió en la televisión. Fue viendo la serie La Doctora Quinn, encarnada por la actriz Jane Seymour, que Jaycee aprendió algo que le sería vital: cómo eran los partos y cómo se criaban bebés. En esta etapa entendió que el sexo y los niños eran cosas que iban relacionadas.
Tenía 13 años y ya tenía un embarazo de cuatro meses y medio cuando se enteró de que estaba esperando un hijo. Fue el 3 de abril de 1994, Domingo de Pascua. Los Garrido le prepararon una comida elaborada por primera vez y se lo anunciaron.
El 18 de agosto de 1994 parió a su primera hija. Después de pasar sola muchas horas de dolor, Garrido se dignó a aparecer. Introdujo su mano a través del cuello del útero y se las ingenió para desenrollar el cordón umbilical para que la bebé pudiera nacer. Jaycee la llamó Angel. Ese día descubrió un sentimiento que hacía años que no experimentaba: se sintió acompañada. Mucho tiempo después le diría a la periodista Diane Sawyer, de la cadena ABC: “Sentí que, a partir de entonces, no volvería a estar sola nunca más”.
Angel era suya y la obligación de cuidar de otra persona la mantuvo enfocada. Tres años después, el 13 de noviembre de 1997, tuvo a su segunda hija a quien llamó Starlet.
En el año 2006 Jaycee estuvo muy cerca de ser rescatada. Unos vecinos denunciaron haber visto chicas en la casa del pedófilo Garrido. Mandaron un policía que habló con el dueño de casa durante 30 minutos. El agente demostró ser bastante inútil y se fue sin entrar a revisar. En su informe escribió que había visto una chica de 12 años, pero que Garrido le había asegurado que era su sobrina. Al policía no se le ocurrió llamar al hermano de Garrido. De haberlo hecho, se hubiera enterado que ese hombre no tenía hijos.
Nancy… la mamá de todas
Nancy moría de celos de Jaycee porque ella no había podido tener hijos. Garrido, para sofocar el problema, empezó a obligar a que todas las chicas (Jaycee, Angel y Starlet) la llamaran “mamá”. Funcionó.
Durante las casi dos décadas que estuvo prisionera de los Garrido, Jaycee nunca fue a un médico ni a un dentista. Con el nacimiento de las chicas los límites aflojaron.
Jaycee, quien hacía tiempo había cambiado su nombre a Alyssa porque su captor no quería que dijera el verdadero, decidió enseñarles a leer y a escribir a sus hijas. Tenía pocas herramientas personales para lograrlo, pero asumió que valía la pena intentarlo.
Por otro lado, Garrido había empezado a confiar en la familia que había inventado. Organizó salidas familiares. Estaba seguro de que ya nadie reconocería a la pequeña secuestrada tantos años antes.
Creó una pequeña imprenta y le encargó a Jaycee el diseño gráfico de tarjetas y de invitaciones de casamiento. Ahora, su cautiva tenía línea de teléfono, computadora y atendía a los clientes que llegaban.
La vida perdida estaba a un click de distancia, pero Jaycee no se animaba a dar el paso para recuperarla. Garrido, por su lado, confiaba por demás en el temor que le había infundido. Jaycee había conocido la playa, había podido ir a la manicura y a hacer compras… pero no pedía ayuda. No podía.
El miedo puede ser el barrote más duro de limar.
El lunes 24 de agosto de 2009, Phillip Garrido con sus hijas, Ángel y Starlet, fueron al campus de la Universidad de California, en Berkeley, para repartir folletos con mensajes religiosos. Se entrevistó con la gerente de eventos especiales de la universidad, Lisa Campbell, y le contó su intención de hacer una actividad en el campus que se llamaría “El deseo de Dios”. Su grandilocuencia y esas pequeñas tan ariscas y sumisas, levantaron las sospechas de Lisa. Anotó sus datos y lo citó para el día siguiente.
Lisa pasó su nombre a la policía del campus, Ally Jacobs, quien lo envió a la central de policía. Su ficha saltó al instante: ese extraño sujeto era un abusador infantil en libertad provisional. ¡¿Quiénes eran esas pequeñas que estaban con él?!
Al día siguiente, 25 de agosto, cuando el trío se hizo presente, Lisa ya estaba con Ally. Las menores parecían transparentes, como si nunca las hubiera rozado un rayo de sol.
Ally lo contó así: “La de 15 años se paró de una manera muy peculiar, con sus manos al frente, mirando hacia arriba. La menor, de 11 años, me miraba fijo con sus ojos azules, parecía estar indagando mi alma. Era perturbador”.
Ambas mujeres sentían que había algo que no estaba bien y comenzaron a preguntar cosas superficiales. ¿A qué colegio iban? ¿En qué grado estaban? Una musitó que eran educadas en su casa. Garrido, mientras tanto, charloteaba de manera errática y les ofrecía libros que había escrito. De pronto, sin previo aviso, les contó que 33 años atrás había sido un violador y un secuestrador, pero que ahora trabajaba para Dios.
Cuando se fueron, Ally Jacobs llamó al encargado de la libertad condicional de Garrido y le reveló lo de las dos menores de edad que él decía que eran sus hijas.
Este oficial mencionó que había un problema con esta explicación: Garrido no tenía hijos.
La policía se movió, ahora sí, con rapidez. Citó al ex convicto a sus dependencias.
Phillip Garrido se creía omnipotente y con todo bajo control. Se presentó con su séquito de mujeres: Nancy, Jaycee, Angel y Starlet.
Los agentes estaban desconcertados. Le preguntaron los nombres una por una. Cuando fue el turno de Jaycee ella no dijo Alyssa como siempre lo hacía, deletreó en cambio Jaycee. Se lo volvieron a preguntar para ver si habían escuchado bien… pero ella ya no pudo hablar. Había enmudecido. Le alcanzaron papel y lápiz. La pálida joven escribió: Jaycee Dugard.
“Mamá, soy yo, Jaycee”
Los agentes de control penitenciario habían visitado la casa de Phillip Garrido no menos de sesenta veces. Pero ni una sola vez habían registrado su propiedad.
De haber hecho mejor su trabajo habrían hallado a Jaycee muchos años antes.
La familia de Jaycee no había bajado los brazos. Terry había intentado de todo. Carteles, remeras, reportajes… incluso juntó dinero para pagar detectives privados.
Cuando el miércoles 26 de agosto de 2009 sonó el teléfono en su casa nunca creyó que sería para darle una buena noticia. Es más, cuando una voz en el auricular le dijo “Mamá, soy yo, Jaycee”, se enojó. Pensó que era, una vez más, objeto de una cruel broma: “No es gracioso. No me hagas esto”. Pero la voz insistió con lo mismo “Mamá, soy yo, Jaycee”.
Terry empezó a gritar en medio de la oficina en la que trabajaba: “Es mi hija ¡¡la han encontrado!!”
Era cierto: Jaycee había reaparecido, estaba con la policía de Concord, California, tenía ya 29 años y dos hijas. Terry no podía creerlo: ¡tenía nietas!
Se pactó el reencuentro en total intimidad, lejos de las cámaras, en un hotel de San Francisco. Era un caso increíble, nunca una secuestrada había aparecido con vida tantos años después.
Terry fue al reencuentro con Shayna, su hija menor, y con su hermana Tina. Jaycee, concurrió con Ángel y Starlet. A Terry se le ocurrió llevar un peine, quería repetir lo que había quedado trunco aquella mañana en la que se fue sin despedirse con un beso de su hija… Dieciocho años después quería peinarla.
Tina le contó al medio Register: “Reímos y lloramos juntas. También pasamos mucho tiempo sentadas, tranquilas, disfrutando la compañía de unas y otras”.
Mientras, en la casa de Garrido, en el número 1554 de la avenida Walnut de Antioch, se encontró el auto que habían visto los testigos el día del rapto.
Phillip Garrido y Nancy fueron acusados de secuestro y violación. En junio de 2011, él con 60 años fue sentenciado a 431 años de cárcel. Nancy, con 56, recibió una condena a 36 años.
Las chicas que habían crecido pensando que Nancy y Phillip eran sus padres, se desesperaron.
Este iba a ser el nuevo desafío de Jaycee, contenerlas.
El ángel que emergió del infierno
En esos 18 años que habían transcurrido Jaycee había cobijado muchos sueños. El 28 de marzo de 2006, todavía en cautiverio, escribió de puño y letra los 10 que más ansiaba convertir en realidad.
El primero que encabezó la lista fue “ver a mamá” y siguió con: conocer las pirámides, volar en globo, aprender a manejar, bañarme con delfines, tocar una ballena, dar un paseo en tren, aprender a navegar en un viejo velero, escribir un best seller y andar a caballo por la playa cada día.
Aprendió a conducir con la ayuda de su hermana, Shayna Probyn y sacó su licencia con 29 años. Voló por los aires, navegó por los mares y cumplió con casi todos sus deseos de la lista: solo le faltaría, que sepamos, tocar una ballena. También sumó algunas otras cosas como ir a conciertos para ver a Lady Gaga y a Beyoncé. Y fundó una organización, JAYC Foundation, para ayudar a otros chicos a superar traumas severos.
En esa lista de Jaycee, es llamativo, no estaba enamorarse, ni tener una pareja. Algo que también parece haberse cumplido.
Jaycee sabe muy bien que sus hijas pueden un día querer ir a la cárcel para visitar a su padre. Ella asegura que va a respetar la decisión que tomen, pero preferiría que no se lo pidieran.
El mal manejo de la policía durante su desaparición y búsqueda la llevó a hacerle juicio al estado de California. Todo terminó en un acuerdo que firmó el entonces gobernador Arnold Schwarzenegger: Jaycee fue indemnizada con 20 millones de dólares. Las autoridades consideraron que, de llevarse a cabo el juicio, hubiese sido todavía más oneroso. Los errores habían sido ostentosos.
Jaycee cumplió 42 años en mayo de 2022. Tiene escritos dos libros, sus hijas llevan su apellido y su trabajo en la fundación para la recuperación de víctimas continúa. Se apoya en la terapia con animales para curar angustias y, en especial, con caballos que ella misma entrena.
“Lo que me pasó, escribió, siempre será parte de lo que soy, pero no dejo que esas experiencias sean lo que me defina (…) ni definan mis relaciones en mi vida actual”.
Siempre mantuvo su actitud positiva frente al horror: “Hay vida después de algo tan trágico” y, aunque su madre Terry asegura haber acumulado suficiente odio por las dos contra Garrido, ella sostiene: “no creo en el odio. Para mí es una pérdida de tiempo. Las personas que odian desperdician tanto su vida odiando que se pierden todas las otras cosas que existen… Ahora disfruto mucho más de la vida y me esfuerzo por apreciar cada día, porque en el fondo todavía tengo miedo de que esto me lo quiten”.
Quien mejor que ella para decirnos que hay futuro y que la vida se vive en tiempo presente. Su ejemplo ilumina porque su voluntad de ser feliz jamás pudo ser quebrada.