El 11 de septiembre de 2001, diecinueve terroristas kamikazes de Al Qaeda provocaron algo parecido al apocalipsis en Occidente. Más de dos décadas después, la secuencia sigue pareciendo irreal: confusión, estupor, incredulidad, dolor y pánico planetario. El derrumbe de las Torres Gemelas, en el corazón del capitalismo financiero y la cultura globalizada, superaba cualquier imaginación y provocaba casi 3.000 muertos. La sensación era que el mundo no volvería a ser el mismo.
Por Clarín
El primer avión, el vuelo 11 de American Airlines, se estrelló contra la Torre Norte del World Trade Center a las 8.46 am, hora de Nueva York. Diecisiete minutos más tarde, a las 9.03, el avión del vuelo 175 de United Airlines se incrustó en la Torre Sur. Luego, otro avión de American fue lanzado contra el lado oeste del Pentágono. Un cuarto, el vuelo 93 de United, cayó en un campo de Shanksville, Pensilvania: su destino, se suponía, era la Casa Blanca.
La Federal Aviation Administration de los Estados Unidos ordenó que todas las aeronaves civiles aterrizaran en los aeropuertos más cercanos: 4.546 vuelos. Después se cerraron los aeropuertos del país y, finalmente, el cielo estadounidense. Aún quedaban 1.305 aviones en el aire y, lo peor, vuelos transatlánticos (unos 500) y transpacíficos (90), de los cuales 223 habían pasado el punto de no retorno.
La Operación Cinta Amarilla se puso en marcha: los pilotos debían dirigir los aviones hacia distintos aeropuertos canadienses; Montreal, Toronto y Ottawa fueron descartados en un principio por ser potenciales objetivos de los atentados. Los pasajeros no sabían qué había pasado en tierra; las tripulaciones no les informaron para evitar el pánico: en cualquier aeronave podían esconderse terroristas.
Todos eran sospechosos. Desde las torres de control llegaban noticias cada vez más siniestras. La tensión en el aire era extrema.
Muchas aeronaves recibieron la orden de aterrizar en Gander, pueblito de 9.000 habitantes en la isla de Terranova, extremo nororiental de Canadá (los viejos jugadores de TEG recordarán ese enclave). Su aeropuerto, construido a mediados de los ‘30 había sido una base militar compartida por tres países (Estados Unidos, Inglaterra y Canadá) y un punto de reabastecimiento de bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial.
También cumplía esa función con vuelos comerciales, hasta que el avance tecnológico hizo que esa escala fuera innecesaria. En septiembre de 2001 recibía apenas unos siete vuelos diarios y contaba con estructuras modestas.
Durante el 11-S, 38 aviones (el primero provenía de Inglaterra) aterrizaron en Gander, con 6.656 personas. Tuvieron que pasar muchas horas dentro de las naves y superar una requisa minuciosa. No entendían qué había ocurrido.
Al descender, se encontraron con micros escolares amarillos esperándolos en la pista. Quedaron doblemente absortos: por enterarse de lo ocurrido y por el recibimiento: la población de Gander ofrecía sus casas, sus teléfonos, comidas (habían cocinado durante la espera), ropa (los equipajes habían quedado retenidos en las bodegas de los aviones), sábanas y frazadas.
Solidaridad y desesperación
Gander contaba con 500 camas para huéspedes. Pero los lugares públicos habían sido acondicionados para hospedar a “la gente de los aviones”, equivalente a las tres cuartas partes de la población de la ciudad. De la solidaridad colectiva se pasó, rápidamente, a los lazos de amistad perdurables. Los anfitriones entregaban kits con cepillos y pastas dentales, jabones, shampoo y todo tipo de elementos de higiene personal. Y lo más importante: organizaban reuniones para contener –en lo posible– a los recién llegados.
No era fácil: las imágenes de la Torres cayendo, a más de 1.600 kilómetros de ahí, se repetían en los televisores; cada recién llegado estaba en shock pensando que su vuelo podría haber sido parte del operativo de los atacantes.
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