Windsor espera a su reina con el corazón partido. Y con miles de turistas que cayeron como un diluvio a arruinares la pena, a perturbar la calma de este rincón casi campestre que fue el refugio de Isabel II y fue su lugar en el mundo, si eso es posible. El enorme castillo se levantó en el siglo IX, lo habitaron todos los reyes de Inglaterra y es hoy el más grande, más lujoso y más bello del mundo. Eso dicen sus orgullosos custodios, los “windsorianos” comunes.
Cuando Londres prepara su adiós para mañana, después del servicio religioso en Westminster, en Windsor preparan la última recepción, la culminación del primer gran funeral de Estado del siglo XXI. “Ahora la vamos a tener siempre entre nosotros. Fuimos muy afortunados en haber compartido con su Majestad estos años dice Melba Atkinsons, que nació en Windsor y maneja una pequeña empresa inmobiliaria. “La veíamos caminar, no digo que todos los días, pero muy a menudo. Tenía un camino habitual que rodeaba parte del pueblo y terminaba en la puerta del castillo.”
Se llama “The Long Walk”. Está marcado con señales de bronce enterradas en el cemento o en el asfalto, y es el camino que ahora recorren los miles de turistas: es insensato, pero lo hacen. Llevan en sus manos ramos de flores, más flores, que depositarán en la entrada del Palacio que fue refugio de la reina cuando en 2020 la atacó el covid, que sacudió su salud y, tal vez, la dañó para siempre. Aquí vivió durante meses, aquí está enterrado su marido, el príncipe Felipe de Edimburgo. A su lado será enterrada ella mañana. Es su castillo preferido, eso dicen muchos de los treinta y dos mil habitantes del pueblo. Si Inglaterra perdió una reina, Windsor perdió una reina y una vecina. Y una buena vecina. “Fue una reina para todos. Para todos los ingleses y para todos los extranjeros”, dice Harry Kartal, un turco de sesenta años, con más de cuarenta en Windsor, casi todos al frente del restaurante “Cong Walk”. “Charles lo va a hacer muy bien. Fue educado por su madre. Y nosotros, los británicos, nos vamos a tener que acostumbrar a que ella no está. La monarquía no va a flaquear, vamos a flaquear nosotros cuando recordemos su largo reinado”.Un sobrevuelo de urgencia no alcanza a definir siquiera un estado de ánimo. Pero Windsor parece oscilar entre el esplendor y la tristeza. Sus habitantes sienten que son, hoy y mañana, el centro del mundo, pero a un precio que no hubiesen querido pagar. Hoy es día de trompetas. Mañana, cuando llegue el cadáver de su Majestad, se verá.
“Mire, nosotros preferimos la monarquía sobre la democracia. Nuestra monarquía, la de su Majestad, garantizó siempre la estabilidad. Era capaz de ayudar a resolver los conflictos cuando parecían imposibles de solucionar”, dice Bárbara Stanfold, que tiene ochenta y dos años y es psiquiatra. “Es extraño el ‘amor’ que la gente ha demostrado por la reina. ¿Vieron lo que es Londres? Uno ama a su pareja, a su familia, a sus hijos. Sin embargo, esta reina ha despertado un gran amor. Un misterio. Creo que la imagen que va a perdurar de ella es la de estos últimos días, en la que se la ve como una abuelita, encorvada y sonriente”. Bárbara se queda con otra imagen de su majestad: “Para mí es la mujer que, durante la guerra, pudo irse al Canadá y se quedó en Londres, bajo las bombas nazis. Eso habla mucho de ella, y de nosotros. Para los británicos, la guerra está en nuestro ADN. No es la guerra, ¡es romance!”
En Windsor todo está atado al castillo. Y a la realeza. Los pubs, los negocios de todo tipo, baratijas y ropa cara, incluyen “royal, castle, prince, queen, king”. Hasta hay un “Royal kebab” y un pub que se llama “Prince Harry”, bautizado así por alguien que conoce la afición por los buenos tragos del hijo menor del hoy rey Charles III. La leyenda cuenta que, en su juventud no tan lejana, Harry visitaba ese pub cuando pasaba por Windsor. La ciudad es un muro, está vallada, con centenares de policías llegados desde toda Inglaterra, hospedados en el vecino centro policial o en la Victoria Barracas, un cuartel militar en el que plantó la piedra fundamental la Reina Madre, en 1990
“Era una mujer muy familiar, como una amiga o una persona de la familia con la que se podía hablar -dice Miguel Lampbrill, que nació en Londres hace ochenta y cuatro años y tiene ya más de cuarenta como habitante de Windsor. Celebramos su honestidad, su gran fuerza, su humildad y la responsabilidad ante su pueblo”.
El pueblo que la vio caminar como una vecina, dice con orgullo que el Palacio de Buckingham fue la fragua de la reina, su oficina; que el palacio de Balmoral, donde murió el pasado 8, era su lugar de vacaciones; pero que su hogar, su verdadero hogar, era Windsor.
Y Windsor vive y sufre hoy un extraño estado de ánimo ante el entierro inminente de su reina. Es un ánimo indescifrable, un agujero por llenar que oscila entre el “todavía no” y el “ahora ya sí”.