Con la guerra ausente, el militar asciende de grado y se cubre de condecoraciones y hay quien se adorna con tres soles que no alcanzan a rozar siquiera al sol negro de la melancolía con el que se identificó Gerard de Nerval, porque a lo largo de mis noventa años de dura existencia jamás he visto a un militar venezolano enfrentarse en feroz batalla con algún perverso enemigo, el imperialismo yanqui por ejemplo. Todo el valor se disuelve en palabrotas o bravuconadas, se contenta con tenernos en la mira.
Clinton ya no retoza en el Salón Oval con Mónica Lewinsky, la becaria de 22 años, aunque Estados Unidos y Venezuela permanecen mirándose con cierto resabio el uno al otro; pero el usurpador sin poner en peligro al persistente enemigo se le nota más ansioso que nunca porque secretamente anhela visitarlo en el Salón o Despacho Oval de la Casa Blanca y disfrutar luego de una cena de estricto protocolo. Es decir, ser bienvenido en Washington para suavizar el desplante británico de no haber sido invitado a los funerales de Isabel.
Yo tengo buena salud, pero el país venezolano que me vio nacer en 1931 está enfermo. Es un país violento sacudido, al mismo tiempo, por gente condecorada y de uniforme que, no satisfecha con zarandear a los civiles y a los propios militares descontentos, actúa torpemente en política agravando un cáncer que hace metástasis y estragos en nuestra vida civil y democrática.
No he tenido ocasión (¡tampoco la he buscado!) para encumbrarme en la política o de convertirme en líder o militante de algún partido de gobierno o de oposición y solo en determinadas ocasiones fui llamado para integrar el equipo que trazaría los comportamientos culturales del nuevo candidato presidencial solo para verlo convertido en el nuevo presidente de la República haciendo caso omiso a todas nuestras recomendaciones y nombrando a alguno de sus amigos para que se ocupe de la cultura. Es más, me llamaron para que formara grupo y asesorara culturalmente a Hugo Chávez y los mandé muy largo al carajo. Sin embargo, me activo en un movimiento silencioso llamado Ulises que reúne a gente sin edad que se califica a sí misma como ciudadanos y no como simples habitantes en camino de convertirse en anónimos usuarios. La única hazaña que he logrado para pertenecer a Ulises es la de haber sobrevivido noventa años a continuos disparates políticos y no encajo para nada en la figura del héroe, pero tampoco en la del villano. Me persigue la crispante afirmación de Gustavo Coronel de que no somos ciudadanos sino habitantes y la aguda observación de José Ignacio Cabrujas de que el país no ha logrado escoger entre la moral y la cívica y, peor aún, que el profesor en el liceo dice una cosa y el policía de la esquina dice otra.
Por eso soy hombre civil y demócrata y pertenezco no a la la cultura oficial sino a la que me permite expresarme mejor, no como habitante sino como ciudadano que trata de cumplir con sus obligaciones y exigir respeto a sus derechos humanos y civiles, entre estos, el derecho a disentir.
Muchas tragedias marcan la vida del país venezolano y encrespan la mía. Menciono apenas tres: 1) no haber enterrado suficientemente al general Gómez; 2) borrar lo que se hizo durante la gestión política y administrativa anterior (y en esto el régimen militar bolivariano es mucho más peligroso porque pretende borrar no solo lo que se hizo durante la democracia sino hacer ver que la historia del país comienza con él) y 3) la más deplorable y escalofriante de todas, haber perdido el carácter sagrado de nuestras propias vidas.
Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional el 25 de septiembre de 2022