Luego pensé en el poeta Willy McKey que, puesto en evidencia por “estupro”, optó por olvidarse de todo desde un noveno piso. Yo admiro el trabajo de McKey, recuerdo que me envió un ejemplar autografiado de su último poemario a mi lejana casa de Maracaibo. Su poesía ganó algunos premios que, días después, le retiraron, ¿ahora su trabajo no lo merecía? También recuerdo un artículo de Martín Caparrós sobre McKey en esas horas. Quise volver sobre él y conseguí el link del propio Caparrós, en su cuenta de twitter, y por más clics que hice, no pude entrar. Me pareció raro y sospeché de conspiraciones del Me Too. Caparrós dice: “Willy McKey, poeta venezolano, acusado de seducir menores, se suicidó el jueves en Buenos Aires. ¿Podemos hablar?” Una tuitera responde a quemarropa: “¿Seducir? ¿No le da vergüenza tratar de maquillar tan vilmente el abuso sexual?”
No, no podemos hablar, señor Caparrós.
Me vi abrasado por estos recordatorios al reconocer muchas preguntas, de esas que no se responden, al entrar en las “Reflexiones sobre la política de la sexualidad” de Geoffrey de Lagasnerie (El cuenco de plata, 2022). Nos habla Lagasnerie de dos mujeres: Samantha Geimer y Adèle Haenel. La primera violada por Roman Polanski en 1977, en casa de Jack Nicholson. La segunda, objeto de “caricias y comportamientos fuera de lugar” por manos del director Christophe Ruggia.
En la 45ª edición de los Premios César, antes de consumarse la decisión de los jurados, Adèle Haenel, nominada por La mujer en llamas, abrió fuegos contra la película de Polanski, El oficial y el espía, diciendo que “ensalzar a Polanski es escupir a las víctimas en la cara. Significa que no pasa nada por violar a una mujer”. Y según la web Cinemanía, Adèle Haenel se retiró de la industria del cine por “reaccionaria, racista y patriarcal”.
Lo raro, para los asiduos al coliseo romano, es que Samantha Geimer ha confesado que el vía crucis penal y periodístico, y la presión de los “grupos militantes”, como apunta Lagasnerie, le ha resultado tanto o más difícil que la violación misma. Se ha visto como instrumento de venganza colectiva, expropiada de sí misma, para convertirse en “objeto” de uso con fines mediáticos, militantes, etcétera. Y para mayor controversia, no cree que premiar a Polanski lo exculpe, o que la escupa a ella a la cara, ha separado las aguas para disgusto de los “humores fascistizantes” que marca un Lagasnerie comedido, cuidadoso, pero que deja ver la urgencia de repensar la lucha contra las violencias sexuales: “si un movimiento político se construye utilizando palabras como feminismo o víctima que excluyen mujeres autodefinidas como feministas y víctimas hace un uso inapropiado y hasta violento de esas categorías”.
No podemos izar banderas reivindicativas (igualdad, justicia) fuera de la democracia, eso es lo que señala, en mi criterio, Lagasnerie. Estas “se conquistan” en el espacio público. Pero como expresa Cansino, el poder es un espacio vacío que se ocupa simbólicamente desde el imaginario colectivo, “pues cuando la ocupación es material se convierte en una sociedad totalitaria».