La boda de Jackie y Onassis: el contrato prenupcial y cómo era la intimidad de la pareja

La boda de Jackie y Onassis: el contrato prenupcial y cómo era la intimidad de la pareja

Sólo Alexander, el hijo de Onassis, entendió ese matrimonio que ofendía al mundo: “Es la unión perfecta. Mi padre adora los apellidos y Jackie adora el dinero”

 

Hasta entonces había sido perfecta. La primera dama más elegante que conoció el mundo y la viuda más digna. Su Chanel rosa manchado con la sangre de su marido el 22 de noviembre de 1963, la tragedia golpeando a su familia modélica y con eso al sueño americano, el velo del luto y sus manos sosteniendo con firmeza las de sus pequeños hijos, con sus tapaditos color lavanda.

Por infobae.com





Jackie Bouvier Kennedy era imagen. La imagen de un país posible y roto de un disparo –en rigor, cuatro–, y la de la fortaleza para mantenerse entera y mostrarle a la sociedad y a los líderes del mundo que las piezas todavía podían unirse. Aristóteles Onassis era lo contrario. Un hombre desagradable a la vista al que el dinero no había hecho más guapo, el estereotipo del monstruo de los dibujos animados: un mafioso con cara de batracio. Que se casaran a sólo cinco años del funeral del para entonces santificado John Fitzgerald Kennedy se leyó como una traición a su legado y al pueblo estadounidense.

Matrimonio cuestionado

Sólo Alexander, el hijo de Onassis, entendió ese matrimonio que ofendía al mundo: “Es la unión perfecta. Mi padre adora los apellidos y Jackie adora el dinero”. La Divina María Callas, que había perdido hasta su voz de soprano absoluta por amor al magnate naviero al que conoció en 1959, murió en cambio sin comprender la sorpresa de enterarse por los diarios que su Ari se había casado con la viuda de América en la isla de Skorpios el 20 de octubre de 1968. “Fue como recibir un golpe en la cabeza –contó poco antes de su muerte, en 1977–. Fue horrible. Intento sobrevivir. Por él abandoné una carrera increíble, en un oficio complicado. Rezo a Dios para que me ayude a superar este momento”.

Su Ari, ese tipo con los ojos redondos como un sapo al que el glamour de la Callas le había conferido otro halo, había dejado a la diva sin explicaciones, y el mundo entero también le facturó eso a Jackie, como si las cuitas del amor pudieran explicarse. Tal vez ahora nos alegraríamos de que una mujer joven azotada por una desgracia personal y de Estado –más el doble dolor de perder al poco tiempo a un cuñado como Bobby Kennedy, que según sus biógrafos fue mucho más para ella que un pariente político– pudiera reconstruir su vida con un amor maduro y encima millonario. Pero era otro contexto y la libertad de Jackie fue, por muchos años, una afrenta.

Había conocido al máximo empresario naval del planeta en 1963 y en el mismo barco –el mítico Christina O., bautizado en honor a la hija de Aristóteles– en que Onassis había enamorado a la Callas de tal forma que al atracar en Montecarlo la cantante ya estaba separada de su marido que viajaba con ella. Él se divorció de Athina Livanos –la madre de sus dos hijos– al año siguiente.

Onassis podía ser muy feo, o muy poco hegemónico al decir de estos tiempos, casi un adefesio frente al aura impoluta de JFK, pero tenía historia y se había hecho solo y de abajo: un griego sobreviviente de la matanza turca de Esmirna, que había recuperado con creces el negocio familiar al asentarse en la Argentina y había vuelto a poner a Grecia como el aspiracional del poder y el lujo ostentoso. Ese camino desde el chico que limpiaba vidrios al hombre más rico del mundo, encarnaba tanto el sueño americano como Jackie y JFK en los Hamptons. Y era mucho más literal todavía: era el sueño cumplido de los inmigrantes que venían “a hacerse la América”.

Cuando Aristóteles conoció a Jackie

A Jackie la conoció en su momento más triste, cuando acababa de perder a su hijo menor, Patrick, a sólo dos días de nacido. Era agosto de 1963, un año que le depararía a la primera dama un desamparo aún más terrible, pero entre ese dolor y el atentado en Dallas, tuvo un recreo que propició su hermana Lee Radziwill para ayudarla a recuperarse: un paseo a bordo del yate de Onassis, por entonces su eventual amante. Por decisión del magnate, Callas no fue invitada al viaje. Estaba claro que la mujer del presidente no podía rebajarse a compartir el crucero con su concubina.

La verdad era que Ari no daba puntada sin hilo, y su fama de turbio en los negocios no era más cristalina en los asuntos del corazón. Su falta de atractivo físico se compensaba con un poder descomunal, y como dijo el filósofo popular: “Billetera mata galán”. Hacía tiempo quería conocer a Jackie y no tardó en encantarla en altamar como su confidente, sabía que en principio sólo podía aspirar a una amistad con la entonces mujer del presidente de los Estados Unidos, que además era 23 años menor que él. Pero cuando apenas un mes más tarde Lee Harvey Oswald dio los cuatro disparos que cambiaron la historia, un Onassis conmovido –que siguió el funeral por televisión– dijo al ver la imagen férrea de la viuda: “He ahí mi próxima esposa”. Como a todo lo que se propuso en la vida, lo logró en menos de lo que podía esperarse.

Cuando logró conquistarla, Jackie sólo aceptó unirse a él en matrimonio. Para la ceremonia usó un vestido de Valentino en color marfil y una corona de azahares a tono con la tradición ortodoxa griega, como si todo el catolicismo irlandés de los Kennedy se le hubiera olvidado con su nueva fortuna.

Caroline y John John, los hijos de Jackie y JFK, para entonces de 10 y 7 años, tuvieron un papel tan central en la ceremonia como en el funeral de su padre, pero ni eso ni la discreta ceremonia en una isla que Onassis había comprado para Callas lograron cambiar el veredicto social, como si esa mujer implacable ya no tuviera derecho a reclamar su destino para sí misma. Justo porque era implacable, lo hizo de todos modos. Y es que, de alguna manera extraña, la viuda de América y el multimillonario griego tenían mucho más en común de lo que aparentaba en las fotos: una ambición desmedida y la sed del estatus mutuo que cada uno podía aportarle al otro.

El lado b del matrimonio de Jackie y Aristóteles

Esa ambición fue la que la llevó a exigir un contrato prenupcial con 170 cláusulas que, en su mayoría la beneficiaban tanto, que parecía que finalmente el gran Ari había cedido a su poder por amor. Entre las condiciones estaba que, si se separaban, ella se quedaría con un tercio de su fortuna. La otra condición: la viuda no estaba dispuesta a sacarse el apellido Kennedy, que, pese al resquemor inicial de la sociedad estadounidense, era la llave para mantener abiertas en su casa las puertas de su popularidad innata: seguiría perteneciendo a la dinastía americana por excelencia. Además, podía vivir sola.

El matrimonio fue todo menos romántico. Ella gastaba cifras astronómicas con una excentricidad lejana a la sobriedad que siempre había sido su sello, y hasta mandaba a comprar el pan a 300 kilómetros en el avión personal del magnate. Onassis quiso deshacer la unión sin perder dinero, pero estaba atado por las rígidas claúsulas del contrato. Volvió a ver a María Callas sin esconderse, pero algo en la cantante ya se había apagado para siempre y nunca lo perdonó del todo. Se dice que Onassis se sumió entonces en una profunda depresión, agravada por la muerte de su hijo de 23 años en un accidente aéreo –algo que en el futuro fatal se sumaría como otro trágico punto en común con Jackie–.

Siete años después del casamiento que conmocionó al mundo y transformó el nombre de Jacqueline Bouvier en la marca Jackie O., Ari moriría de neumonía, una complicación de la miastenia que había padecido en sus últimos días. Viuda por segunda vez a los 47 años, esta vez no estuvo al lado de su marido en el Hospital Americano de París, y en lugar de llorar en el funeral, se trenzó en una disputa con la heredera universal de Onassis, su hija Christina. Terminó llevándose una cifra estimada en 26 millones de dólares que negoció su cuñado Ted Kennedy. El último amor de su vida, el financista y magnate de los diamantes Maurice Tempelsman, la ayudaría a multiplicar esa fortuna por cuatro.

Hasta su muerte, en 1994, con apenas 64 años, se había convertido en una prolífica y respetada editora, como narran las biografías Leyendo a Jackie: Su autobiografía en libros, de William Kuhn; y Jackie como editora: La vida literaria de Jacqueline Kennedy Onassis, de Greg Lawrence. Al final, partió con la dignidad que el mundo había visto en ella desde el primer momento. En su casa y decidida a no sufrir la destrucción de su cuerpo enfermo de cáncer. Después de todo, Jackie O. era (y será para siempre) imagen.